Había una vez una ciudad. Era todo lo normal que puede ser
una ciudad, teniendo en cuenta que toda ciudad es un acontecimiento
extraordinario. La ciudad de que os hablo había elegido (como se eligen estas
cosas la mayor parte de las veces, es decir: no oponiéndose) un régimen de
sobreprotección policial. Los ciudadanos hacían su vida en el territorio
fangoso y estrecho, entre la libertad y el castigo, que cultivan siempre las
autoridades en extremo vigilantes y en esencia desmesuradas. Pero un día surgió,
de las alcantarillas o así, una pulsión de cambio. Tenía muy ensayado el manual
de ligoteo con la masa y le dijo “El pueblo debe recuperar el control”. Y allá
que se fue el ente, a enmendar su apatía silente con un experimento
colectivista que culminó en miedo y tiranía. No estoy trazando, espero, la historia
futura de los Madriles. Hablo de Gotham City.
En “El Caballero Oscuro. La leyenda renace”, la ultimísima
entrega del Batman al que Christopher Nolan ha dado vigor embadurnándolo de
sombra, inteligencia y amargura, la política juega un papel clave y Gotham
cobra un protagonismo diferente al que ha tenido siempre. Ya no es utillería su
oscuridad ni atrezzo su boscosidad de rascacielos; ahora es la ciudad la que se
entrega a su propia destrucción, cierto que dominada por el terror de Bane, un villano
esquizofrénico de venganza y anarquía, tirano y demagogo, inteligente y
sanguinario, sobresaliente. Por fin Gotham deja de ser escenario para ser
espejo de la interioridad compleja de su héroe, de un alma justiciera incómoda en
la legalidad por su afán de venganza e incómoda también en la ilegalidad por la
vigencia de una ética, ajada quizás y también ingenua, pero resistente y, la
clave, respetuosa de la vida.
Leo con sorpresa la sorpresa que a algunos les ha producido este
viaje interminable de Batman del negro al gris, como si no fuese en El
Caballero Oscuro donde se ha observado mejor esa tendencia última de
difuminarle a los héroes la heroicidad, mezclándosela con debilidades de la
carne o del espíritu y alguna que otra bajeza; lejos de atenuarlos, los
enriquece y los potencia, sólo porque nos los acerca. Esta sensibilidad
contemporánea está en todos y cada uno de los segundos de “El Caballero Oscuro.
La leyenda renace”, película maestra. Nolan le ofrece a Christian Bale, y éste
lo borda, un Batman austero de gestos y largo en arsenal, alejado de esa
soledad cavernícola que lo había caracterizado y aproximado a una de las
formas, al parecer imperecederas, del heroísmo: el liderazgo. Que no es la
capacidad de llevar a alguien a un sitio, sino de hacer que dé lo mejor de sí
en tanto llega.
La película, más allá de la perfección formal que acaricia,
es una despedida. Y en las despedidas todo se pone más intenso. Por eso el guión
crece en lo cinematográfico, y sirve de arboladura a una historia de épica y
suspense, con tres o cuatro trucos en forma de giros y algún que otro guiño
marca de la casa Nolan, descubriendo en un pasado que ya habíamos mirado cosas
que no habíamos visto. Por eso, también, crece en lo que está más allá de lo
cinematográfico, en lo que de intelectual tiene todo atrevimiento artístico, y
palpita con ambición reflexiva en la cinta-paradigma de un género reformulado:
los superhéroes, ahora, también piensan.