Adolfo Suárez es una metáfora triste. Su memoria desvanecida
ha privado a la más reciente epopeya política española de un protagonista y un
relator. Es el héroe mudo de una travesía magnífica por la dimensión de los
peligros que hubo de sortear y por la trascendencia de sus logros. Cumplió hace
unos días ochenta años y hace ya bastante que no sabe quién es ni sabe lo que
hizo. Ese olvido suyo de sí mismo ha dejado su empresa un poco a la intemperie
de los ácidos ideológicos que la oxidan, la demedian, la maltratan. La Transición es hoy
escupidera, y no está su voz de autoridad para abortar el escupitajo al mismo
filo de los labios. No tiene más razón el gargajo, conste, por volar
impunemente. Se le han muerto alrededor los coetáneos y se ha deshecho en
elogios la marabunta respectiva. ¡Oh,
Fraga; Carrillo, oh! Ninguno ha reparado en que fueron secundarios de este
hombre olvidado de sí mismo. Incluso cuando no estaba enfermo.
Conozco los riesgos de idealizar un acontecimiento o periodo
histórico. Hablé de algunos de esos riesgos, que no son sólo intelectuales, en
la entrada sobre la
Revolución Francesa que inauguró este blog. Si la historia me
apasiona es precisamente por lo que hace que otros la teman: su complejidad
intrínseca. Tiene como materia prima el más inestable de los materiales: el
hombre y sus actos. No tiene jamás, por ello, un único vértice, una sola faz. Cada
momento histórico es un embrollo de hechos, voluntades, intenciones y
aspiraciones. Por eso sé que la
Transición no fue la luminaria democrática y definitiva de
Occidente, pero tampoco el engendro de déficits (político, social, democrático,
representativo) que algunos ven en ella. La eterna habilidad española para la
desmesura hace presa sañudamente en ella, y unos emboscan en la defensa de
aquel tiempo su miope conservadurismo mientras otros la arrastran por el barro
sólo porque bien le viene a su ideología obsoleta, por más que la adornen de
etiquetas cool pero vacías.
Era esperar demasiado de España, de este páramo de necrosis
ideológica, de extremos muertos pero rugientes, que comprendiese durante mucho
tiempo, que respetase, la labor del único estadista democrático que ha tenido
en los últimos cincuenta años. Suárez sí confiaba en España, y se empeñó en
crear en ella un sistema democrático de libertades que le venía grande, que le
sigue viniendo grande, a la madurez inexistente de su sociedad. Le llamaron
traidor y le han seguido llamando falangista. Ésa es más o menos la horquilla
terrible de lo político en esta tierra: obediente al destino que te impone la
etiqueta, o insultado. Y ésa es la horquilla que ignoró Suárez cuando le tocó
hacerlo para hacerlo mejor. Por eso me parece que Suárez es hoy el ojo del
huracán del ser político español, su imagen más cruelmente verdadera: un señor
con la mente emblanquecida, ignorante ya de sus comienzos y de sus principios.
Los historiadores, que no se han esforzado demasiado en
rescatar la Transición
de la mera crónica periodística, que han dejado con su abulia que se le dé a
ésta el valor de un titular o una crónica interesante por un rato, son en buena
parte responsables de que no se contemple aquel período como fundamental más
que superficialmente y como cliché. Son los responsables de hacer que lo
valioso brille, no de cruzarse de brazos ante la idiocia, mientras a un Padre
Fundador se le racanean aeropuertos.