Es viernes noche en Dillon, Texas... (y II)


Me parece que la valía rotunda de FNL tiene una causa clara: es una serie de personajes. ¿De personajes una serie sobre un equipo de fútbol americano? Efectivamente. Suele pensarse que el deporte en equipo tiende a anular la individualidad para favorecer los engranajes de la colectividad. Me parece un pensamiento equivocado. La colectividad se refuerza no anulando la individualidad de sus componentes, sino tratando de armonizar las mejores virtudes de cada uno de ellos. Este planteamiento es el que aplica el coach Taylor en su dirección de los Panthers y el que los creadores imprimen a la serie para convertirla en lo que toda obra artística debe ser: un espejo de lo humano.


El primer personaje clave de la serie me parece que es el propio Dillon. Un pueblo tan ficticio como reconociblemente tejano. Mediano en su tamaño y sus aspiraciones, una mancha de ‘urbanidad’ asediada por la naturaleza en derredor. Dillon tiene todas las características para acoger una sociedad dispersa, tenuemente interactiva. Pero Dillon tiene también una obsesión que es su amalgama: el fútbol americano. Los Dillon Panthers son el elemento sobre el que gravita el 99% de la actividad social del pueblo. Eso convierte a Dillon en una bestia. Literalmente. Capaz de auparte a la invencibilidad si las cosas funcionan, pero capaz también de devorarte (en todos los sentidos posibles) si los resultados no acompañan. Es, sin embargo, una bestia entrañable a la que todos echan de menos cuando se alejan.

Eric Taylor es el personaje humano sobre el que se construye la serie. Serio, austero, diligente. Tiene ante sí una temible tarea: gestionar una ilusión, la ilusión de ese Dillon avasallante por su equipo, capaz de tocar la gloria en el brazo de Street. Pero Street se parte la espalda, la ilusión se degrada con el crujido y el equipo sale a buscar olvido. Les duele hasta en los ojos la imagen de su mariscal mesando el césped. El único que se queda es Taylor, que siempre se queda. Con su lema genial: Clear eyes, full hearts. Can’t lose! Y es Taylor, uno de esos genios de palabra corta y profunda acción, el que reconstruye el sueño. Pieza por pieza, jugador por jugador. Hasta la victoria, que no tiene tanto que ver con el deporte como con la vida. Taylor es tan perfecto que hasta tiene momentos de imperfección.

Pero Taylor no podría haberlo hecho solo. Su triunfo en la empresa de cabalgar ordenadamente sobre las tornadizas aspiraciones dillonianas le debe mucho a Matt Sarracen. Un chico callado, tímido, instrospectivo, de verbo entrecortado y carisma en fuga. Pero con valor. Un valor forjado en el abandono de la madre y la ausencia del padre. Un valor afilado en el ejercicio de ser hombre cuando se es solamente un niñato. Sarracen, sin un aspaviento de debilidad o presunción, asume su carga y avanza. Cuida de su abuela (que merece una entrada para ella sola, tan fantástica), se convierte en la órbita del equipo. No es un genio deportivo, pero tiene la fortaleza suficiente para aguantar la insidiosa comparación con el héroe caído mientras se liga a la hija del entrenador (otro personaje interesante y complejo) y construye con ella una relación romántica tan potente que apenas les hace falta almíbar.

Hay, por supuesto, otros personajes. Tami Taylor, a la que el título de ‘esposa del entrenador’ se le queda manifiestamente corto. Landry Clark, escudero de Sarracen, tan feo como inteligente, tan racional como enamoradizo. Tyra Colette, cuya mente y corazón desprecian el predestino de macho alfa y estriptís a que parece abocarla su bello cuerpecito y su desinteligente mamá. O está, no se me olvida, Tim Riggins: un personaje probablemente concebido para afianzar el target de adolescentes femeninas que acaba convirtiéndose en la más interesante lección de nobleza, valentía y ruda bonhomía que recuerdo haber visto en mucho tiempo. Si exceptuamos a Toby Ziegler, del que ya os hablaré cuando regrese a la Biblia del arte en tele: El Ala Oeste.


Es viernes noche en Dillon, Texas... (I)



… y todo el pueblo está en el estadio. Ahora que la temporada televisiva (estadounidense, of course) carga ya con algunos cadáveres a sus espaldas, creo que es un buen momento para recordar una gran serie: Friday Night Lights. Quitad, ignorantes, esa cara de extrañeza. Friday Night Lights se emitió en la cadena estadounidense NBC desde octubre de 2006 hasta julio de este año que se nos despide amarillándose. Cinco temporadas; 76 episodios. Premios a gogo. Y una interesantísima trayectoria televisiva. ¿Que todavía no os he contado de qué va? Joder, qué despiste. Ahora si eso.

Uno de los más fascinantes espectáculos del mundo es, para mí, el del error pontificando. La displicente mirada de la idiocia masticando uvas en la cátedra. Tuve oportunidad de verlo cuando se estrenó FNL. “Puagh, otra serie de adolescentes deportistas”, dijeron muchos perezosamente. Después cambiaron de opinión, claro, y solamente les faltó escribirle canciones al coach Eric Taylor. A muchos de esos muchos les valió el perdón la enmienda. Bien está, pero no el mío. Antes de su error estaba un episodio piloto de impecable factura y superficie. Cualquier equivocación ante aquello era un insulto. Como escupir ‘Sí, está bien’, ante El Padrino, o así.

Se dejaron engañar por lo evidente. Friday Night Lights parecía una serie sobre jóvenes americanos jugando al fútbol americano. Friday Night Lights parecía el paraíso de la hormona y la cheerleader. Friday Night Lights parecía un nicho más de la adolescencia llorona y perdis. Quiá, parecía, parecía. Friday Night Lights se levanta, desde el minuto 33 de su metraje, como una transgresión extrema. Esa escena, en la que el héroe yace quebrado en la yarda 38, define a FNL como una creación insolente. Como la reformulación de todo un género (el del cine de deportes, y no es exagerado lo de ‘cine’) y su reconstrucción con materiales más humanos por menos maniqueos.

La grandeza de FNL crece cuando se avanza a través de sus tramas y sigue sin aparecer la autocompasión, el buenismo o la llorera. FNL se construye magníficamente en el espacio, tan inmenso y tan mínimo, que hay entre un héroe y un minusválido. Pero se hace más magnífica todavía cuando anuncia su pretensión de no seguir la trayectoria de la silla, sino de escuchar el ruido de las ruedas en el rostro de los que la ven marchar. Voy a tener que dedicarle más entradas a esta serie y, como conozco a mi audiencia, sé que no me hace falta decir que también hay pivones y pivonas en la serie para mantener vuestra atención y dosificar vuestra paciencia.


 P.S. Una de las cosas que le debo a Friday Night Lights es mi afición por el fútbol americano, un deporte que supe concebido a mi medida cuando supe que es, en esencia, un engranaje de estrategia y táctica. Pero, de deportes, seguro que os habla mucho mejor este señor.

El luto de una manzana




Me enteré de la muerte de Steve Jobs a las tres de la madrugada. Por un twitter, escueto y lívido, de The New York Times: NYT NEWS ALERT: Steven P. Jobs, Co-Founder of Apple, Dies. Voceé la noticia instintivamente, cuando la cascada de reacciones comenzaba a vigorizarse. Esta mañana, ésta era ya imparable. Y reveladora. La muerte de Jobs ha sido tratada con los honores que los papeles solían reservar a los protagonistas excelsos de una época.  Jobs lo ha sido. Y su rostro enjuto, su mirada acerina, su levedad profética reina hoy en todas las portadas del mundo. Un mundo que debe mucho de su actual definición (y callen los pesimistas cobardicas) al señor de San Francisco.

Sólo he manejado un Mac dos días de mi vida y me costó una bronca con irlandés estúpido. He disfrutado de Dylan en un iPod prestado. He visto solamente de reojo la magnífica suavidad líquida del iPhone. He odiado profunda y sumariamente a todo aquel que ha presumido de iPad ante mi rostro. No he poseído ninguno de los aparatos ideados por Apple; pero no pienso dejar que ese tonto detalle coarte mi lamento ni mi pena. Sentí anoche que moría el artífice de una era, y compartí tan rápido su muerte porque necesitaba compañía en mi desconsuelo. Y no entiende el desconsuelo de protocolos ni de clubes exclusivos.

Las creaciones de Jobs le han hecho merecedor de todo tipo de adjetivos. Esa mirada azul, limpia y tensa: visionario. Tres días de barba gris en la mejilla, el cráneo pelado y brillante: profeta. El verbo despierto, la sonrisa amplia, una ambición trabajadora y empeñada: genio. Quiero sumar otro adjetivo a la lista. Menos espectacular, menos brillante quizás. Pero a mí me parece que ha muerto un empresario de los sueños. Un hombre transido a partes iguales de pasión y raciocinio, que emprendió y brilló en la magna tarea de forjar belleza esculpiendo en la fría eficacia exacta de la tecnología.

De cómo se explora un árbol




La hiperactividad cinéfila reflejada en El Rincón Insolente estos últimos días se debe fundamentalmente a una propuesta comercial inteligente y, por lo visto, exitosa. La Fiesta del Cine te permitía, con una acreditación bastante poco exigente, ver cualquier película que quisieras, a la hora que quisieras, por sólo 2 euros. Aproveché, como se suele decir.

El árbol de la vida (Terrence Malick, 2011)

            Hay películas (como frases, libros o canciones) que te agarran de las solapas del inexistente traje y te dejan temblando, llorando, riendo o cualquiera de esas cosas que hacemos los sensibles. Hay otras (también frases, libros, canciones) que te esbaratan (como diría Morante) con sólo mirarte. Con sólo dejarse mirar. El árbol de la vida campea en esta categoría segunda. A Malick no le hace falta más que un manojo de escenas para iluminarte el tuétano. Ni un tirón, ni un mal gesto, ni una (de momento) mala voz. Sólo cine, pulcro y precioso. ¿Qué pasa cuando ésto pasa? Pasa que, frenéticos y ojipláticos, nos ponemos a buscar metáforas. ‘Poesía’ y ‘sinfonía’ son las dos que predominan entre los papeles tributados a El árbol…. No problemo. Yo soy, lo saben quienes me conocen, un partidario hasta feroz de las metáforas. Pero no en esta ocasión.
            ¿Por qué? Porque la película de Malick es ya una metáfora. Con la potencia suficiente como para merecerse el respeto del lenguaje desadornado. Acierta Vicrobach en su Sueños. Ext. Día (donde se puede leer de cine más y mejor que aquí) al decir que el tejano pretende contarnos, nada más, la mayor historia que puede ser contada. La vida. El acierto esencial de la película, con todo, no está en ese objetivo, sino en el ímpetu con que se afronta su consecución. En la sutilísima profundidad que se precisa para convertir a una familia en compendio de lo humano. (La mandíbula cuadrada de un maduro Pitt y la algarabía petirroja de Jessica Chastain, pienso, son la concreción sólida y ágil de dos universales: civilización y naturaleza, orden y libertad, compostura y sentimiento). En la valentía preciosista que requiere toda meta elevada: penetrar lo trascendente (algunos dicen religión; no diría yo tan poco) a través de lo más netamente cotidiano. En la esperanzadora lucidez de un cineasta que testimonia con su trabajo último la pervivencia de esa ambición que termina por ensanchar los límites del cine.
            El árbol de la vida exige un sitio destacado en la historia del cine y lo hace con merecimiento; con ella, se desbroza en parte esa senda últimamente infrecuentada que conduce a la neta reflexión valiosa. Su trasfondo filosófico, pues, la define como punto de inflexión, pero le adornan más medallas. Por ejemplo, la tensa sutileza de una historia que sería grande aún sin poso metafísico: recuerdo y remordimiento. O la perfección inmaculada con la que está retratada la camaradería adusta que enlaza a los niños de por vida. O la limpieza con la que cada mirada y cada frase tiene exactamente el peso y la largura que ha de tener para significar exactamente lo que tiene que significar. El aquilatamiento de su simbolismo. Leí que Penn, al ver el montaje, se rasgó las vestiduras. “Me ha cortado. No la entiendo”. ¿Hay que entenderla? Tanto como entendamos la vida.