La X de la ecuación


Fuente: Partido X-Partido del Futuro.

8 de enero de 2013. La mayor parte de los medios de comunicación españoles, acostumbrados con sonrojante facilidad a aquello a lo que debieron oponerse desde el principio y por principio, las ruedas de prensa sin preguntas, dan un paso más en su descenso hacia la insignificancia y obedecen la convocatoria virtual de un nuevo partido político. Es decir, dan cobertura a un vídeo de YouTube. En él, se presenta el Partido X-Partido del Futuro. Es un vídeo de presentación gracioso, en el más pleno sentido de la palabra. Gracioso no sólo, o no tanto, por las notas de humor que los guionistas han introducido premeditadamente, sino también, o sobre todo, por las que han introducido sin saberlo cuando creían estar poniéndose serios. Dicen no ser el partido del 15-M, pero la defensa mesiánica que de él hacen los vincula inevitablemente en un mejunje ademocrático.
 
Ésta última frase basta, imagino, para poner mi nombre en la lista de apoyos del “Antiguo Régimen”. Debéis comprender que aterrado por esa posibilidad, ponga mis ahorros y mi futuro lo más pronto posible lo más lejos posible: el Partido X-Partido del Futuro ya ha ganado. Desde luego, estoy dramatizando: no tengo ahorros que poner a salvo. No, ahora en serio: el Partido X cree haber ganado de verdad, y aquí es cuando lo gracioso comienza a parecerme peligroso. Si después de preguntarse qué han ganado, ellos a ellos mismos se contestan “todo”, entonces ya sí que no cabe la broma. El único punto de su programa, democracia, se desactiva ante una pretensión tal de totalidad. Lo que hay que reconocerle al nuevo partido es la rapidez con que ha asimilado los modos del medio en que aspira a moverse: hablar enfática y campanudamente de verdades reveladas.
 
O lo que es lo mismo: dar por hecho que lo que se piensa es lo único que puede pensarse, que es indiscutible. No me gustaría darle demasiada importancia a lo que puede ser sólo un recurso narrativo pero, ¿qué más “revelado” que lo que viene del futuro? Lo indiscutible es el plomo en el ala de la inteligencia y también, bienhadada coincidencia, en el de la democracia. El Partido X-Partido del Futuro aspira a “resetear el espacio político”, pero las metáforas informáticas (todavía) no han superado el horizonte al que pertenecen, y que no es el de los humanos. Como sabe cualquier mal escritor, aunque no lo reconozca, pacer en metáforas que no funcionan es la mejor manera de no crecer. Quizás por eso, los cuatro mecanismos que el Partido X deriva de su imagen reseteante y con los que aspira a lograr su proyecto son, como mínimo problemáticos.
 
Referéndum como vía legislativa, precisamente ahora que ha tenido que rechazarse la construcción de la Estrella de la Muerte, que pedían 35.000 almas. WikiGobierno, o cómo confundir cantidad con calidad. Derecho a voto real y permanente, que se quiere implementar ¡sin ninguna modificación legislativa! Transparencia, y para empezar a trabajarla todos somos nadie y nadie tiene nombre. En esta teoría mecanicista de la democracia faltan demasiadas cosas como para enumerarlas una a una, pero sí merece la pena señalar una ausencia, por su valor simbólico: ¿qué hay de la divergencia? ¿Qué de la flexibilidad para ser unas veces mayoría y otras minoría? ¿Qué de la competencia entre propuestas? ¿Qué de la negociación? He de confesar que nunca fui bueno en matemáticas, pero sospecho que hay ecuaciones que es mejor no resolver.

Las esquinas de la revolución

La Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense tiene ese aire venerable que, posado sobre los edificios, hace pensar que entre sus paredes jamás se dirá una mentira. Hace unos años, cuando la crisis todavía no le había robado el espacio a lo simbólico, le restauraron la vidriera alegórica y eso reforzó todavía más su aura docta. No era raro ver en su hall, yo mismo he curioseado en ellos muchas veces, discursos metafísicos, clases peripatéticas y conferencias informales. En los últimos años, las consignas le han robado el espacio al pensamiento (¡adiós, lectores fanatizados!) y en sus baldosas reposan culos cuyas cabezas proclaman en muy alto muy discutibles cosas. Y a pesar de todo... este texto en una columna:

"A LOS MORALISTAS DE LAS ASAMBLEAS

Cuando pienso en esa ansia de actuar que excita y aguijonea incesantemente a millones de jóvenes europeos, incapaces de soportar el aburrimiento o de soportarse a sí mismos, entonces comprendo que ha de existir en ellos un ansia de sufrir para extraer de su sufrimiento una supuesta razón para emprender una obra o acción. ¡Es preciso que exista la miseria! De ahí el griterío de los políticos, de ahí muchas "situaciones de miseria" de toda especie, falsas, inventadas y exageradas junto con la ciega disposición a creer en ellas. El mundo joven desea que desde afuera no venga ni se haga ostensible algo así como la felicidad, tan sólo la infelicidad. Su imaginación está ya ocupada de antemano en formar previamente un monstruo. Si estos codiciosos de miseria sintiesen en sí mismos la fuerza para hacerse bien a ellos mismos desde su interior, y de procurarse algo, también serían capaces de proporcionarse desde dentro una miseria particular, y propia. Sus invenciones podrían ser más sutiles, sus satisfacciones podrían sonar para ellos como buena música, ¡mientras ahora llenan el mundo hasta rebosar con sus gritos de socorro y, en esa medida, demasiado a menudo con el sentimiento de la miseria!

No saben cómo emprender algo consigo mismos, y así pintan la desgracia de los otros en las paredes. Tienen siempre necesidad de otra cosa; luego, de otra y de otra.

-Perdón, amigos, me he atrevido a pintar mi felicidad en las paredes.

Friedrich Nietzsche.
El ansia de sufrir de  La gaya scienza".

La revolución, por fortuna, es hija de mil padres.



"La nave de los locos", o el valor de la amistad vieja


Fotografía: efeeme.com

De todos los registros que puede adoptar la amistad en su crecimiento, el de la amistad creativa es uno de los más felices. También uno de los más inestables, porque el divorcio está a la vuelta de la esquina de cada divergencia, de cada desacuerdo, de cada fracaso. Pero con esa capacidad que tienen las cosas buenas para no morir nunca del todo, la amistad, aunque sus ritmos sean lentos, suele terminar regenerándose. Lo que regresa no es igual a lo que cesó, desde luego: trae menos histeria y menos suspicacia. Es una amistad vieja que conoce sus estancias y sabe evitar por ello aquellas que no tienen salida. Un ejemplo de amistad vieja regresada es la de Loquillo y Sabino Méndez, que han certificado en ‘La nave de los locos’ no sólo mi teoría sobre las hermandades creativas, sino una reconciliación, en lo personal, de hace más de diez años.

Siempre habrá un materialista desengañado de todo menos de su idiotez que diga “ni amistad, ni creación: dinero”. Y que diga “dinero” con esa mueca, ya sabéis cuál, de asquete incoherente. Allá él, si sigue creyendo en esa pureza inexistente que el dinero habría venido a ensuciar; allá él si piensa todavía en el marco de ese régimen estrecho de puritaneces e incompatibilidades que es el anticapitalismo. ‘La nave de los locos’ es un disco rotundo y contundente, aunque sin salvajismos. Las composiciones de Sabino, polvorientas de cajón, grabadas en otras voces o escritas ex professo, tienen el espíritu justo de los tiempos: crítica sin posturitas; rebeldía eficaz. Le vienen bien, por el individualismo, la ironía, la protesta y el amor desmandado que laten en ellas, a la voz y al talante de Loquillo, que recupera así la capitanía rockera que nadie más merece.

El disco puede ser pensado como una reflexión sobre el rock&roll en tiempos convulsos. Se analiza en muchas de las canciones que lo componen (la más extraña a esto es Mi Bella Ayudante en Mallas, una rareza de título maravilloso) una posible naturaleza ambivalente del rock: refugio o expresión del descontento. Lo segundo está perfectamente resumido en lo primero que se enseñó del disco: Contento, cuya síntesis es que la cosa está jodida, pero sólo encontraremos salidas…si las buscamos. Los versos “Júrame que nunca dirás/yo desisto,/yo me siento a esperar” son la máxima optimista y resistente que debería presidir todo acorde. También en La Nave de los Locos (Sin novedad en el Paraíso) hay algo de esto, aunque ésta es, desde luego, más un ejercicio costumbrista que una canción protesta.

Esta veta del costumbrismo aleado con cierta rebeldía es la que cultivan otras canciones del disco, como Muñecas Rusas, que se abre con ocho versos magníficos sobre la desobediencia. A esos dos elementos, costumbrismo y rebeldía, se suma la ironía canalla en Canción de Despedida o El Mundo Necesita Hombres Objeto, una gratísima combinación de electricidad directa y coros mullidos que tiene todas las papeletas, como aquella Political Incorrectness, para convertirse en la diana de los intransigentes deshumorados de todos los partidos y todas las banderías. ¿Dónde está, diréis, eso del rock como refugio que he dicho antes? Está, por ejemplo en Planeta Rock, que se abre con estos versos: “Cerraré el portal/nunca volveré a salir/mi canción no va a engañar/no tiene final feliz” y crece hasta convertirse en himno sobre fracaso, esperanza y temblor.

Las cimas del disco, en cualquier caso, son tres canciones de apariencia dispar pero fondo semejante. Mi preferida es Paseo Solo, porque su letra preciosa, un intento de hacer compatible el más radical individualismo con el más radical de los amores, cobra una dimensión nueva en la peculiar garganta de Loquillo. De sonido más contundente es De Vez En Cuando y Para Siempre, en la que las guitarras suenan como épicos cuernos de batalla mientras Loquillo habla del desamor hablando de lo difícil que es, por lo fugaz y lo inesperado, captar lo maravilloso. Estas dos, y la bellísima y dolorida Luna Sobre Montjuïc, tienen en común su lirismo. Ésa poética felizmente recuperada de Loquillo y Sabino, descreída pero idealista, cínica y a un tiempo tierna, que ha convertido el verano joven del amor en el verdadero país de los que no se preocupan de tonterías.

I'm on my own




Ésta era la frase que decía Félix Baumgartner cada vez que, en los meses de entrenamiento para romper la barrera del sonido en caída libre y sin ayuda mecánica, se enfrentaba al momento crítico de la misión. I'm on my own significa algo así como "ahora dependo sólo de mí". El día que se produjo el salto definitivo, postergado un par de veces y pasto por eso del humor de la horda, Baumgartner no lo dijo. O yo no se lo oí decir. Era precisamente el momento en que más cabía hacerlo: había subido 39.000 metros, hasta situarse con su cápsula por encima de la estratosfera. Había abierto la puerta por la que habría de saltar y había visto la Tierra en perspectiva. Le esperaba una caída de más de cinco minutos, en la que su cuerpo alcanzaría casi 1.200 kilómetros a la hora. Os podéis imaginar: la adrenalina es desde entonces para Félix sólo un entremés.

Si su acción es épicamente relevante no lo es por la retórica ‘superhumana’ con que algunos la han rodeado, sino precisamente por lo contrario: su humanidad. Es profundamente humana esa ambición por quebrar los techos, por ampliar los horizontes, por horadar todo aquello que le ponga traba a la superación y a la curiosidad. Se me dirá que el entrenamiento sistemático, concienzudo, casi mortificante, hace de hombres como Félix, de nuevo, ‘superhombres’. Yo diré ‘mentira’, que es por cierto una palabra preciosa. Mentira porque el entrenamiento o, por mejor decir, las fuentes a las que apela el entrenamiento, son también humanísimas: esfuerzo, compromiso, pasión, perseverancia. Mentira porque el fruto del entrenamiento, porque el éxito o el fracaso, no roban la ‘humanidad’ a quien lo practica y lo pone en práctica.

Rechazo la idea del superhombre porque es una simplificación torpona. Esta tendencia, no sé si exclusivamente española pero desde luego españolísima, de explicar el orbe todo a través de metáforas deportivas dice más de nuestras carencias que de nuestras habilidades imaginativas. Para lo único que sirve, y ésa es seguramente la razón de su éxito, es para que nuestra conciencia maniquea se sienta cómoda, repantingada en el inmenso estadio que columbra que es el mundo. Entre las reacciones al salto de Félix también pudo contarse otra simplificación, de apariencia distinta pero de naturaleza idéntica: la de los que despreciaban el salto por ser el capricho espectacular de un aventurero. No sólo daba igual que la caída de Baumgartner aportase datos para futuras investigaciones, sino que escocía el patrocinio privado y la retransmisión mundial.

Desde luego, el salto del austríaco debió parecerles una afrenta imperdonable a aquellos que defienden con fervor incansable esa ‘ortodoxia’ caduca de la ciencia, que consiste en oscuridad, aislamiento y criptogramas. Pero su imagen astronáutica era una lección, ahora que se multiplican las interpretaciones del hombre como títere, sobre la posibilidad de quebrar, solos aunque nunca del todo, lo que ayer parecían muros insoslayables. I’m on my own no es sólo una frase, sino un proyecto realizable.

(Des)memoria de Adolfo Suárez



Adolfo Suárez es una metáfora triste. Su memoria desvanecida ha privado a la más reciente epopeya política española de un protagonista y un relator. Es el héroe mudo de una travesía magnífica por la dimensión de los peligros que hubo de sortear y por la trascendencia de sus logros. Cumplió hace unos días ochenta años y hace ya bastante que no sabe quién es ni sabe lo que hizo. Ese olvido suyo de sí mismo ha dejado su empresa un poco a la intemperie de los ácidos ideológicos que la oxidan, la demedian, la maltratan. La Transición es hoy escupidera, y no está su voz de autoridad para abortar el escupitajo al mismo filo de los labios. No tiene más razón el gargajo, conste, por volar impunemente. Se le han muerto alrededor los coetáneos y se ha deshecho en elogios la marabunta respectiva. ¡Oh, Fraga; Carrillo, oh! Ninguno ha reparado en que fueron secundarios de este hombre olvidado de sí mismo. Incluso cuando no estaba enfermo.

Conozco los riesgos de idealizar un acontecimiento o periodo histórico. Hablé de algunos de esos riesgos, que no son sólo intelectuales, en la entrada sobre la Revolución Francesa que inauguró este blog. Si la historia me apasiona es precisamente por lo que hace que otros la teman: su complejidad intrínseca. Tiene como materia prima el más inestable de los materiales: el hombre y sus actos. No tiene jamás, por ello, un único vértice, una sola faz. Cada momento histórico es un embrollo de hechos, voluntades, intenciones y aspiraciones. Por eso sé que la Transición no fue la luminaria democrática y definitiva de Occidente, pero tampoco el engendro de déficits (político, social, democrático, representativo) que algunos ven en ella. La eterna habilidad española para la desmesura hace presa sañudamente en ella, y unos emboscan en la defensa de aquel tiempo su miope conservadurismo mientras otros la arrastran por el barro sólo porque bien le viene a su ideología obsoleta, por más que la adornen de etiquetas cool pero vacías.

Era esperar demasiado de España, de este páramo de necrosis ideológica, de extremos muertos pero rugientes, que comprendiese durante mucho tiempo, que respetase, la labor del único estadista democrático que ha tenido en los últimos cincuenta años. Suárez sí confiaba en España, y se empeñó en crear en ella un sistema democrático de libertades que le venía grande, que le sigue viniendo grande, a la madurez inexistente de su sociedad. Le llamaron traidor y le han seguido llamando falangista. Ésa es más o menos la horquilla terrible de lo político en esta tierra: obediente al destino que te impone la etiqueta, o insultado. Y ésa es la horquilla que ignoró Suárez cuando le tocó hacerlo para hacerlo mejor. Por eso me parece que Suárez es hoy el ojo del huracán del ser político español, su imagen más cruelmente verdadera: un señor con la mente emblanquecida, ignorante ya de sus comienzos y de sus principios.

Los historiadores, que no se han esforzado demasiado en rescatar la Transición de la mera crónica periodística, que han dejado con su abulia que se le dé a ésta el valor de un titular o una crónica interesante por un rato, son en buena parte responsables de que no se contemple aquel período como fundamental más que superficialmente y como cliché. Son los responsables de hacer que lo valioso brille, no de cruzarse de brazos ante la idiocia, mientras a un Padre Fundador se le racanean aeropuertos.

Holmes, el crepúsculo (de Garci)



La última película de José Luis Garci, Holmes y Watson. Madrid Days tiene color de despedida. Que tiene abundancia de ambigú, una buena serie de sombras tupidas y esa sabiduría incandescente y algo dolorida que suele caracterizar el adiós de los inteligentes. No digo que sea un adiós definitivo o tajante, porque eso nunca se sabe. Ni las cataratas de Reichenbach (hogar en este tiempo nuestro de una forma ricachona de frikismo) fueron lo bastante riscosas. Pero sí me parece que Garci tiene a partir de ahora un adiós en cada claqueta. O, al menos, una incertidumbre del futuro, que diría su Holmes. Es posible que lo haya tenido siempre y que por eso su cine esté instalado en la justa distancia emocional que lo hace imprescindible para algunos e inentendible para muchos. En todo caso, las despedidas tienen rasgos malos y buenos rasgos. En la parcela primera, que la sensación de tiempo en fuga distrae algunos acabados; en la segunda, que la sensación de tiempo en fuga aviva la audacia, y se pare un Sherlock propio que pone a sonar a Albéniz en Baker Street.

Si el Holmes de Garci es propio y no común se debe en gran medida a esa noción de despedida: le sale un detective austero de gestos y moral, elegantemente desapasionado, consciente ya quizás de que la grandeza se erige con ladrillos pequeños. Le sale un Holmes en retirada, que mira mucho el reloj mientras suspira, que ejerce el cinismo educado de los que han ido, han vuelto y saben, aunque volverían a emprenderlo, que el viaje no era para tanto. Piquer lo entendió y bien está. La fisonomía ética de este Holmes crepuscular es uno de los dos puntos sobresalientes de una historia de misterio convencional (dicho sea en tono neutro), que se enfanga un tanto persiguiendo a Jack el Destripador por las orillas escasas del Manzanares y se aclara otro tanto en una trama mitad lúcida mitad conspiranoica sobre poderes y aristocracias conchabadas en su corrupción y en su codicia.

El otro punto sobresaliente de la película son sus diálogos. No importa que hable una cabaretera locatis (genialmente interpretada por Macarena Gómez) o Galdós (Carlos Hipólito es casi infalible), da igual que Watson y su esposa Mary (José Luis García Pérez y Leticia Dolera) se calienten en la cama o que el periodista Alcántara (muy bien Víctor Clavijo) explique su pasado. En casi todos los diálogos hay pulso, medida, interés y una vocación de análisis que tiene en algunos casos brillos postizos, pero que les da en general profundidad y, de nuevo, esa pátina melancólica que extiende sobre las cosas la inminencia de una despedida. Es una lástima que el personaje de Holmes, la enjundia de los diálogos y la factura, como siempre maestra, no sean bastante para elevar la película más allá de la corrección, ese terreno que, cuando se habla de genios (Garci lo es para mí) siempre supone un fracaso, aunque sea relativo.

Holmes y Watson. Madrid Days tiene un metraje largo, y resulta excesivo porque no está aquilatado, es decir, que le sobran escenas, fragmentos, esquinas que tienen quizás una vocación estética, que portan una belleza intrínseca, pero que no aportan nada a la película y difuminan la habilidad de Garci para, como haseñalado Bachiller inteligentemente, narrar la cualidad polifacética de la mayor parte de los temas de nuestro mundo. Me preocuparía esta eventual torpeza, si no tuviese la sospecha de que Garci la sospecha. Por eso, quizás, pone en boca de su Holmes una reflexión sobre la idea y su praxis, sobre el edificio y su boceto, que contiene muchas más honestidad, en lo que a creación se refiere, que los fútiles ejercicios de autorepetición en los que otros llevan años empeñándose. 

Un Príncipe contemporáneo


He pasado unos días en Berlín, sin ese engendro capitalista que es el wifi. Un moderno diría que ha sido ‘una desconexión total’, pero yo no soy eso y que ni se os ocurra llamármelo. Ha sido una escapada dulcísima de los temas que suelen ocupar el espacio público de este país miserable en casi todas sus facetas y orgullosamente idiota. Supongo que en Alemania también tienen sus devaneos con la estupidez opinativa, pero como no entiendo el idioma, me libro de sufrirlos y a lo mío. También ha sido una escapada fracasada, porque estaba obligado a volver. De regreso, he hallado este menú en los papeles: fútbol, los ecos de las andanzas forajidas de un diputado nacional, la historia de una señora heroificada por estropear un cuadro cargada de torpeza y buenas intenciones y, ah, la escandalera formada en torno a una fiesta del Príncipe Enrique de Inglaterra.

Si mi pasmo no derivó en colapso fue sólo porque me lo esperaba. Me tentó bastante, durante unas horas, escribir sobre esa señora Cecilia que, a juicio de muchos, ‘ha mejorado’ un Ecce Homo. Con tales ideas sobre la mejora, no se entiende sorpresa alguna ante la ruina del país. Después, me acordé de un profesor comunista de Filosofía que tuve en el Bachillerato y al que debo fundamentalmente dos cosas: el desprecio que siento por el comunismo y una frase: ‘Desconfiad de los hombres de buena voluntad’. Juzgué que esa máxima era suficiente y me fijé en los campanolos de Henry The Prince. No me parecieron para tanto, desde luego. Pero, como siempre, me quedé sólo en mis apreciaciones. Se me dirá que la polémica no tiene origen en España, sino en The Sun. Lo mismo da, replico, porque The Sun es algo así como lo más español que tienen en Albión.

El Príncipe Enrique viaja a Las Vegas y prepara o le preparan una fiesta en la que acaba danzando con varias señoritas, desnuditos todos. A mi inteligencia sólo se le ocurren dos cosas que reprocharle al Príncipe: que no aproveche su viaje a Las Vegas para visitar museos y que se deje fotografiar las brevedades. Pero el Pueblo quiere más y gestiona su puritanismo como quiere: “¡Un Príncipe desnudo, por Dios!”, clama por los callejones de su erial temático. El Pueblo español lo grita con énfasis especial, apoyado en la ventaja de que su Príncipe no tiene edad ya para meneos de ese tipo y de que, cuando la tuvo, fue demasiado soso para dárselos. Al parecer, tener en la línea de sucesión a un individuo fiestero y múltiplemente heterosexual es lo peor que puede pasarle a Inglaterra o a cualquier Corona. Por poco me trago la bola.

Porque es una trola; ¿lo veis, no? La masa gusta de la gesticulación vociferante y se eriza más cuanto más miente. Tras la indignación por la ‘party’ de Henry no hay sino pura y limpia envidia. Es decir, lo que suele haber siempre detrás de los teatrillos de la indignación. La masa critica la fiesta de Enrique, pero sólo porque es la fiesta de Enrique y no la suya. “¡Cómo viven los Príncipes, tú!” y así. Que el futuro monárquico europeo conecte tan soberana y suavemente con las pulsiones de su plebe sólo puede ser un síntoma más de la, ejem, crisis.

De 'Vida y destino'

Un soldado del Ejército Rojo se reúne con su familia (Arkady Shaikhet, 1943).


Hay novelas que contienen un mundo. Mucho más allá de ese realismo minucioso que toma un tiempo, lo diseca y lo ofrece con gesto bobalicón, orgulloso de su tanatotrabajo. Mucho más allá también del poetismo cursi, en constante pose, que afiligrana una época creyendo penetrar su tuétano y lo que hace en realidad es bordear su cáscara manida. Hay novelas que contienen un mundo, y Vida y destino es una de ellas. Un comisario ideológico del Partido Comunista de la Unión Soviética dijo, mientras sus esbirros despedazaban la intimidad de su autor, que ‘ese libro no se publicará en doscientos o trescientos años’. La típica arrogancia totalitaria sobre los hombres y los tiempos. El libro vio la luz antes de que pasasen tres siglos: en 1980, gracias al trabajo de una red de disidentes soviéticos que fotografió y reescribió sus páginas. Su autor, Vasili Grossman, había muerto en 1964.

Suele decirse que Vida y destino es una historia sobre la batalla de Stalingrado (la batalla más sangrienta de la historia de la humanidad) vista desde el lado ruso. Yo digo que ninguna de las tres afirmaciones contenidas en esa frase es cierta. Vida y destino no es una historia, sino cientos engarzadas, un tejido de vidas abismadas y aún vidas; Vida y destino no es una novela sobre la batalla de Stalingrado aunque la narre con pulso perfecto, sino un tratado sobre la entraña del siglo veinte, sobre esa pulsión totalitaria que puso a los hombres frente a frente con su infierno y que sigue latiendo a la vuelta de la esquina; Vida y destino tampoco es una narración desde el lado ruso o desde el lado alemán porque en Vida y destino no hay lados, no hay bandos, no hay trincheras ni justificación de las mismas. Hay sólo hombres y mujeres, individuos en rebeldía; la incansable lucha humana por la libertad.

Grossman desmiente la parálisis estupefacta de Adorno (“No podemos escribir un poema después de Auschwitz”) y crea una obra perfecta, no sólo por la viveza con la que capta el horror de su tiempo (viveza es sentir el frío carcomiendo la carne de los soldados; el hambre la cordura de los presos; el miedo la cotidianeidad de los ciudadanos), sino por la sutilidad, la lucidez esperanzada con que refleja la belleza o su posibilidad: hay hombres que comparten el pan podrido, hay enamoramientos, hay conversaciones sinceras, hay calor debajo de una manta. Hay vida, a pesar de la muerte; y a pesar de la muerte, hay libertad. Porque hay libertad mientras hay vida, por más exámenes que se le hagan, por más penas que se le receten, por más quebrantos que se le impongan. La vida y la libertad son inseparables, y creer que no lo son abre las puertas a la victoria franca de la muerte.

La victoria del individuo es irrebatible, porque el individuo vence mientras es. Ésta es la idea que le da a Vida y destino su hondura magnífica, la que carga de sabiduría el estilo descarnado de Grossman y le permite viajar de lo universal a lo mínimo sin que fricción alguna le reste potencia. La guerra descrita en las sensaciones de un soldado y denunciada en el llanto de una madre. La naturaleza criminal del comunismo en el miedo a la palabra del vecino. El totalitarismo en las cuitas de un científico ante un formulario. Anunciada la supervivencia del perdón en la reacción histérica de una vieja. La del amor en una despedida o un beso bajo las bombas. La del futuro en un campo verde, una brisa, en una cesta de pan y dos manos abrazadas. Vida y destino contiene un mundo, el nuestro, porque surge de la más negra de las oscuridades, pero aspira a la más cegadora de las luces. 

Batman y el populismo



Había una vez una ciudad. Era todo lo normal que puede ser una ciudad, teniendo en cuenta que toda ciudad es un acontecimiento extraordinario. La ciudad de que os hablo había elegido (como se eligen estas cosas la mayor parte de las veces, es decir: no oponiéndose) un régimen de sobreprotección policial. Los ciudadanos hacían su vida en el territorio fangoso y estrecho, entre la libertad y el castigo, que cultivan siempre las autoridades en extremo vigilantes y en esencia desmesuradas. Pero un día surgió, de las alcantarillas o así, una pulsión de cambio. Tenía muy ensayado el manual de ligoteo con la masa y le dijo “El pueblo debe recuperar el control”. Y allá que se fue el ente, a enmendar su apatía silente con un experimento colectivista que culminó en miedo y tiranía. No estoy trazando, espero, la historia futura de los Madriles. Hablo de Gotham City.

En “El Caballero Oscuro. La leyenda renace”, la ultimísima entrega del Batman al que Christopher Nolan ha dado vigor embadurnándolo de sombra, inteligencia y amargura, la política juega un papel clave y Gotham cobra un protagonismo diferente al que ha tenido siempre. Ya no es utillería su oscuridad ni atrezzo su boscosidad de rascacielos; ahora es la ciudad la que se entrega a su propia destrucción, cierto que dominada por el terror de Bane, un villano esquizofrénico de venganza y anarquía, tirano y demagogo, inteligente y sanguinario, sobresaliente. Por fin Gotham deja de ser escenario para ser espejo de la interioridad compleja de su héroe, de un alma justiciera incómoda en la legalidad por su afán de venganza e incómoda también en la ilegalidad por la vigencia de una ética, ajada quizás y también ingenua, pero resistente y, la clave, respetuosa de la vida.

Leo con sorpresa la sorpresa que a algunos les ha producido este viaje interminable de Batman del negro al gris, como si no fuese en El Caballero Oscuro donde se ha observado mejor esa tendencia última de difuminarle a los héroes la heroicidad, mezclándosela con debilidades de la carne o del espíritu y alguna que otra bajeza; lejos de atenuarlos, los enriquece y los potencia, sólo porque nos los acerca. Esta sensibilidad contemporánea está en todos y cada uno de los segundos de “El Caballero Oscuro. La leyenda renace”, película maestra. Nolan le ofrece a Christian Bale, y éste lo borda, un Batman austero de gestos y largo en arsenal, alejado de esa soledad cavernícola que lo había caracterizado y aproximado a una de las formas, al parecer imperecederas, del heroísmo: el liderazgo. Que no es la capacidad de llevar a alguien a un sitio, sino de hacer que dé lo mejor de sí en tanto llega.

La película, más allá de la perfección formal que acaricia, es una despedida. Y en las despedidas todo se pone más intenso. Por eso el guión crece en lo cinematográfico, y sirve de arboladura a una historia de épica y suspense, con tres o cuatro trucos en forma de giros y algún que otro guiño marca de la casa Nolan, descubriendo en un pasado que ya habíamos mirado cosas que no habíamos visto. Por eso, también, crece en lo que está más allá de lo cinematográfico, en lo que de intelectual tiene todo atrevimiento artístico, y palpita con ambición reflexiva en la cinta-paradigma de un género reformulado: los superhéroes, ahora, también piensan.

El trovador que acabó con Shazam


Los trovadores, en la Edad Media y después, formaban parte de la fauna de los caminos. Seres de vagabunda subsistencia, compartían una especial vestimenta y una misión: ganarse la vida contando/cantando historias. Sabedores de que el pensamiento viaja con más celeridad que la carne y de que sus relatos, por eso, irían de boca en boca más rápido que sus piernas por los senderos, trataban de ponerle coto a esta debilidad evidente de su negocio y se aliaban con la sorpresa. No había dos historias iguales y bastaban los pocos kilómetros que había entre una aldea y otra para que el protagonista dejase de ser barbudo, para que la princesa se convirtiese repentinamente en morena, para que triunfase el amor sobre la desgracia, o no. Los trovadores se obligaban a una permanente creatividad. Y Dylan mostró el miércoles en Bilbao que forma parte de su estirpe.

Lo hizo por vestimenta: pantalón claro, americana oscura y un sombrero ligero, grácil, liviano, como de surcador de Missisippis en barco de vapor y sin pasaje. Pero sobre todo por espíritu. A aquellos que conocen su trayectoria les resultará ya familiar su vocación ‘tocapelotas’, su hacer siempre lo contrario de lo que se espera de él, su estupor irónico frente a la masa enfervorecida, su alergia a poner el talento pública y oficialmente al servicio de una causa que no fuese la suya. Pero bajo la proa áurea del Guggenheim, Bob Dylan dio un paso de esos que parecen pasos y son en realidad salto, pirueta y cesura. Destruyó Shazam y sucedáneos, que giraban fracasados por la explanada repleta, con un mensaje en las entrañas: ‘No hemos encontrado coincidencias’. No hay nada como la lucidez de la derrota.

Porque era cierto: no hay coincidencias en la irrepetibilidad. Dylan había decidido romper todas las brújulas contemporáneas de la sabiduría instantánea. Se le esperaba viejo y bailó; se le esperaba altanero y guiñó los ojos alguna que otra vez mientras tocaba el piano de lado; se le esperaba lejano y se despidió con una reverencia. Incluso sus músicos lo esperaban de una forma que no fue, y les cambiaba el orden de las canciones, decía ‘ésa ahora no’ y les sonreía cabroncete, montado en su genialidad, como diciendo ‘Cogedme’. A la “Leopard-Skin Pill-Box Hat” que abrió el concierto le siguió “Man In The Long Black Coat”, transformada y maravillosa. “Things Have Changed” fue la primera reconocible y le siguió “Tangled Up in Blue”, más amarga. “Highway 61 Revisited” fue una vuelta a los orígenes, pero después de un largo viaje: es decir, igual pero muy distinta.

Hubo más, hasta llenar dos horas: “Can’t Wait”, “Thunder on The Mountain”, “Summer Days”, “All Along The Watchtower”… Pero, sobre todo, “Ballad Of a Thin Man”, pulmonar, entrecortada, bullente y oscura, o “Like a Rolling Stone”, una cápsula de euforia triste. Después de eso, Dylan se marchó pero los aplausos le devolvieron al escenario para interpretar una “Blowing In The Wind” robusta de electricidad y melancolía. Lo mejor es que nada de todo esto hacía falta. Medio siglo en la carretera y el estudio le dan a Dylan un bagaje excesivo como para tener que tocar ni una sola coma, como para tener que mover ni una sola fibra de su ancianidad irrelevante. Pero lo hace, y desprecia el rugir de la masa, no precisa los coros de la gente. Prefiere, trovador, sonar sólo, que no le siga sino el silencio que sigue a una buena historia.