"La nave de los locos", o el valor de la amistad vieja


Fotografía: efeeme.com

De todos los registros que puede adoptar la amistad en su crecimiento, el de la amistad creativa es uno de los más felices. También uno de los más inestables, porque el divorcio está a la vuelta de la esquina de cada divergencia, de cada desacuerdo, de cada fracaso. Pero con esa capacidad que tienen las cosas buenas para no morir nunca del todo, la amistad, aunque sus ritmos sean lentos, suele terminar regenerándose. Lo que regresa no es igual a lo que cesó, desde luego: trae menos histeria y menos suspicacia. Es una amistad vieja que conoce sus estancias y sabe evitar por ello aquellas que no tienen salida. Un ejemplo de amistad vieja regresada es la de Loquillo y Sabino Méndez, que han certificado en ‘La nave de los locos’ no sólo mi teoría sobre las hermandades creativas, sino una reconciliación, en lo personal, de hace más de diez años.

Siempre habrá un materialista desengañado de todo menos de su idiotez que diga “ni amistad, ni creación: dinero”. Y que diga “dinero” con esa mueca, ya sabéis cuál, de asquete incoherente. Allá él, si sigue creyendo en esa pureza inexistente que el dinero habría venido a ensuciar; allá él si piensa todavía en el marco de ese régimen estrecho de puritaneces e incompatibilidades que es el anticapitalismo. ‘La nave de los locos’ es un disco rotundo y contundente, aunque sin salvajismos. Las composiciones de Sabino, polvorientas de cajón, grabadas en otras voces o escritas ex professo, tienen el espíritu justo de los tiempos: crítica sin posturitas; rebeldía eficaz. Le vienen bien, por el individualismo, la ironía, la protesta y el amor desmandado que laten en ellas, a la voz y al talante de Loquillo, que recupera así la capitanía rockera que nadie más merece.

El disco puede ser pensado como una reflexión sobre el rock&roll en tiempos convulsos. Se analiza en muchas de las canciones que lo componen (la más extraña a esto es Mi Bella Ayudante en Mallas, una rareza de título maravilloso) una posible naturaleza ambivalente del rock: refugio o expresión del descontento. Lo segundo está perfectamente resumido en lo primero que se enseñó del disco: Contento, cuya síntesis es que la cosa está jodida, pero sólo encontraremos salidas…si las buscamos. Los versos “Júrame que nunca dirás/yo desisto,/yo me siento a esperar” son la máxima optimista y resistente que debería presidir todo acorde. También en La Nave de los Locos (Sin novedad en el Paraíso) hay algo de esto, aunque ésta es, desde luego, más un ejercicio costumbrista que una canción protesta.

Esta veta del costumbrismo aleado con cierta rebeldía es la que cultivan otras canciones del disco, como Muñecas Rusas, que se abre con ocho versos magníficos sobre la desobediencia. A esos dos elementos, costumbrismo y rebeldía, se suma la ironía canalla en Canción de Despedida o El Mundo Necesita Hombres Objeto, una gratísima combinación de electricidad directa y coros mullidos que tiene todas las papeletas, como aquella Political Incorrectness, para convertirse en la diana de los intransigentes deshumorados de todos los partidos y todas las banderías. ¿Dónde está, diréis, eso del rock como refugio que he dicho antes? Está, por ejemplo en Planeta Rock, que se abre con estos versos: “Cerraré el portal/nunca volveré a salir/mi canción no va a engañar/no tiene final feliz” y crece hasta convertirse en himno sobre fracaso, esperanza y temblor.

Las cimas del disco, en cualquier caso, son tres canciones de apariencia dispar pero fondo semejante. Mi preferida es Paseo Solo, porque su letra preciosa, un intento de hacer compatible el más radical individualismo con el más radical de los amores, cobra una dimensión nueva en la peculiar garganta de Loquillo. De sonido más contundente es De Vez En Cuando y Para Siempre, en la que las guitarras suenan como épicos cuernos de batalla mientras Loquillo habla del desamor hablando de lo difícil que es, por lo fugaz y lo inesperado, captar lo maravilloso. Estas dos, y la bellísima y dolorida Luna Sobre Montjuïc, tienen en común su lirismo. Ésa poética felizmente recuperada de Loquillo y Sabino, descreída pero idealista, cínica y a un tiempo tierna, que ha convertido el verano joven del amor en el verdadero país de los que no se preocupan de tonterías.

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