Una historia de Dublín (II)


La escuela. Uno de los días.

La habitación estaba amueblada de provisionalidad. Una cama esquelética y un armario a todas luces exagerado eran su única vestimenta, además de la ventana blanca y pequeña, desde la que se contemplaba un fragor de luces ciudadanas que le ponían melancólico de ruido. Daniel llevaba mucho rato despierto cuando, la mañana siguiente, decidió que era el momento de levantarse. Le dio vergüenza utilizar el baño sin conocer al pater familias, así que se vistió sin lavarse la cara. Cuando bajó a la cocina, comprobó que su entrada triunfal de la noche anterior le había ganado el recelo de la familia. Esa mirada de asustada incertidumbre seguía en la pelirroja madre cuando le presentó los cereales y permaneció allí cuando le presentó a su marido. Era un hombre redondo, calvo y parco que le dijo ‘Mi mujer me ha contado, y no me gustas’ con los ojos. Daniel le dio la mano blandamente, con sonrisa apercibida y subió a cagar: sin ganas, pero muy seguro de lo que hacía.

Lo que había llevado a Daniel a Dublín era un curso de inglés de tres semanas. Había dejado atrás un verano del que salía con una cantidad razonable de dinero en el bolsillo, más moreno que nunca en su vida y ansioso por descansar cansándose. El curso de inglés era una excusa, aunque ni siquiera él sabía todavía hasta qué punto. El caso es que no le parecía tener el tiempo suficiente para trabajarse una familia postiza. Aún así, hizo su cama antes de bajar de nuevo para que la madre le explicase cómo llegar a la escuela. Era fácil y relativamente rápido: un autobús que paraba frente a la casa serpentearía durante media hora por aquel extrarradio y acabaría dejándole a una manzana de la escuela. Subió en él cinco minutos después, aunque llegaría una hora antes de lo indicado a la escuela. En el trayecto, conoció a un informático de Torrejón que le habló de su acogida en una casa de vieja gorda y gato viejo. Lo hizo con una comodidad que debería haberle hecho sospechar.

La escuela estaba instalada en un pequeño palacete, lúgubre a la luz y gastadamente lujoso. La juventud que penetraba en él, lo recorría, descubría sus rincones y maltrataba sus silencios le daba una vida especial, una inopinada alegría. Después de lucir su speaking hablándole de cine e historia a una señora que aparentaba tener los años suficientes como para haber vivido la Batalla de Inglaterra, se vio en un aula de concurrencia variopinta: tres coreanas mínimas y sigilosas, un brasileño tópico, una inquieta catalana, dos gallegas inquietantes, una italiana de potente acento napolitano. Había también un malagueño con rostro y maneras de pillo, illo, illo. Se llamaba Alberto. Tenía la misma edad que Daniel y los dos compartían el objetivo fundamental e irrenunciable de lograr que aquella escuela no interfiriese demasiado en sus planes. No les quedó más remedio que sentarse juntos, alborotar la clase a veces. Hacerse amigos, en suma.

Tito se les sumó pronto. Era el hermano mayor de Alberto, y el lazo no era solamente genético. El carácter de ambos era una apuesta alegre, una ética generosa y una promesa de sinceridad. El jardín de la escuela los recogió cuando acabaron las clases. Le contaron que, a su llegada a Dublín, la casa que debía acogerlos estaba velando el cadáver del padre. Pidieron un cambio de ubicación y celebraron la anécdota durante toda la noche, con un escocés de brusco beber. Esa historia le confirmó a Daniel que estaba en el bando correcto. La tarde fue una incursión despreocupada al corazón verdadero de Dublín: el Temple Bar. Cuando volvió a la casa, llevaba demasiada Guinness en las venas y una vivificante felicidad. Se le había puesto cara de aventura, por más plomizo que el cielo se pusiera. La abrió la madre pelirroja y le puso en las manos, sin demasiado preámbulo, una llave de la casa. Había pizza en el microondas y estaba buena. Las cosas no dejaban de ir a mejor.
Una vista del Temple Bar.

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