Una historia de Dublín (y III)


El autobús
Su primera decisión a la mañana siguiente fue dejar de beber Guinness. Diluida la euforia en una noche de sueño problemático, solamente le quedaba una amargura estomagante en la garganta. No desayunó, e imaginó de camino a la parada del 14A que el desplante era una nueva muesca en su relación con la familia irish. Le dio olímpicamente igual. Al poco de subirse, vio aparecer en el segundo piso del autobús a Alberto y Tito. Les anunció su decisión sobre la cerveza negra, se rieron lógicamente de él y se sintió en casa por primera vez desde que llegó a Dublín. Os parecerá extraño, quizás, que se sintiese en casa en un autobús; pero eso es porque no comprendéis nada de las casas o de los afectos. Nada tiene que ver una casa con una arquitectura. Una casa es fundamentalmente una guarida, no necesariamente física. Por eso al niño, temeroso bajo su manta, le sobran pasillos y oscuridades. Por eso a Daniel, temeroso de su desubicación, le hacía de manta aquella intimidad francamente conquistada.

Se pasó a la Bulmer’s. Una sidra sin gas, más ácida que dulce y con la ventaja de no emborracharle de sabor amargo. La Bulmer’s, creía él, era una especie de desobediencia en aquellos pubs poblados por vasos llenos de oscuridad. Le gustaba ver su vaso, en decenas de barras de decenas de sitios, brillando áureo entre los demás, subrayando su tiniebla con su luz dorada, gritándose burbujeantemente diferente. Le llamaban chica y le afeaban la blandura, pero estaba contento sintiéndose un elfo del bosque, o así. Además, la ligereza de la sidra le alargaba la lucidez. Digan lo que digan, la lucidez es una capacidad del sentimiento. Esa prórroga de la inteligencia inalcohólica (hay, dicen, una inteligencia alcohólica) le dejaba mirarles despacio, con una cierta distancia que siempre le ha gustado. Le dejaba ver su diversión, sus bromas, sus gestos. Le dejaba percibir cómo crecía una cuadrilla. Le permitía apostar con furia, sabiendo que acertaba, a que ‘Knockin’ on Heaven’s door’ la escribió Dylan y no los Guns N’ Roses.
Todos hemos hecho el tonto...
Al grupo se unió pronto Diego. Gallego de acento y regionalismo, pero buen chico. Era divertido asistir a sus enganchones con Alberto, ése choque insoluble de orgullos patrios. Algunas veces Daniel terciaba en la disputa, pero casi siempre dejaba que fuese Pablo quien lo hiciese. Pablo era de Madrid, y hablaba con esa lejanía cínica y cheli que es algo así como la lengua materna de los madrileños. Su hecho diferencial, además del hecho diferencial de no tener hecho diferencial. Pablo fue fundamental. Consolidó el espíritu aventurero y senderista de la cuadrilla, y logró que los fines de semana se ensanchasen las fronteras y les entrasen en los ojos jardines palaciegos, pueblos costeros o focas en peñascos bañados por un mar frío y frío. Su bonhomía, además, le hacía blanco perfecto de la amistad de los más extraños especímenes. Su historia con dos hermanas de Camas, “Las Joyitas” por apodo, merece ciclo aparte. Estaba también Neus, femenina y serena. Y Martina, que se encendía hablando de verbos, de naciones, de guerras y de sinónimos de Berlusconi.

Estos textos, me doy cuenta ahora que acabo, han hablado poco de Dublín. De Dublín como Dublín, quiero decir. Sospecho vuestros rostros decepcionados, pero no voy a pedir perdón a aquellos que tengan este Rincón por una guía de viajes. Daniel no recuerda Dublín como ciudad, casi nunca. Recuerda el tranvía por una conversación telefónica, o la estatua de Molly Malone por un chupete. Un parque grande y verde por las bicis y un pub rojo y oscuro por el “greedy”. Un autobús por las risas y cientos de calles por los abrazos, las bromas, los silencios. Daniel recuerda Dublín como una amistad. Y como una amistad ha aparecido aquí, porque todo paisaje es un paisaje sentimental.


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