Almodóvar, las oportunidades y un pijama color carne

La piel que habito (Pedro Almodóvar, 2011)

La imponente campaña publicitaria y mediática de la que se ha visto precedida presentó esta película como la más oscura jamás rodada por Pedro Almodóvar, como la cinta que inaugura la madurez cinematográfica del manchego, como su más peligrosa excursión, por ser al fondo oscurísimo de un pozo. Todo trola. La piel que habito es una de las peores películas que he visto en los últimos tiempos (me recordó al verla a Vicky Cristina Barcelona, no porque se parezcan en nada, sino porque representan un igual tipo de desfase: expectativas y ejecución) y no es ni mucho menos la mejor de Almodóvar. No he visto Pa negre y no tengo por costumbre embarrarme en debates mierdosos, pero sí sé que La piel que habito no merece representar a España en los Óscar.

            El cine es nada menos que una sucesión de oportunidades. Y creo que el talento consiste en aprovecharlas. Una oportunidad es una idea. Una historia. Es una anécdota. Es un guión. Un plano o una mirada. Es un actor o una actriz. El buen cine es una sucesión de oportunidades apuradas en la persecución de un objetivo: narrar con la mayor potencia posible. Comprenderéis por esto que la peor crítica que pueda hacerle yo a una película es decir de ella que es una oportunidad perdida. La piel que habito es una oportunidad perdida. Es una oportunidad perdida por Almodóvar para ser realmente todo eso que la propaganda vociferaba que había llegado a ser. Una oportunidad para demostrar que es capaz de abandonar la confortabilidad de sus tics y manierismos, capaz de explorar dentro de sí más allá de la pose con la que ha triunfado, capaz de articular un discurso profundo, y no pretendidamente profundo.


            La piel que habito (título genial, por cierto), es una oportunidad perdida también porque Almodóvar desaprovecha en ella dos elementos que muy pocos cineastas suelen tener al mismo tiempo: una historia y una interpretación. La historia de un Ledgard, cirujano y psicópata, vengador extremo, es una historia profunda y tenebrosa, turbadora exploración de los quistes del espíritu. Una gran historia, que Almodóvar dilapida en el altar de su intuición: frivolidad, gratuidad, carnavalismo, pátina. Una gran historia que Almodóvar, y mirad que es triste esto, sacrifica al someterla a sus pretensiones. La interpretación es la de Elena Anaya, que logra probablemente lo contrario de lo que quería conseguir: cada uno de sus gestos y palabras, de medida contundente, de potencia silenciosa, no defienden la película, sino que la descubren. La perfecta economía de su interpretación ridiculiza el perfecto despilfarro torpe de la película. Su trabajo magnífico rasga violentamente el pijama color carne que le había diseñado Almodóvar.


¿Siglo de inaguración terrible?


Hace unos pocos días se cumplieron diez años del ataque a las Torres Gemelas del World Trade Center neoyorquino. Diez años de la mayor masacre terrorista de la Historia. No sólo por los muertos. Más allá de ellos, el 11-S fue una ‘performance’ asesina. Un espectáculo de muerte y fuego. Una fogata sacrificial en el corazón del Imperio, dicho en retórica asquerosa. Los actos de conmemoración no se han celebrado sólo en Estados Unidos, sino también en buena parte de Europa, de uno u otro modo. Algunos han escrito que ésta ha sido la última vez que Estados Unidos conmemorará la fecha con tanta pompa y cobertura. Bien está para mí, que nunca he terminado de comprender (y no me toméis por un ingenuo) el fundamento de ese tipo de actos. Tengo que admitir ante vosotros, sin embargo, que la conmemoración de los diez años ha dejado algunas aproximaciones interesantes a lo que significó aquel día. Históricamente hablando.



            Un ejemplo es el especial que el suplemento cultural del diario El Mundo le ha dedicado esta semana al 11 de Septiembre. Más en concreto, la pieza 11-S,¿el día que cambió el mundo?, en la que varios intelectuales (Espada, de Azúa, Sotelo, Avilés, Charles Powell) debaten sobre la profundidad de los cambios provocados por la masacre en el mundo en que vivimos y sobre algunas cuestiones aledañas. La interrogación sobre el papel del 11-S en la configuración de nuestro orden es una interrogación grave. Charles Powell y Arcadi Espada presentan argumentaciones diferenciadas pero concurrentes: se han exagerado los efectos que la masacre de Nueva York ha tenido sobre la configuración del mundo contemporáneo. Juan Avilés discrepa relativamente: los ataques tuvieron efectos transformadores, mas sobre un campo limitado: el de la percepción del terror. En todo lo demás, escasa huella.

            No comparto, disculpen la insolencia, sus conclusiones sobre el tema. Como contemporaneísta en proyecto, el 11 de Septiembre me ha interesado con frecuencia y con intensidad. A mi capote, el hundimiento de las Torres Gemelas sí constituye una transformación lo suficientemente profunda como para ser caracterizada de ‘refundación’. Veo en el 11-S el pórtico, televisivamente letal, del siglo XXI que transitamos. No soy, aunque os engañe mi mal carácter, un pesimista y no es mi intención lloriquear sobre el final, snif, que nos espera con tal principio. Señalo sólo que el 11-S cambió el mundo. Y apunto que el cambio no es necesariamente malo, aunque venga de la mano de la muerte. Las interrogaciones del título sólo están porque me ablando a veces y contemporizo con la hipotética discrepancia…

            Powell argumenta que el impacto económico del 11-S fue escaso, y a mí me parece que esa es una argumentación de vista corta. ¿Escaso? Quizás la reorganización de todo un sistema geopolítico, la contracción acusada del sector turístico, la inauguración de un período de inestabilidad financiera, la implementación de sistemas de seguridad nuevos y más exhaustivos en todo el mundo merezcan el calificativo de ‘impacto económico escaso’. Yo, desde luego, buscaría otro adjetivo. Tampoco estoy de acuerdo con Espada, y creedme que me cuesta discrepar de él. Advierto la inteligencia de su teoría sobre la dimensión simbólica pero no transformadora de actos como el del 11 de Septiembre. Pero no creo que esté aceptando las implicaciones de su idea al negar que un símbolo pueda ser herramienta de transformación, y no sólo la síntesis del cambio.

            Aunque no rehúyo nunca una buena gresca, no es mi intención desgranar pormenorizadamente el debate. Sois lo suficientemente mayores como para tener curiosidad y lo suficientemente jóvenes como para no necesitar dientes postizos. Sí quiero señalar la importancia que a mi juicio tiene el debate mismo. El 11-S es un tema necesitado de atención leal y sosegada reflexión. Sus inmediaciones precisan de una cierta poda: hay en torno suyo una muralla soflamática, apasionada y irreflexiva que impide convertir el asunto en tema para la historia. El que recoge el especial de El Mundo no es puramente un debate historiográfico. Pero sí es un intento por acercarse con inteligencia a una cuestión fundamental. Es algo así como un machetazo en la maleza. Restan muchos, pero siempre son importantes los primeros, ¿no?
 

Una madre pivón, un padre marica y tres primos


Pongo en el Rincón una balda nueva: la del cine. No sabría deciros qué puesto ocupa en el ránking de mis pasiones; porque los términos ‘ránking’ (¡’ránking’, qué fealdad) y ‘pasión’ me parecen excluyentes entre sí, más que nada. Y ya, ya sé que mi gusto por el fútbol americano, cifroso y encendido al tiempo, supone una contradicción con esto, pero ¿qué más da? En todo caso, el cine es una de mis pasiones, aunque sea en mis gustos tan heterodoxo como lo soy para todo lo demás. El cine es un añico de nuestras vidas y a mí me vuelven loco los detalles. Así que…recientemente he visto:

La prima cosa bella (Paolo Virzì, 2010)



            Abrid bien los orejos, porque voy a hacer un ejercicio de humildad: no sé de cine. Se me escapa todo eso de los tiempos, los planos, las secuencias. Se me escapa, ay, el raccord. Lo intento, de verdad: llegar, sentarme y ver entre chuchería y chuchería, qué tío, qué plano, qué fiera, qué zoom. No me sale. Lo que pasa es que no tengo alma de director. Si es que el alma existe. Estoy enfermo de guión. Y por eso, cada vez que piso el cine me veo haciendo lo mismo: poner a prueba mi convencimiento de que una obra sólo puede aspirar a ser maestra si es perita en estrujar entrañas. Me veo buceando (el único lugar, físico o espiritual, en el que puedo hacerlo) en la historia. Busco fundamentalmente tres cosas: escritura, belleza y universalidad. Así de limitado soy.
            La prima cosa bella tiene las tres cosas. Tiene un guión de eje doble que se despliega sin estridencia alguna, brillante mas desenjoyado; una pieza de escritura mediterráneamente lírica que habla de belleza, infancia, familia, amor. Por si no hubiese suficiente universalidad en esos ítems, los quiebra y muestra en una historia sobre la extremada elasticidad de los lazos familiares. Así pasen décadas y continentes. Una madre tan preciosa por dentro como por fuera. Un padre que sufre en realidad un galopante síndrome de Stendhal, así lo llamen infarto los galenos. Una niña, y una chica, y una mujer que atraviesa la línea del tiempo aparentemente sull’ la parra. Y un niño, un hijo, un hermano, un hombre que tiene unos cuantos problemas para enfrentarse a su futuro solamente porque todavía no se ha decidido a enfrentar su pasado.
Escritura y universalidad, ¿y la belleza? La belleza en ese baile madre e hijo, y unos salvajes riendo. O en ese abrazo hermana/hermano, todo añoranza y soledad. La belleza en la lealtad de un vecino que ama sorda y grandemente a esa mujer y sus hijos. O en ese certero y vibrante y perfecto ‘es insoportable pero me encanta’. La belleza en esa madre que mueve cáncer en cada pestañeo y, aún así, es capaz de conseguir que todos a su alrededor peleen un poco más intensamente por su propia felicidad.

Beginners (Mike Mills, 2011)



            A amar se aprende. Comprendo vuestra cara de fastidio: ‘nací aprendido’. Pero es mentira. A todos nos gusta pensar que no nos hace falta escuela, que será esa brújula esquizofrénica que se nos despierta en el pecho la que acabará llevándonos, pies en algodón, a un amor pluscuamperfecto. Todo trola, queridos. Amar es el principal, y el más difícil, ejercicio intelectual del corazón. De ahí lo de la ‘inteligencia emocional’, supongo. Como en todo deporte, se mejora con la práctica. Pero es el más difícil de todos los deportes, y por eso somos siempre principiantes (conozco un hombre que pronuncia, ¡y embellece!, esta palabra, ‘principiantes’, con un inmenso desprecio de viejo perro).
            Esta idea cimenta la película de Mills. Uno de esos guiones que tienen todas las papeletas para gustarme: sobriedad, desnudez, inteligencia. A pesar de escenas tan lamentables como la que hace coincidir al protagonista y la protagonista en una fiesta de disfraces, la película se tiene en pie sobre un guión complejo, con trazas posmodernas en la fragmentariedad y fondo clásico en el ímpetu y las enseñanzas. Está dicho que la enseñanza fundamental de la película es el aprendizaje del amor. La manera en que el amor de los demás transforma el nuestro. Un poner: el amor de papá por otro hombre, después de cuarenta años casado con mamá. Pero le veo una arista más a la película, y es que Beginners acaba siendo una reflexión sobre la agridulce aventura de crecer. Tengas veinte, cuarenta u ochenta estacas.
            No os dejéis engañar, cuando la veáis, por esa primera escena del romance. Viene después una historia de diálogo honesto, de caricia balsámica y tormentoso devenir. No perdáis detalle tampoco de la madre excéntrica, que capitaliza algunos de los momentos más brillantes y canallas de la película.

Primos (Daniel Sánchez Arévalo, 2011)



            Un solo visionado de Azuloscurocasinegro me sirvió para convencerme de que Daniel Sánchez Arévalo era uno de los más descollantes jóvenes directores del cine español. Me pareció que demostraba en aquella película, tan amarga como inteligente, una habilidad infrecuente para trenzar historias de simplicidad compleja y una pasmosa comodidad a la hora de transitar por la filosa región que existe entre lo trágico y lo cómico.
            Se me pasó Gordos, que tengo anotada como asignatura pendiente (larga vida a Garci, por cierto) con referencias elogiosas. No se me ha pasado Primos, que vi en un primer visionado algo atragantado y que disfruté en uno segundo, más reposado ya. Aunque esta última se tiene por obra liviana (un capítulo más en el error de prestigiar lo serio ‘per se’), a mí me parece que supone un horizonte superado en la madurez de Sánchez Arévalo. Lo explico, por evitar la gratuidad: Primos está atravesada de cabo a cabo por lo cómico, pero cada risa, cada sonrisa, enseña la madre (como el vino) y ésta es negrísima. Que Sánchez Arévalo profundiza más en esa región frontera, o sea. Y que le sale tan bien esta espeleología que ofrece una lección fundamental: la confianza en el hombre y su futuro. Que sea hoy, cuando muchos lloriquean cobardía frente al porvenir, le otorga puntaje doble.
            Los pilares de Primos son el amor y la amistad. Es decir, el amor por partida doble. Digo ‘amistad’, y no ‘familia’, no sólo porque sospeche que ese del título es un irónico ‘primos’, también porque los ‘primos’ que pueblan la película no extraen su ligazón de un apellido, sino de un pasado mítico y común. Primos es la historia de varias resurrecciones. La de un amor de verano que es en realidad un futuro en mímesis. La de un corazón sensible acorazado en madridismo  y puterío. La de un soldado de magullada valentía que empeñó su testosterona por un botiquín y su gestora. El núcleo de Primos es (con tres actores protagonistas en sublime momento) una parábola óptima sobre la capacidad de los hombres para terminar logrando una miaja de felicidad.