Inventar el sueño


Metros y metros de celuloide arden, se funden y ruedan como líquido hacia unos moldes que los convertirán en…tacones de zapato. Es una imagen de la última película de Martin Scorsese, infantil sólo en el entusiasmo, La invención de Hugo. Es una metáfora potente del ya viejo director, que se refuerza cuando el plano se amplía para que veamos cientos de caminatas. Caminamos sobre sueños. Y es el cine su fábrica, como afirma la vieja máxima. Yo, que tengo ínfulas de escritor, debería oponerme, al menos en secreto, a esta aseveración épica y egoistona del cine como forja única de la ensoñación. ¿Qué hace la literatura, sino tejer sueños también? Por suerte o por desgracia, y quizás por mi desapego de lo gregario, nunca he sido corporativista. Me muevo en el convencimiento, en cierto modo terceroculturista, de que el cine es ¡sólo! una versión extrovertida de la literatura.



La invención de Hugo lo muestra a su manera: está atravesada de esa narratividad que a algunos, amigos de la modernez, les parecerá anticualla pero que es solamente eterna. Planteamiento, nudo, desenlace, sin demasiada distracción evanescente o rupturista. El niño Hugo, que habita en una estación de tren, tiene una orfandad a la espalda y una promesa que cumplir. Consiste en arreglar un autómata, legado por su padre. ¿Qué hace para cumplirla? Moverse en otra metáfora genial: roba piezas de juguetes rotos. Y se las roba, precisamente, a un juguete roto. El sueño no se crea ni se destruye, sólo se transforma o cosa parecida. Como cabía esperar, y sabe dulce a veces esta previsibilidad, Hugo es descubierto en uno de esos robos y se le complica ligeramente el día a día. Digamos que comienza su aventura, como si lo de antes no lo hubiese sido.

A estas alturas, la película ha mostrado ya una verdad. La técnica sólo es verdaderamente poderosa en cine cuando se aplica a una historia grande. Si no, sólo es ruido y maquinaria. También se barrunta uno a esas alturas que ser cazado es lo mejor que podría pasarle a Hugo. Cuando entra en la tienda de juguetes para trabajar por expiar su culpa, la película crece en profundidad y templanza. Las aventuras no tienen por qué ser físicas. Cuando el autómata, por fin reparado, dibuja un fotograma de Meliès, la historia amplía sus márgenes en el suspense. El robot tiene en el corazón imágenes, no versos. Cuando un teatro se cae de aplausos a un Meliès redivivo, la película hace tiempo ya que es una lección magistral sobre el oficio del cinematógrafo. Hace tiempo ya que ha establecido el cine como una pasión de lo narrativo, una entereza del esfuerzo y una invencibilidad de la insatisfacción.

Hablando de pasión, esfuerzo e insatisfacción me he acordado de Cóvino Films. Es probable que nunca hayáis oído hablar de ella. Yo os ilustro. Es una productora joven y aguerrida, creada por dos apasionados, dos esforzados y dos insatisfechos. Sobre todo, insatisfechos de sí mismos, que es la cualidad mejor de un creador. Me he acordado de ellos porque también su trabajo me parece un homenaje al cine. Y es el homenaje más sincero: el que le quita dinero a los ahorros, el que le quita sueño a la almohada y el que le roba horas al ocio extinto. El homenaje de dos que hacen casi lo que quieren y disfrutan sufriendo.

Estos dos pájaros tienen en concurso tres cortos en el Notodofilmfest. Son Letras, una humorada tétrica; La clavícula imperfecta, una válvula de escape aunque ellos no lo reconozcan y Economiqués, una broma con sentido. A éste último le tengo un apego especial, porque me dieron permiso para salir en él haciendo una cosa que me gusta mucho: leer periódicos, aunque no los entienda. Si queréis pasar un buen rato, echadles un ojo.

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