Quiá: El mundo se creó en tres días


El mundo lo creó Arcadi Espada. En tres días y en dos habitaciones. Pim, pam, vualá: el mundo. Desde hace un tiempo, Espada dirige Ibercrea, la entente de varias entidades de gestión de derechos de propiedad intelectual. Tras la caída de Factual, que viví con la peor de las amarguras, y tras ser despedido de la Pompeu Fabra después de casi dos décadas de magisterio, ésta de Ibercrea puede ser empresa que afonde su faz institucional. No sé si le irá bien a su prosa, y, sobre todo, a su poesía, pero no importa eso ahora. Arcadi no es el tema. O sí. Porque netamente arcadiana era la médula de “La creación del mundo”, un ciclo de conferencias que, teniendo en cuenta los estragos preelectorales, probablemente fue durante tres días foco activo y solitario de inteligencia en España.

Lo sé porque estuve allí, con mi sueño, mi sed y mi tablet. Porque estuve allí sé, blasfemo de mí, que el mundo puede crearse en tres días y que Dios, por eso, no es sino un procrastinador impenitente y laxo, incapaz incluso de lograr que todos nos le creamos. “La creación del mundo” mostraba una clarísima estructura tripartita. En lo temprano del día, la teoría afilada y angloparlante que ha de vertebrar la acción toda. Apurado el café, algo más prosaico y batallante: la discusión de una Ley de Propiedad Intelectual para los españoles. Escarpada sima, como barruntaréis. Y por la tarde, la pedagogía por el ejemplo. ¿Que cómo se crea? Así. Y en el estrado un Savater, un Adriá o un Boadella, entre otros varios. Todos ejemplo de la más geniuda y vigorizante creatividad.


Inicio de la conferencia de Patricia Churchland

Inauguró la obra Patricia Churchland, neurofilósofa que trabaja en la universidad de San Diego. Sostiene, con entereza y aguerrida lucidez, que la filosofía no puede caminar a ninguna parte si ignora su tren inferior: la neurociencia. Realizó una travesía por las funciones creativas del cerebro que tuvo la hondura precisa en un discurso que aspira a crear el mundo transformándolo, arrojando luz sobre la inevitable cópula entre la neurona y la ética. Por esa línea transitó al día siguiente la conferencia de Julian Baggini, empeñado en, como diría Savater más tarde, meter la filosofía, con su aparejo de dudas, en la cabeza de la gente sedienta de seguridades. Baggini habló de la construcción de valores como la principal creatividad humana, citó a la Thatcher, indicó la veta totalitaria de algunos vocingleros de la libertad y dejó tras de sí un aura de esperanza responsable. Stephen Vizinczey, después de él, también defendió la esperanza. Aunque su charla combinó recuerdos amargos con llamamientos legislativos, su mano aferrada en firme a la literatura exigente es una postura esperanzada: pueden los hombres aprender a leer. El viernes se habló de periodismo, tecnología y sociedad. Pero yo me ausenté, y lo siento.

Las mesas redondas para debatir la ley intelectual que los españoles merecen no se fundaron sobre la nada. Eran fruto del trabajo adelantado en reuniones anteriores. Quizás por eso tenían los argumentos esa nítida definición tan difícil de alcanzar cuando es la primera vez que se los pare. Por eso, o por la necesidad. Representantes políticos y representantes de los creadores intercambiaron cansancios y esperanzas. Que no haya una Ley todavía para suplir la obsolescencia evidente de la presente; que España siga siendo ese paisaje júnglico en el que cada quien se busca las bananas como quiere. La insistencia en que es posible que la sociedad disfrute la cultura sin desterrar a la miseria a los que la crean; no sólo posible, sino necesario, para que sigan creándola. Alguna condena hubo a ese cáncer sistémico que es creer que ‘todo es gratis’, en lo virtual y en lo otro. Lo que es peor todavía: creer que nada vale aquello por lo que nada pago. Estas modernas estupideces.


Ginés Morata, explicando cómo se hace el ala de una mosca

Por la tarde tocaba arremangarse. Lo hizo el biólogo Ginés Morata para explicar la biología molecular en ritmo alegre y talante rigurosamente divertido. Lo hizo Sami Abid, inventor tunecino de ingenio encendido y templadísima visión empresarial. Lo hizo, magistralmente, Sabino Méndez, perdido y fascinado entre los pliegues del sonido para forjar canciones hímnicas y memorables. David Trueba quiso explicar cómo se hace cine con palabras, y mostró virtudes varias mientras lo hacía: no la menos importante fue citar, ilustrativamente, a Azcona y Berlanga. Albert Boadella tenía por tarea explicar la creación del teatro y el catalán exiliado por inteligente puso sobre la tarima su heterodoxia, su rebeldía y también su artesanía dramatúrgica. Fernando Savater comparó la filosofía con la Dama de la Guadaña, celebró su tendencia a crear dudas y puso su tiempo, sea eso lo que quiera que sea, en manos del respetable, en casi una hora de conversación. Ferrán Adriá, juguetón con una naranja, me recordó aquella definición genial que diera Umbral de Einstein: ‘Un genio en calzoncillos’. La humildad del cocinero, su emoción inexplicable, la profundísima revolución que esconde su verbo atropellado y su afán batallador para lograr que a España se le reconozca, de una vez y para siempre, la autoría de un salto cualitativo.


Ferrán Adriá.

Al ir a entrar en una de estas ‘Cómo se hace’ escuché una idea: “Pareciera, por lo que han dicho estos hombres estos días, que todo es caos”. No estaba de acuerdo, y me callé. Pero lo digo aquí: todo lo contrario. Lo que se saca en claro de “La creación del mundo” es que puede que haya marasmo en el comienzo, pero la aventura de la humanidad es su esforzado impulso por superarlo poco a poco. Os cuento todo esto para que estéis atentos de esta página: dentro de unos días, podréis asistir a “La creación del mundo”. No creo que el diferido le reste brillo al asunto.

7.000 mil millones de problemas, dicen


El lunes pasado, abrió los ojos por primera vez al mundo la niña Danica May Camacho. Nació en un hospital público de Manila y fue definida por la ONU, tan azarosamente como cae una hoja sobre el asfalto, como “la niña 7.000 millones”. La discrecionalidad con que el mamut internacional llevó a cabo su decisión desencadenó una competición, seguramente edificante en otro orden moral: países sacudiendo del tobillo a sus neonatos, como piezas de caza. Rusia gritaba ‘¡Nuestro Vladimir es el 7.000 millones!’, mientras en La India elegían cinco niñas y en República Dominicana seleccionaban a Charleny Mota, nacida de una adolescente de 16 años que recibirá piso y empleo. Las televisiones, por supuesto, se sumaron a la fiesta y la noticia del nacimiento del ser humano 7.000 millones les llegó a muchos televidentes en forma de gymkana natalicia.

Asistí estupefacto al espectáculo. Abrevé en los periódicos, y en ellos encontré algunas razones para quebrar ese estupor; pero hallé otras que me movieron al disentimiento. Todos los artículos rendidos al asunto desprendían un cierto aroma ramplón y tembloroso. ‘¡7.000 mil millones, oh my god!’, parecían musitar bajo la sábana. Qué digo musitar: todos gritaban ‘Somos demasiados’. La cifra es imponente, desde luego. Y lo es más cuanto más se avanza en las proyecciones, a pesar del preservativo racional que éstas merecen. Pero no me parece que deban mover al miedo, sino al orgullo. Somos una especie (yo me siento humano en los ratos en que no me siento marciano) capaz de triunfar no sólo sobre las demás, sino sobre sí misma. Capaz de triunfar sobre la muerte. Danica, Charleny o Vladimir son la tierna constatación de ese triunfo fundamental: las huestes de la vida crecen más que las de la muerte. Y yo me alegro.

Geométrico: 1, 2, 4, 8, 16...
Aritmético: 1, 2, 3, 4, 5...

Pero no es el desprecio a esta epopeya humana por la supervivencia lo que imprime la paura a los discursos. Es, precisamente, el cariz victorioso que esta epopeya no deja de cobrar. Lo que mueve al pánico es el futuro, la desconfianza antiempírica en la capacidad de los humanos para seguir haciendo lo que han hecho hasta ahora: asegurar su supervivencia y hasta hacer gastronomía. Todos estos discursos del ‘terror demográfico’ tienen un gurú antañón y pesimista: Robert Malthus, con su teoría sobre el callejón sin salida del crecimiento poblacional geométrico y el crecimiento productivo aritmético. Muchos han venido después del inglés decimonónico, y todos han pretendido ignorar la refutación práctica de su doctrina que los humanos hemos llevado a cabo discontinua pero implacablemente. La nuez de esa doctrina fallida se halla hoy dispersa en discursos ecologistas de pelaje vario pero que comparten dos elementos: el anticapitalismo y la economía del decrecimiento.

La preocupación fundamental de estas corrientes es fácilmente localizable: desconfían de la capacidad del planeta para alimentar tantos habitantes. Y apuestan por la reducción de las sociedades (en todo término, también demográfico) y por el derribo del capitalismo. El miedo que balbucea en los artículos de que os hablo es deudor, consciente o inconsciente, en todo caso, adolescente, de este postulado doble. Y es deudor también de su cortocircuito ideológico-práctico. El que resulta de proponer como solución a un problema mal diagnosticado la destrucción del sistema que más éxito ha tenido en la búsqueda de recetas para hacerle frente a ese problema. Del cortocircuito ético sobre el que descansa la economía del decrecimiento mejor hablamos otro día, que ahora tengo que ir a cazar mi cena.