El lunes pasado, abrió los ojos por primera vez al mundo la
niña Danica May Camacho. Nació en un hospital público de Manila y fue definida
por la ONU, tan azarosamente como cae una hoja sobre el asfalto, como “la niña
7.000 millones”. La discrecionalidad con que el mamut internacional llevó a
cabo su decisión desencadenó una competición, seguramente edificante en otro
orden moral: países sacudiendo del tobillo a sus neonatos, como piezas de caza.
Rusia gritaba ‘¡Nuestro Vladimir es el 7.000 millones!’, mientras en La India
elegían cinco niñas y en República Dominicana seleccionaban a Charleny Mota,
nacida de una adolescente de 16 años que recibirá piso y empleo. Las
televisiones, por supuesto, se sumaron a la fiesta y la noticia del nacimiento
del ser humano 7.000 millones les llegó a muchos televidentes en forma de
gymkana natalicia.
Asistí estupefacto al espectáculo. Abrevé en los periódicos,
y en ellos encontré algunas razones para quebrar ese estupor; pero hallé otras
que me movieron al disentimiento. Todos los artículos rendidos al asunto
desprendían un cierto aroma ramplón y tembloroso. ‘¡7.000 mil millones, oh my
god!’, parecían musitar bajo la sábana. Qué digo musitar: todos gritaban ‘Somos
demasiados’. La cifra es imponente, desde luego. Y lo es más cuanto más se
avanza en las proyecciones, a pesar del preservativo racional que éstas
merecen. Pero no me parece que deban mover al miedo, sino al orgullo. Somos una
especie (yo me siento humano en los ratos en que no me siento marciano) capaz
de triunfar no sólo sobre las demás, sino sobre sí misma. Capaz de triunfar
sobre la muerte. Danica, Charleny o Vladimir son la tierna constatación de ese
triunfo fundamental: las huestes de la vida crecen más que las de la muerte. Y
yo me alegro.
Geométrico: 1, 2, 4, 8, 16... Aritmético: 1, 2, 3, 4, 5... |
Pero no es el desprecio a esta epopeya humana por la
supervivencia lo que imprime la paura a
los discursos. Es, precisamente, el cariz victorioso que esta epopeya no deja
de cobrar. Lo que mueve al pánico es el futuro, la desconfianza antiempírica en
la capacidad de los humanos para seguir haciendo lo que han hecho hasta ahora:
asegurar su supervivencia y hasta hacer gastronomía. Todos estos discursos del ‘terror
demográfico’ tienen un gurú antañón y pesimista: Robert Malthus, con su teoría
sobre el callejón sin salida del crecimiento poblacional geométrico y el
crecimiento productivo aritmético. Muchos han venido después del inglés
decimonónico, y todos han pretendido ignorar la refutación práctica de su
doctrina que los humanos hemos llevado a cabo discontinua pero implacablemente.
La nuez de esa doctrina fallida se halla hoy dispersa en discursos ecologistas
de pelaje vario pero que comparten dos elementos: el anticapitalismo y la
economía del decrecimiento.
La preocupación fundamental de estas corrientes es
fácilmente localizable: desconfían de la capacidad del planeta para alimentar
tantos habitantes. Y apuestan por la reducción de las sociedades (en todo
término, también demográfico) y por el derribo del capitalismo. El miedo que balbucea
en los artículos de que os hablo es deudor, consciente o inconsciente, en todo
caso, adolescente, de este postulado doble. Y es deudor también de su
cortocircuito ideológico-práctico. El que resulta de proponer como solución a
un problema mal diagnosticado la destrucción del sistema que más éxito ha
tenido en la búsqueda de recetas para hacerle frente a ese problema. Del
cortocircuito ético sobre el que descansa la economía del decrecimiento mejor
hablamos otro día, que ahora tengo que ir a cazar mi cena.
Según la FAO, con un dato de 2011, unos 920 millones de personas (te lo pongo en número, que asusta más: 920.000.000 de seres humanos) sufren de hambre y desnutrición, lo que supone el 13,2% de la población mundial.
ResponderEliminarCon ese dato en la mano, quizá deberías ser más cauto al frivolizar y celebrar este desmesurado crecimiento poblacional, en vez de abogar por la salvación de la vida de aquellos que ya existen.
El lema de la FAO es 'Fiat panis', algo así como 'Hágase el pan'. Y ésa es una frase que entronca perfectamente con el espíritu (en absoluto frívolo) que he pretendido imprimirle a esta entrada: el crecimiento poblacional plantea problemas, eso está claro, pero los seres humanos estamos consiguiendo avances fundamentales. Y no sólo en eso.
ResponderEliminarNo lo digo yo. Lo dicen las cifras. El hambre en el mundo se ha reducido sustancialmente en las últimas décadas. Tan sustancialmente que, en 1971, el porcentaje de personas hambrientas suponía un 26% de la población mundial. Hoy, como dices, representa un 13%. Me parece una victoria inmensa.
Y es que ése es el espíritu de la entrada: enfrentar el pesimismo llorón con que parece que muchos nos hemos acostumbrado a mirar el mundo. Gritar 'fuego' no significa preocuparse más por él: los bomberos no lo gritan mientras lo apagan.
Otro objetivo de este artículo era mostrar mi convicción de que no todas las recetas valen. ¿Cómo se ha conseguido esta reducción sostenida del hambre en el mundo? Fundamentalmente a través de la extensión del progreso técnico. Y no volviendo a los carros tirados por burros.
Muchas gracias por leer y comentar.