Hablaré de textos. Libros. Artículos. Películas. ¿Música? De lo que me dé la gana y como me dé la gana. Insolentemente dicho.
¿La JMJ?: Un cuento
Mi Berlín
Berlín es un exceso y es una avalancha. Berlín es la borrachera de los cultos. Es una luna tempranera y un educadito sol, que no molesta. Berlín es una urbanidad adelgazada de humo. Es un callejón y es un bulevar, atravesados ambos de la misma intensa vida. Berlín es ciencia y fantasía, o es fantástica ciencia y científica fantasía. Berlín es, desde que llegas, un discurso sobre la capacidad de los hombres para tomar el mundo entre sus manos. Y fruncir el ceño o sonreír. Berlín es mil museos y lo que en la calle hay. Berlín es una maravillosa y extraña ausencia de ruindad. O una extraña y maravillosa por infrecuente grandeza. Berlín es XVIII y es XXI. Es Pérgamo y Alexander. Berlín, aquí está, es una insolencia de matices. Berlín es uno y ciento.
Mi Berlín comienza en 2008. Un febrero. Frío centroeuropeo. Hubo en aquella primera visita más proyecto que eficacia, pues la enormidad de la ciudad
nos revolvía constantemente los horarios y los planos. Nuestra curiosidad conquistadora tuvo, con todo, algunos éxitos. La andadura por la Museuminsel, por ejemplo. Es un paseo doble y simultáneo: recorres la Antigüedad y recorres el afán germano por rescatarla. Nunca Egipto, lo reconozco, fue protagonista de mis desvelos, pero Nefertiti bella y tuerta me miró y por ese instante, sólo por ese instante, quise explorar la entraña piramidal del Nilo. Ante el Altar de Pérgamo sufrí lo que esperaba: uno de mis abcesos mitológicos. Recuerdo mucho nuestra tensa búsqueda del Muro superviviente y una ligera decepción al encontrarlo, al filo ya de la oscuridad: tenía poco color aquella Gallery del Lado Este. Hubo otras muchas cosas, muchas otras visiones. Hubo la visita a un campo de concentración en la que no quise participar. Hubo cerveza y hubo currywurst. Hubo una multa injusta y hubo un paraguas perdido. Hubo H. Hubo sobre todo esa sensación, tan balsámica, de crecer en belleza junto a gente querida.
Mi Berlín prosigue en julio pasado. Verano inofensivo y hasta camuflado de otoño. Mi hábitat perfecto, aunque moleste el agüilla a los turistas. Fue, ha sido, el cenit de mi enamoriscamiento con una ciudad que recorrí más exhaustivamente que aquel invierno. La soledad ayuda a la profundidad. Y la llovizna me pone tonto. Creí recorrer junto a las losas que esqueletizan el Mauer el camino de mi tumbo hacia la Contemporánea. Visité lugares visitados y disfruté con el contraste de impresiones que imponen los años, aunque sean pocos. Me perdí buscando una cárcel de la Stasi, pero encontré en cada calle una píldora de belleza y significado. Como el Memorial del Holocausto, el monumento que conozco donde la vida ha obrado con más intensidad su milagro: pueblan los niños con su risa el intersticio entre hormigones. O las paredes del Reichstag, que conservan la huella soviética victoriosa. O ese Nikolaiviertel, Medievo reconstruido, que bien mirado no es sino una ramificación de la letal testarudez ideológica sigloventista. Pude leerme la ciudad como leerlas me gusta: en paseos sin más objetivo que la multiplicación. Disfruté una hogareña cotidianidad y paseos vistas al lago en el Tiergarten. Fui feliz con H. Fui feliz en la más grande prueba de que los hombres, aunque sea despacito, aprendemos: Berlín.




