La sencillez compleja de Guy Delisle


No importa que sean muchos los que piensen y digan en alta voz que el quid de la explosión de calidad y éxito que ha experimentado la novela gráfica en los últimos años sea su intimidad con una idea tan tradicional como falsa: una imagen vale más que mil palabras. Se equivocan todos esos muchos. La clave de su triunfo es su economía creativa, el modo maestro en que palabra e imagen copulan para dar lugar a un lenguaje nuevo. Es decir, no la ausencia de corpus oral, como sostienen los que desprecian las palabras porque su uso les supera, sino una especialísima (y poética en fondo y forma), gestión del mismo. No debe ser cosa fácil propiciar esta coyunda, pues si el dibujo apenas esconde su vocación totalizadora, la letra busca y rebusca los pliegues en cada trazo para potenciar su faz evocativa. No debe de ser fácil, decía, pero se consigue.

Las páginas de Guy Delisle que conozco son escenario de esa consecución. Y digo que conozco porque mi aproximación a la novela gráfica es recentísimo, aunque mi entusiasmo añore mayor bagaje. Delisle nació en Canadá hace cuarenta y seis años y trabaja en la novela gráfica desde hace dieciséis. Las dos obras suyas que he leído son Shenzhen (2006) y Pyonyang (2005). Las dos, publicadas por una editorial bilbaína de nombre Astiberri, cuya apuesta por el género tiene mucho de testarudez campeona, comparten, desde luego, premisas estilísticas. Los dibujos de Delisle son sencillos al extremo: unos pocos trazos sirven para darle forma a un rostro, a una persona, a un edificio o a una vista panorámica. Es un trazo sencillo, de fondos simples y expresividad reconcentrada en unos cuantos gestos de la cara. Algunos le han reprochado el estilo, como si la eficacia no fuese virtud.

En apariencia, Shenzhen y Pyongyang también comparten argumento. El protagonista de las dos historias es el mismo, un trasunto poco sutil del propio Delisle en sus andanzas por el globo, y el punto de partida también es similar: la estancia obligatoria en un lugar por motivos de trabajo. No hay más. En los dos casos idénticamente, la vida cotidiana de un extranjero es el nervio de la acción. Shenzhen cuenta la estancia del protagonista en la ciudad china del mismo nombre, un enclave de capitalismo limitado en el país comunista más grande del mundo. En Pyongyang, la historia se traslada a la capital de Corea del Norte, el país convertido en cárcel por una dictadura comunista inclemente. La sencillez, como siempre, puede mover a engaño. Lo verdaderamente importante en las obras de Delisle no es el argumento, sino el contenido, el tema. Lo que vemos más que lo que nos cuenta.

En este punto sí que la semejanza entre Shenzhen y Pyongyang es contundente. Constituyen un proyecto que comparten. Es un proyecto grande e inteligente, que acoge una reflexión trascendente a partir de lo muy concreto. Pyongyang es una especie de manifiesto naif contra el totalitarismo y Shenzhen una historia sobre la trayectoria desrumbada de la China comunista, pero ambas obras son en realidad un combate contra el exotismo, contra esa idea absurda de idilio en la que tendemos a envolver lo lejano por lejano. La insistencia en lo cotidiano es la coartada perfecta para mostrar las oscuridades de dos sociedades en las que la libertad ha sido relegada, cuando no exterminada. Son, en cierto sentido, un llamamiento a valorar lo que aquí tenemos y allí no, constatado el hecho de que la mayor incomunicación posible entre los hombres se da cuando no se les permite pensar.


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