Es viernes noche en Dillon, Texas... (y II)


Me parece que la valía rotunda de FNL tiene una causa clara: es una serie de personajes. ¿De personajes una serie sobre un equipo de fútbol americano? Efectivamente. Suele pensarse que el deporte en equipo tiende a anular la individualidad para favorecer los engranajes de la colectividad. Me parece un pensamiento equivocado. La colectividad se refuerza no anulando la individualidad de sus componentes, sino tratando de armonizar las mejores virtudes de cada uno de ellos. Este planteamiento es el que aplica el coach Taylor en su dirección de los Panthers y el que los creadores imprimen a la serie para convertirla en lo que toda obra artística debe ser: un espejo de lo humano.


El primer personaje clave de la serie me parece que es el propio Dillon. Un pueblo tan ficticio como reconociblemente tejano. Mediano en su tamaño y sus aspiraciones, una mancha de ‘urbanidad’ asediada por la naturaleza en derredor. Dillon tiene todas las características para acoger una sociedad dispersa, tenuemente interactiva. Pero Dillon tiene también una obsesión que es su amalgama: el fútbol americano. Los Dillon Panthers son el elemento sobre el que gravita el 99% de la actividad social del pueblo. Eso convierte a Dillon en una bestia. Literalmente. Capaz de auparte a la invencibilidad si las cosas funcionan, pero capaz también de devorarte (en todos los sentidos posibles) si los resultados no acompañan. Es, sin embargo, una bestia entrañable a la que todos echan de menos cuando se alejan.

Eric Taylor es el personaje humano sobre el que se construye la serie. Serio, austero, diligente. Tiene ante sí una temible tarea: gestionar una ilusión, la ilusión de ese Dillon avasallante por su equipo, capaz de tocar la gloria en el brazo de Street. Pero Street se parte la espalda, la ilusión se degrada con el crujido y el equipo sale a buscar olvido. Les duele hasta en los ojos la imagen de su mariscal mesando el césped. El único que se queda es Taylor, que siempre se queda. Con su lema genial: Clear eyes, full hearts. Can’t lose! Y es Taylor, uno de esos genios de palabra corta y profunda acción, el que reconstruye el sueño. Pieza por pieza, jugador por jugador. Hasta la victoria, que no tiene tanto que ver con el deporte como con la vida. Taylor es tan perfecto que hasta tiene momentos de imperfección.

Pero Taylor no podría haberlo hecho solo. Su triunfo en la empresa de cabalgar ordenadamente sobre las tornadizas aspiraciones dillonianas le debe mucho a Matt Sarracen. Un chico callado, tímido, instrospectivo, de verbo entrecortado y carisma en fuga. Pero con valor. Un valor forjado en el abandono de la madre y la ausencia del padre. Un valor afilado en el ejercicio de ser hombre cuando se es solamente un niñato. Sarracen, sin un aspaviento de debilidad o presunción, asume su carga y avanza. Cuida de su abuela (que merece una entrada para ella sola, tan fantástica), se convierte en la órbita del equipo. No es un genio deportivo, pero tiene la fortaleza suficiente para aguantar la insidiosa comparación con el héroe caído mientras se liga a la hija del entrenador (otro personaje interesante y complejo) y construye con ella una relación romántica tan potente que apenas les hace falta almíbar.

Hay, por supuesto, otros personajes. Tami Taylor, a la que el título de ‘esposa del entrenador’ se le queda manifiestamente corto. Landry Clark, escudero de Sarracen, tan feo como inteligente, tan racional como enamoradizo. Tyra Colette, cuya mente y corazón desprecian el predestino de macho alfa y estriptís a que parece abocarla su bello cuerpecito y su desinteligente mamá. O está, no se me olvida, Tim Riggins: un personaje probablemente concebido para afianzar el target de adolescentes femeninas que acaba convirtiéndose en la más interesante lección de nobleza, valentía y ruda bonhomía que recuerdo haber visto en mucho tiempo. Si exceptuamos a Toby Ziegler, del que ya os hablaré cuando regrese a la Biblia del arte en tele: El Ala Oeste.


Es viernes noche en Dillon, Texas... (I)



… y todo el pueblo está en el estadio. Ahora que la temporada televisiva (estadounidense, of course) carga ya con algunos cadáveres a sus espaldas, creo que es un buen momento para recordar una gran serie: Friday Night Lights. Quitad, ignorantes, esa cara de extrañeza. Friday Night Lights se emitió en la cadena estadounidense NBC desde octubre de 2006 hasta julio de este año que se nos despide amarillándose. Cinco temporadas; 76 episodios. Premios a gogo. Y una interesantísima trayectoria televisiva. ¿Que todavía no os he contado de qué va? Joder, qué despiste. Ahora si eso.

Uno de los más fascinantes espectáculos del mundo es, para mí, el del error pontificando. La displicente mirada de la idiocia masticando uvas en la cátedra. Tuve oportunidad de verlo cuando se estrenó FNL. “Puagh, otra serie de adolescentes deportistas”, dijeron muchos perezosamente. Después cambiaron de opinión, claro, y solamente les faltó escribirle canciones al coach Eric Taylor. A muchos de esos muchos les valió el perdón la enmienda. Bien está, pero no el mío. Antes de su error estaba un episodio piloto de impecable factura y superficie. Cualquier equivocación ante aquello era un insulto. Como escupir ‘Sí, está bien’, ante El Padrino, o así.

Se dejaron engañar por lo evidente. Friday Night Lights parecía una serie sobre jóvenes americanos jugando al fútbol americano. Friday Night Lights parecía el paraíso de la hormona y la cheerleader. Friday Night Lights parecía un nicho más de la adolescencia llorona y perdis. Quiá, parecía, parecía. Friday Night Lights se levanta, desde el minuto 33 de su metraje, como una transgresión extrema. Esa escena, en la que el héroe yace quebrado en la yarda 38, define a FNL como una creación insolente. Como la reformulación de todo un género (el del cine de deportes, y no es exagerado lo de ‘cine’) y su reconstrucción con materiales más humanos por menos maniqueos.

La grandeza de FNL crece cuando se avanza a través de sus tramas y sigue sin aparecer la autocompasión, el buenismo o la llorera. FNL se construye magníficamente en el espacio, tan inmenso y tan mínimo, que hay entre un héroe y un minusválido. Pero se hace más magnífica todavía cuando anuncia su pretensión de no seguir la trayectoria de la silla, sino de escuchar el ruido de las ruedas en el rostro de los que la ven marchar. Voy a tener que dedicarle más entradas a esta serie y, como conozco a mi audiencia, sé que no me hace falta decir que también hay pivones y pivonas en la serie para mantener vuestra atención y dosificar vuestra paciencia.


 P.S. Una de las cosas que le debo a Friday Night Lights es mi afición por el fútbol americano, un deporte que supe concebido a mi medida cuando supe que es, en esencia, un engranaje de estrategia y táctica. Pero, de deportes, seguro que os habla mucho mejor este señor.

El luto de una manzana




Me enteré de la muerte de Steve Jobs a las tres de la madrugada. Por un twitter, escueto y lívido, de The New York Times: NYT NEWS ALERT: Steven P. Jobs, Co-Founder of Apple, Dies. Voceé la noticia instintivamente, cuando la cascada de reacciones comenzaba a vigorizarse. Esta mañana, ésta era ya imparable. Y reveladora. La muerte de Jobs ha sido tratada con los honores que los papeles solían reservar a los protagonistas excelsos de una época.  Jobs lo ha sido. Y su rostro enjuto, su mirada acerina, su levedad profética reina hoy en todas las portadas del mundo. Un mundo que debe mucho de su actual definición (y callen los pesimistas cobardicas) al señor de San Francisco.

Sólo he manejado un Mac dos días de mi vida y me costó una bronca con irlandés estúpido. He disfrutado de Dylan en un iPod prestado. He visto solamente de reojo la magnífica suavidad líquida del iPhone. He odiado profunda y sumariamente a todo aquel que ha presumido de iPad ante mi rostro. No he poseído ninguno de los aparatos ideados por Apple; pero no pienso dejar que ese tonto detalle coarte mi lamento ni mi pena. Sentí anoche que moría el artífice de una era, y compartí tan rápido su muerte porque necesitaba compañía en mi desconsuelo. Y no entiende el desconsuelo de protocolos ni de clubes exclusivos.

Las creaciones de Jobs le han hecho merecedor de todo tipo de adjetivos. Esa mirada azul, limpia y tensa: visionario. Tres días de barba gris en la mejilla, el cráneo pelado y brillante: profeta. El verbo despierto, la sonrisa amplia, una ambición trabajadora y empeñada: genio. Quiero sumar otro adjetivo a la lista. Menos espectacular, menos brillante quizás. Pero a mí me parece que ha muerto un empresario de los sueños. Un hombre transido a partes iguales de pasión y raciocinio, que emprendió y brilló en la magna tarea de forjar belleza esculpiendo en la fría eficacia exacta de la tecnología.

De cómo se explora un árbol




La hiperactividad cinéfila reflejada en El Rincón Insolente estos últimos días se debe fundamentalmente a una propuesta comercial inteligente y, por lo visto, exitosa. La Fiesta del Cine te permitía, con una acreditación bastante poco exigente, ver cualquier película que quisieras, a la hora que quisieras, por sólo 2 euros. Aproveché, como se suele decir.

El árbol de la vida (Terrence Malick, 2011)

            Hay películas (como frases, libros o canciones) que te agarran de las solapas del inexistente traje y te dejan temblando, llorando, riendo o cualquiera de esas cosas que hacemos los sensibles. Hay otras (también frases, libros, canciones) que te esbaratan (como diría Morante) con sólo mirarte. Con sólo dejarse mirar. El árbol de la vida campea en esta categoría segunda. A Malick no le hace falta más que un manojo de escenas para iluminarte el tuétano. Ni un tirón, ni un mal gesto, ni una (de momento) mala voz. Sólo cine, pulcro y precioso. ¿Qué pasa cuando ésto pasa? Pasa que, frenéticos y ojipláticos, nos ponemos a buscar metáforas. ‘Poesía’ y ‘sinfonía’ son las dos que predominan entre los papeles tributados a El árbol…. No problemo. Yo soy, lo saben quienes me conocen, un partidario hasta feroz de las metáforas. Pero no en esta ocasión.
            ¿Por qué? Porque la película de Malick es ya una metáfora. Con la potencia suficiente como para merecerse el respeto del lenguaje desadornado. Acierta Vicrobach en su Sueños. Ext. Día (donde se puede leer de cine más y mejor que aquí) al decir que el tejano pretende contarnos, nada más, la mayor historia que puede ser contada. La vida. El acierto esencial de la película, con todo, no está en ese objetivo, sino en el ímpetu con que se afronta su consecución. En la sutilísima profundidad que se precisa para convertir a una familia en compendio de lo humano. (La mandíbula cuadrada de un maduro Pitt y la algarabía petirroja de Jessica Chastain, pienso, son la concreción sólida y ágil de dos universales: civilización y naturaleza, orden y libertad, compostura y sentimiento). En la valentía preciosista que requiere toda meta elevada: penetrar lo trascendente (algunos dicen religión; no diría yo tan poco) a través de lo más netamente cotidiano. En la esperanzadora lucidez de un cineasta que testimonia con su trabajo último la pervivencia de esa ambición que termina por ensanchar los límites del cine.
            El árbol de la vida exige un sitio destacado en la historia del cine y lo hace con merecimiento; con ella, se desbroza en parte esa senda últimamente infrecuentada que conduce a la neta reflexión valiosa. Su trasfondo filosófico, pues, la define como punto de inflexión, pero le adornan más medallas. Por ejemplo, la tensa sutileza de una historia que sería grande aún sin poso metafísico: recuerdo y remordimiento. O la perfección inmaculada con la que está retratada la camaradería adusta que enlaza a los niños de por vida. O la limpieza con la que cada mirada y cada frase tiene exactamente el peso y la largura que ha de tener para significar exactamente lo que tiene que significar. El aquilatamiento de su simbolismo. Leí que Penn, al ver el montaje, se rasgó las vestiduras. “Me ha cortado. No la entiendo”. ¿Hay que entenderla? Tanto como entendamos la vida.


Almodóvar, las oportunidades y un pijama color carne

La piel que habito (Pedro Almodóvar, 2011)

La imponente campaña publicitaria y mediática de la que se ha visto precedida presentó esta película como la más oscura jamás rodada por Pedro Almodóvar, como la cinta que inaugura la madurez cinematográfica del manchego, como su más peligrosa excursión, por ser al fondo oscurísimo de un pozo. Todo trola. La piel que habito es una de las peores películas que he visto en los últimos tiempos (me recordó al verla a Vicky Cristina Barcelona, no porque se parezcan en nada, sino porque representan un igual tipo de desfase: expectativas y ejecución) y no es ni mucho menos la mejor de Almodóvar. No he visto Pa negre y no tengo por costumbre embarrarme en debates mierdosos, pero sí sé que La piel que habito no merece representar a España en los Óscar.

            El cine es nada menos que una sucesión de oportunidades. Y creo que el talento consiste en aprovecharlas. Una oportunidad es una idea. Una historia. Es una anécdota. Es un guión. Un plano o una mirada. Es un actor o una actriz. El buen cine es una sucesión de oportunidades apuradas en la persecución de un objetivo: narrar con la mayor potencia posible. Comprenderéis por esto que la peor crítica que pueda hacerle yo a una película es decir de ella que es una oportunidad perdida. La piel que habito es una oportunidad perdida. Es una oportunidad perdida por Almodóvar para ser realmente todo eso que la propaganda vociferaba que había llegado a ser. Una oportunidad para demostrar que es capaz de abandonar la confortabilidad de sus tics y manierismos, capaz de explorar dentro de sí más allá de la pose con la que ha triunfado, capaz de articular un discurso profundo, y no pretendidamente profundo.


            La piel que habito (título genial, por cierto), es una oportunidad perdida también porque Almodóvar desaprovecha en ella dos elementos que muy pocos cineastas suelen tener al mismo tiempo: una historia y una interpretación. La historia de un Ledgard, cirujano y psicópata, vengador extremo, es una historia profunda y tenebrosa, turbadora exploración de los quistes del espíritu. Una gran historia, que Almodóvar dilapida en el altar de su intuición: frivolidad, gratuidad, carnavalismo, pátina. Una gran historia que Almodóvar, y mirad que es triste esto, sacrifica al someterla a sus pretensiones. La interpretación es la de Elena Anaya, que logra probablemente lo contrario de lo que quería conseguir: cada uno de sus gestos y palabras, de medida contundente, de potencia silenciosa, no defienden la película, sino que la descubren. La perfecta economía de su interpretación ridiculiza el perfecto despilfarro torpe de la película. Su trabajo magnífico rasga violentamente el pijama color carne que le había diseñado Almodóvar.


¿Siglo de inaguración terrible?


Hace unos pocos días se cumplieron diez años del ataque a las Torres Gemelas del World Trade Center neoyorquino. Diez años de la mayor masacre terrorista de la Historia. No sólo por los muertos. Más allá de ellos, el 11-S fue una ‘performance’ asesina. Un espectáculo de muerte y fuego. Una fogata sacrificial en el corazón del Imperio, dicho en retórica asquerosa. Los actos de conmemoración no se han celebrado sólo en Estados Unidos, sino también en buena parte de Europa, de uno u otro modo. Algunos han escrito que ésta ha sido la última vez que Estados Unidos conmemorará la fecha con tanta pompa y cobertura. Bien está para mí, que nunca he terminado de comprender (y no me toméis por un ingenuo) el fundamento de ese tipo de actos. Tengo que admitir ante vosotros, sin embargo, que la conmemoración de los diez años ha dejado algunas aproximaciones interesantes a lo que significó aquel día. Históricamente hablando.



            Un ejemplo es el especial que el suplemento cultural del diario El Mundo le ha dedicado esta semana al 11 de Septiembre. Más en concreto, la pieza 11-S,¿el día que cambió el mundo?, en la que varios intelectuales (Espada, de Azúa, Sotelo, Avilés, Charles Powell) debaten sobre la profundidad de los cambios provocados por la masacre en el mundo en que vivimos y sobre algunas cuestiones aledañas. La interrogación sobre el papel del 11-S en la configuración de nuestro orden es una interrogación grave. Charles Powell y Arcadi Espada presentan argumentaciones diferenciadas pero concurrentes: se han exagerado los efectos que la masacre de Nueva York ha tenido sobre la configuración del mundo contemporáneo. Juan Avilés discrepa relativamente: los ataques tuvieron efectos transformadores, mas sobre un campo limitado: el de la percepción del terror. En todo lo demás, escasa huella.

            No comparto, disculpen la insolencia, sus conclusiones sobre el tema. Como contemporaneísta en proyecto, el 11 de Septiembre me ha interesado con frecuencia y con intensidad. A mi capote, el hundimiento de las Torres Gemelas sí constituye una transformación lo suficientemente profunda como para ser caracterizada de ‘refundación’. Veo en el 11-S el pórtico, televisivamente letal, del siglo XXI que transitamos. No soy, aunque os engañe mi mal carácter, un pesimista y no es mi intención lloriquear sobre el final, snif, que nos espera con tal principio. Señalo sólo que el 11-S cambió el mundo. Y apunto que el cambio no es necesariamente malo, aunque venga de la mano de la muerte. Las interrogaciones del título sólo están porque me ablando a veces y contemporizo con la hipotética discrepancia…

            Powell argumenta que el impacto económico del 11-S fue escaso, y a mí me parece que esa es una argumentación de vista corta. ¿Escaso? Quizás la reorganización de todo un sistema geopolítico, la contracción acusada del sector turístico, la inauguración de un período de inestabilidad financiera, la implementación de sistemas de seguridad nuevos y más exhaustivos en todo el mundo merezcan el calificativo de ‘impacto económico escaso’. Yo, desde luego, buscaría otro adjetivo. Tampoco estoy de acuerdo con Espada, y creedme que me cuesta discrepar de él. Advierto la inteligencia de su teoría sobre la dimensión simbólica pero no transformadora de actos como el del 11 de Septiembre. Pero no creo que esté aceptando las implicaciones de su idea al negar que un símbolo pueda ser herramienta de transformación, y no sólo la síntesis del cambio.

            Aunque no rehúyo nunca una buena gresca, no es mi intención desgranar pormenorizadamente el debate. Sois lo suficientemente mayores como para tener curiosidad y lo suficientemente jóvenes como para no necesitar dientes postizos. Sí quiero señalar la importancia que a mi juicio tiene el debate mismo. El 11-S es un tema necesitado de atención leal y sosegada reflexión. Sus inmediaciones precisan de una cierta poda: hay en torno suyo una muralla soflamática, apasionada y irreflexiva que impide convertir el asunto en tema para la historia. El que recoge el especial de El Mundo no es puramente un debate historiográfico. Pero sí es un intento por acercarse con inteligencia a una cuestión fundamental. Es algo así como un machetazo en la maleza. Restan muchos, pero siempre son importantes los primeros, ¿no?
 

Una madre pivón, un padre marica y tres primos


Pongo en el Rincón una balda nueva: la del cine. No sabría deciros qué puesto ocupa en el ránking de mis pasiones; porque los términos ‘ránking’ (¡’ránking’, qué fealdad) y ‘pasión’ me parecen excluyentes entre sí, más que nada. Y ya, ya sé que mi gusto por el fútbol americano, cifroso y encendido al tiempo, supone una contradicción con esto, pero ¿qué más da? En todo caso, el cine es una de mis pasiones, aunque sea en mis gustos tan heterodoxo como lo soy para todo lo demás. El cine es un añico de nuestras vidas y a mí me vuelven loco los detalles. Así que…recientemente he visto:

La prima cosa bella (Paolo Virzì, 2010)



            Abrid bien los orejos, porque voy a hacer un ejercicio de humildad: no sé de cine. Se me escapa todo eso de los tiempos, los planos, las secuencias. Se me escapa, ay, el raccord. Lo intento, de verdad: llegar, sentarme y ver entre chuchería y chuchería, qué tío, qué plano, qué fiera, qué zoom. No me sale. Lo que pasa es que no tengo alma de director. Si es que el alma existe. Estoy enfermo de guión. Y por eso, cada vez que piso el cine me veo haciendo lo mismo: poner a prueba mi convencimiento de que una obra sólo puede aspirar a ser maestra si es perita en estrujar entrañas. Me veo buceando (el único lugar, físico o espiritual, en el que puedo hacerlo) en la historia. Busco fundamentalmente tres cosas: escritura, belleza y universalidad. Así de limitado soy.
            La prima cosa bella tiene las tres cosas. Tiene un guión de eje doble que se despliega sin estridencia alguna, brillante mas desenjoyado; una pieza de escritura mediterráneamente lírica que habla de belleza, infancia, familia, amor. Por si no hubiese suficiente universalidad en esos ítems, los quiebra y muestra en una historia sobre la extremada elasticidad de los lazos familiares. Así pasen décadas y continentes. Una madre tan preciosa por dentro como por fuera. Un padre que sufre en realidad un galopante síndrome de Stendhal, así lo llamen infarto los galenos. Una niña, y una chica, y una mujer que atraviesa la línea del tiempo aparentemente sull’ la parra. Y un niño, un hijo, un hermano, un hombre que tiene unos cuantos problemas para enfrentarse a su futuro solamente porque todavía no se ha decidido a enfrentar su pasado.
Escritura y universalidad, ¿y la belleza? La belleza en ese baile madre e hijo, y unos salvajes riendo. O en ese abrazo hermana/hermano, todo añoranza y soledad. La belleza en la lealtad de un vecino que ama sorda y grandemente a esa mujer y sus hijos. O en ese certero y vibrante y perfecto ‘es insoportable pero me encanta’. La belleza en esa madre que mueve cáncer en cada pestañeo y, aún así, es capaz de conseguir que todos a su alrededor peleen un poco más intensamente por su propia felicidad.

Beginners (Mike Mills, 2011)



            A amar se aprende. Comprendo vuestra cara de fastidio: ‘nací aprendido’. Pero es mentira. A todos nos gusta pensar que no nos hace falta escuela, que será esa brújula esquizofrénica que se nos despierta en el pecho la que acabará llevándonos, pies en algodón, a un amor pluscuamperfecto. Todo trola, queridos. Amar es el principal, y el más difícil, ejercicio intelectual del corazón. De ahí lo de la ‘inteligencia emocional’, supongo. Como en todo deporte, se mejora con la práctica. Pero es el más difícil de todos los deportes, y por eso somos siempre principiantes (conozco un hombre que pronuncia, ¡y embellece!, esta palabra, ‘principiantes’, con un inmenso desprecio de viejo perro).
            Esta idea cimenta la película de Mills. Uno de esos guiones que tienen todas las papeletas para gustarme: sobriedad, desnudez, inteligencia. A pesar de escenas tan lamentables como la que hace coincidir al protagonista y la protagonista en una fiesta de disfraces, la película se tiene en pie sobre un guión complejo, con trazas posmodernas en la fragmentariedad y fondo clásico en el ímpetu y las enseñanzas. Está dicho que la enseñanza fundamental de la película es el aprendizaje del amor. La manera en que el amor de los demás transforma el nuestro. Un poner: el amor de papá por otro hombre, después de cuarenta años casado con mamá. Pero le veo una arista más a la película, y es que Beginners acaba siendo una reflexión sobre la agridulce aventura de crecer. Tengas veinte, cuarenta u ochenta estacas.
            No os dejéis engañar, cuando la veáis, por esa primera escena del romance. Viene después una historia de diálogo honesto, de caricia balsámica y tormentoso devenir. No perdáis detalle tampoco de la madre excéntrica, que capitaliza algunos de los momentos más brillantes y canallas de la película.

Primos (Daniel Sánchez Arévalo, 2011)



            Un solo visionado de Azuloscurocasinegro me sirvió para convencerme de que Daniel Sánchez Arévalo era uno de los más descollantes jóvenes directores del cine español. Me pareció que demostraba en aquella película, tan amarga como inteligente, una habilidad infrecuente para trenzar historias de simplicidad compleja y una pasmosa comodidad a la hora de transitar por la filosa región que existe entre lo trágico y lo cómico.
            Se me pasó Gordos, que tengo anotada como asignatura pendiente (larga vida a Garci, por cierto) con referencias elogiosas. No se me ha pasado Primos, que vi en un primer visionado algo atragantado y que disfruté en uno segundo, más reposado ya. Aunque esta última se tiene por obra liviana (un capítulo más en el error de prestigiar lo serio ‘per se’), a mí me parece que supone un horizonte superado en la madurez de Sánchez Arévalo. Lo explico, por evitar la gratuidad: Primos está atravesada de cabo a cabo por lo cómico, pero cada risa, cada sonrisa, enseña la madre (como el vino) y ésta es negrísima. Que Sánchez Arévalo profundiza más en esa región frontera, o sea. Y que le sale tan bien esta espeleología que ofrece una lección fundamental: la confianza en el hombre y su futuro. Que sea hoy, cuando muchos lloriquean cobardía frente al porvenir, le otorga puntaje doble.
            Los pilares de Primos son el amor y la amistad. Es decir, el amor por partida doble. Digo ‘amistad’, y no ‘familia’, no sólo porque sospeche que ese del título es un irónico ‘primos’, también porque los ‘primos’ que pueblan la película no extraen su ligazón de un apellido, sino de un pasado mítico y común. Primos es la historia de varias resurrecciones. La de un amor de verano que es en realidad un futuro en mímesis. La de un corazón sensible acorazado en madridismo  y puterío. La de un soldado de magullada valentía que empeñó su testosterona por un botiquín y su gestora. El núcleo de Primos es (con tres actores protagonistas en sublime momento) una parábola óptima sobre la capacidad de los hombres para terminar logrando una miaja de felicidad.

¿La JMJ?: Un cuento


La noche de Madrid le hace a uno capaz de atropellar kilómetros. La noche de Madrid despeja los sentidos, y se va entrando la belleza por los ojos como sin darse cuenta. La noche de Madrid es un perfecto reservado para charlar con la ciudad y sus estatuas, como si uno no estuviese en realidad hablándole al espejo. Pero estaba distinta la otra noche la noche de Madrid. Gentío y algarada. ¿Qué es esto? Peregrinos. ‘Peregrinos’. Fascinante hasta la preocupación el modo en que las palabras van multiplicando sus capas y su contenido. Así entra el bullicio en el peregrinar. Es obra del hombre, como toda sofisticación.

Ni siquiera La Cibeles, de leones domadora, era la misma esa noche. Su plaza, tantas madrugadas colmena urbana, imagen de esa inverosímil ausencia de perfecto caos letal que constituye el tuétano de las ciudades, era sólo una empalizada. Con escenario, pero empalizada. Eché de menos los búhos que portan en sus alas miles de borracheras y de sueños. Hasta que una chica deshizo mis nostalgias. Peregrina de uniforme. Español despacioso y desmayado, castellano desaristado. Ojos de juventud recién conquistada, o de adolescencia sobrevivida. De una brillante oscuridad. ¿Piel de bronce? Así lo dicen, aunque no me convenza del todo la metáfora. ‘Guapa’, está obligado a decir un madrileño. Y algo nerviosa, todavía.

-Necesito su ayuda, por favor.
-Dime.

Me explica que tiene un problema grande. Que tiene que llegar al colegio en el que está alojada junto a sus compañeros de peregrinar. Tiene que hacerlo antes de una hora concreta y peligrosamente próxima. De ahí la tensión: no encontrarse las puertas cerradas. Lo peor no sería dormir al raso sino, supongo, el polvo de la habladuría que la cubriría de repente al encontrarse con su grupo. ‘Durmió fuera…’. La escucho. Y es entonces cuando surge. Un borbotón de épica.

-Tranquila, soy de aquí. Te puedo acompañar y así te guío. Creo que todavía te da tiempo. Y si no, te hago compañía al raso.

Mienten las caballerías. La épica, al menos de primeras, amilana a las mujeres. Y ésta sólo dijo un apocado ‘muchas gracias’. Lo hice lo que mejor que pude y, por supuesto, no llegamos. A tiempo, quiero decir. Las puertas, y parecían de película malucha, altas y estrechas, estaban cerradas. Ni siquiera recurrió a la insistencia en el aldabonazo. Buscó un banco y me senté a su lado. ‘Márchese, no hace falta que se quede’. ‘Hablaba en serio’. Y sigo sentado mientras se ovilla en un extremo. Y sentado sigo, disfrutando mi bohemia, muchos minutos después, cuando me mira y pregunta:

-¿No le van a echar de menos sus acogidos?
-¿Mis qué?
-¿No es voluntario?

¿Hace falta contestar? Los dos sabemos que no. Se desovilla y mira las puertas cerradas.

-Pensé que era voluntario. Se ha comportado como uno.
-Es un cumplido, supongo.

Calla.

-Me he comportado normal.
-No cualquiera lo hubiese hecho.
-¿Y sí cualquier voluntario?
-Tiene razón.

Mira las puertas. Entierra la cara en las manos y la desentierra al poco.

-¿Cree en Dios?
-No.
-¿Y quiere creer?
-No entra en mis planes.

Sonríe. Y pregunto.

-¿Tú crees?
-Parece que sí, ¿no?
-No tienes por qué responder.
-Sí, creo.

Calló de nuevo. Y aproveché para observar que la noche no es solamente oscuridad. O un solo tipo de oscuridad. La noche es un catálogo de intensidades ensombrecidas. Preguntó.

-¿Por qué no cree?
-No tengo necesidad. Confío en los hombres.
-¿Creer en Dios es desconfiar de los hombres?

No hubo apenas silencio esta vez. Y ella tenía una extraña sonrisa cuando dije:

-En cierto modo, ¿no te parece?
-Es probable que tenga razón. Pero también es confiar en ellos de un modo especial, ¿no?
-No veo cómo.
-Se depositan en sus manos las posibilidades de su propia salvación. Se nos concibe como capaces de salvarnos.
-Si es innegable, si todos somos creación de Dios, ¿por qué yo no creo en esa salvación? ¿O por qué no creo en Dios?

La noche no muere repentinamente. Suele ir disolviéndose poco a poco, replegando sobre los más claros sus azules más oscuros. Y así sigue, como implosionando, hasta que el alba deshace sus últimos girones. Es una bella secuencia. Como bella me pareció su despedida, mientras un sacerdote anciano de greña alborotada y vestido inacabado abría las puertas altas y estrechas.

-Porque en el fondo los hombres acaban haciendo lo que les da la gana.

Mi Berlín

Berlín es un exceso y es una avalancha. Berlín es la borrachera de los cultos. Es una luna tempranera y un educadito sol, que no molesta. Berlín es una urbanidad adelgazada de humo. Es un callejón y es un bulevar, atravesados ambos de la misma intensa vida. Berlín es ciencia y fantasía, o es fantástica ciencia y científica fantasía. Berlín es, desde que llegas, un discurso sobre la capacidad de los hombres para tomar el mundo entre sus manos. Y fruncir el ceño o sonreír. Berlín es mil museos y lo que en la calle hay. Berlín es una maravillosa y extraña ausencia de ruindad. O una extraña y maravillosa por infrecuente grandeza. Berlín es XVIII y es XXI. Es Pérgamo y Alexander. Berlín, aquí está, es una insolencia de matices. Berlín es uno y ciento.

Mi Berlín comienza en 2008. Un febrero. Frío centroeuropeo. Hubo en aquella primera visita más proyecto que eficacia, pues la enormidad de la ciudad nos revolvía constantemente los horarios y los planos. Nuestra curiosidad conquistadora tuvo, con todo, algunos éxitos. La andadura por la Museuminsel, por ejemplo. Es un paseo doble y simultáneo: recorres la Antigüedad y recorres el afán germano por rescatarla. Nunca Egipto, lo reconozco, fue protagonista de mis desvelos, pero Nefertiti bella y tuerta me miró y por ese instante, sólo por ese instante, quise explorar la entraña piramidal del Nilo. Ante el Altar de Pérgamo sufrí lo que esperaba: uno de mis abcesos mitológicos. Recuerdo mucho nuestra tensa búsqueda del Muro superviviente y una ligera decepción al encontrarlo, al filo ya de la oscuridad: tenía poco color aquella Gallery del Lado Este. Hubo otras muchas cosas, muchas otras visiones. Hubo la visita a un campo de concentración en la que no quise participar. Hubo cerveza y hubo currywurst. Hubo una multa injusta y hubo un paraguas perdido. Hubo H. Hubo sobre todo esa sensación, tan balsámica, de crecer en belleza junto a gente querida.

Mi Berlín prosigue en julio pasado. Verano inofensivo y hasta camuflado de otoño. Mi hábitat perfecto, aunque moleste el agüilla a los turistas. Fue, ha sido, el cenit de mi enamoriscamiento con una ciudad que recorrí más exhaustivamente que aquel invierno. La soledad ayuda a la profundidad. Y la llovizna me pone tonto. Creí recorrer junto a las losas que esqueletizan el Mauer el camino de mi tumbo hacia la Contemporánea. Visité lugares visitados y disfruté con el contraste de impresiones que imponen los años, aunque sean pocos. Me perdí buscando una cárcel de la Stasi, pero encontré en cada calle una píldora de belleza y significado. Como el Memorial del Holocausto, el monumento que conozco donde la vida ha obrado con más intensidad su milagro: pueblan los niños con su risa el intersticio entre hormigones. O las paredes del Reichstag, que conservan la huella soviética victoriosa. O ese Nikolaiviertel, Medievo reconstruido, que bien mirado no es sino una ramificación de la letal testarudez ideológica sigloventista. Pude leerme la ciudad como leerlas me gusta: en paseos sin más objetivo que la multiplicación. Disfruté una hogareña cotidianidad y paseos vistas al lago en el Tiergarten. Fui feliz con H. Fui feliz en la más grande prueba de que los hombres, aunque sea despacito, aprendemos: Berlín.


La retórica violenta del futuro

La Revolución Francesa ejemplifica perfectamente el efecto que tiene el constante manoseo sobre determinados acontecimientos históricos: los convierte en ‘souvenir’. Se suavizan sus perfiles, se obvian sus claroscuros, se simplifica su trama hasta rozar la idiocia. La Revolución Francesa, por eso, ha quedado a menudo convertida en un vulgar museo: lugares comunes en pedestal. Un jarrón en el que se colocan flores. Y así. Todo este proceso (en el que subyace, por cierto, un tema sobre el que se puede discutir todo lo que se quiera: las consecuencias de la masificación de la cultura) no es sino la más directa vía hacia la incomprensión. El lema ‘Liberté, egalité, fraternité’ sigue blandiéndose hoy como una espada, pero lo que se blande en realidad es la vaina. Quitarle al mantra su parte última ‘…ou la mort’ es una argucia que ayuda a disfrutar mejor la ‘experiencia revolucionaria’ pero también a salir de ella sin haber comprendido nada. Más o menos como del tren de la bruja.

  

            Y es que la muerte dominó el paisaje de la Revolución Francesa. No cualquier muerte, sino la ‘muerte política’, con lo que eso duele. La ‘muerte política’ es particularmente desagradable, porque suele llevar aparejados intentos varios y malolientes de disimulo y justificación. He escrito la palabra: desagradable. ¿Desagradable? ¿La Revolución Francesa? ¡Quiá!, que diría un maestro. Desagradable, yes. En realidad no tanto: la Revolución Francesa fue (solamente, detallitos) humana. Ésa me parece que es la idea fundacional de Ciudadanos. Crónica de la Revolución Francesa, de Simon Schama. Uno de esos libros que han de aspirar a la trascendencia. A un lado la interesante (e insolente) postura historiográfica de Schama, su obra resulta magnífica, en el más puro sentido del adjetivo. Tiene su interpretación la inteligencia y la profundidad suficientes para contrarrestar tantos años de charleta topicona. La Revolución Francesa se escribió con sangre. Aquellos que se han ocupado de la Revolución y han tratado de relativizar el papel de la violencia para que el mito permaneciese incólume, sólo deberían haber conseguido retratarse como cínicos equivocados. Porque bucear en las ‘oscuridades’ de la Revolución (y la violencia sería una de ellas) no persigue desacreditar ni uno solo de sus méritos históricos. Únicamente comprenderlos mejor.


            La Revolución Francesa es, se ha dicho muchas veces, la puerta de entrada a la Contemporaneidad. Pero lo es en más sentidos de los que suelen reconocerse, y con más matices de los que es costumbre apreciar. Aquel proceso es el perfecto escenario de la Contemporaneidad no sólo porque en él fueron definiéndose la democracia participativa y el hombre libre, sino también porque su trayectoria es uno de los trazados en que mejor puede verse la ambivalencia de toda empresa humana. La manera, y perdonad, en que el hombre aspira a la gloria desde la más infinita mierda. La manera en que los edificios que habitamos (políticos, morales, éticos) tienen por cimiento una grande pila de cadáveres. La única manera, en suma, que tienen los hombres para ir construyéndose el futuro: provechosamente equivocándose.


P.S. Esta es la entrada que inaugura el blog y quería que en ella quedase claro su espíritu insolente. No sólo por la insolencia de Schama al interpretar la Revolución Francesa; también por la mía al interpretar a Schama. Mi insolencia rinconera es en realidad una persecución doble: la de afinar mi comprensión de las cosas y la de despertaros al debate. Aquí os espero. Sed bienvenidos.