(Des)memoria de Adolfo Suárez



Adolfo Suárez es una metáfora triste. Su memoria desvanecida ha privado a la más reciente epopeya política española de un protagonista y un relator. Es el héroe mudo de una travesía magnífica por la dimensión de los peligros que hubo de sortear y por la trascendencia de sus logros. Cumplió hace unos días ochenta años y hace ya bastante que no sabe quién es ni sabe lo que hizo. Ese olvido suyo de sí mismo ha dejado su empresa un poco a la intemperie de los ácidos ideológicos que la oxidan, la demedian, la maltratan. La Transición es hoy escupidera, y no está su voz de autoridad para abortar el escupitajo al mismo filo de los labios. No tiene más razón el gargajo, conste, por volar impunemente. Se le han muerto alrededor los coetáneos y se ha deshecho en elogios la marabunta respectiva. ¡Oh, Fraga; Carrillo, oh! Ninguno ha reparado en que fueron secundarios de este hombre olvidado de sí mismo. Incluso cuando no estaba enfermo.

Conozco los riesgos de idealizar un acontecimiento o periodo histórico. Hablé de algunos de esos riesgos, que no son sólo intelectuales, en la entrada sobre la Revolución Francesa que inauguró este blog. Si la historia me apasiona es precisamente por lo que hace que otros la teman: su complejidad intrínseca. Tiene como materia prima el más inestable de los materiales: el hombre y sus actos. No tiene jamás, por ello, un único vértice, una sola faz. Cada momento histórico es un embrollo de hechos, voluntades, intenciones y aspiraciones. Por eso sé que la Transición no fue la luminaria democrática y definitiva de Occidente, pero tampoco el engendro de déficits (político, social, democrático, representativo) que algunos ven en ella. La eterna habilidad española para la desmesura hace presa sañudamente en ella, y unos emboscan en la defensa de aquel tiempo su miope conservadurismo mientras otros la arrastran por el barro sólo porque bien le viene a su ideología obsoleta, por más que la adornen de etiquetas cool pero vacías.

Era esperar demasiado de España, de este páramo de necrosis ideológica, de extremos muertos pero rugientes, que comprendiese durante mucho tiempo, que respetase, la labor del único estadista democrático que ha tenido en los últimos cincuenta años. Suárez sí confiaba en España, y se empeñó en crear en ella un sistema democrático de libertades que le venía grande, que le sigue viniendo grande, a la madurez inexistente de su sociedad. Le llamaron traidor y le han seguido llamando falangista. Ésa es más o menos la horquilla terrible de lo político en esta tierra: obediente al destino que te impone la etiqueta, o insultado. Y ésa es la horquilla que ignoró Suárez cuando le tocó hacerlo para hacerlo mejor. Por eso me parece que Suárez es hoy el ojo del huracán del ser político español, su imagen más cruelmente verdadera: un señor con la mente emblanquecida, ignorante ya de sus comienzos y de sus principios.

Los historiadores, que no se han esforzado demasiado en rescatar la Transición de la mera crónica periodística, que han dejado con su abulia que se le dé a ésta el valor de un titular o una crónica interesante por un rato, son en buena parte responsables de que no se contemple aquel período como fundamental más que superficialmente y como cliché. Son los responsables de hacer que lo valioso brille, no de cruzarse de brazos ante la idiocia, mientras a un Padre Fundador se le racanean aeropuertos.

Holmes, el crepúsculo (de Garci)



La última película de José Luis Garci, Holmes y Watson. Madrid Days tiene color de despedida. Que tiene abundancia de ambigú, una buena serie de sombras tupidas y esa sabiduría incandescente y algo dolorida que suele caracterizar el adiós de los inteligentes. No digo que sea un adiós definitivo o tajante, porque eso nunca se sabe. Ni las cataratas de Reichenbach (hogar en este tiempo nuestro de una forma ricachona de frikismo) fueron lo bastante riscosas. Pero sí me parece que Garci tiene a partir de ahora un adiós en cada claqueta. O, al menos, una incertidumbre del futuro, que diría su Holmes. Es posible que lo haya tenido siempre y que por eso su cine esté instalado en la justa distancia emocional que lo hace imprescindible para algunos e inentendible para muchos. En todo caso, las despedidas tienen rasgos malos y buenos rasgos. En la parcela primera, que la sensación de tiempo en fuga distrae algunos acabados; en la segunda, que la sensación de tiempo en fuga aviva la audacia, y se pare un Sherlock propio que pone a sonar a Albéniz en Baker Street.

Si el Holmes de Garci es propio y no común se debe en gran medida a esa noción de despedida: le sale un detective austero de gestos y moral, elegantemente desapasionado, consciente ya quizás de que la grandeza se erige con ladrillos pequeños. Le sale un Holmes en retirada, que mira mucho el reloj mientras suspira, que ejerce el cinismo educado de los que han ido, han vuelto y saben, aunque volverían a emprenderlo, que el viaje no era para tanto. Piquer lo entendió y bien está. La fisonomía ética de este Holmes crepuscular es uno de los dos puntos sobresalientes de una historia de misterio convencional (dicho sea en tono neutro), que se enfanga un tanto persiguiendo a Jack el Destripador por las orillas escasas del Manzanares y se aclara otro tanto en una trama mitad lúcida mitad conspiranoica sobre poderes y aristocracias conchabadas en su corrupción y en su codicia.

El otro punto sobresaliente de la película son sus diálogos. No importa que hable una cabaretera locatis (genialmente interpretada por Macarena Gómez) o Galdós (Carlos Hipólito es casi infalible), da igual que Watson y su esposa Mary (José Luis García Pérez y Leticia Dolera) se calienten en la cama o que el periodista Alcántara (muy bien Víctor Clavijo) explique su pasado. En casi todos los diálogos hay pulso, medida, interés y una vocación de análisis que tiene en algunos casos brillos postizos, pero que les da en general profundidad y, de nuevo, esa pátina melancólica que extiende sobre las cosas la inminencia de una despedida. Es una lástima que el personaje de Holmes, la enjundia de los diálogos y la factura, como siempre maestra, no sean bastante para elevar la película más allá de la corrección, ese terreno que, cuando se habla de genios (Garci lo es para mí) siempre supone un fracaso, aunque sea relativo.

Holmes y Watson. Madrid Days tiene un metraje largo, y resulta excesivo porque no está aquilatado, es decir, que le sobran escenas, fragmentos, esquinas que tienen quizás una vocación estética, que portan una belleza intrínseca, pero que no aportan nada a la película y difuminan la habilidad de Garci para, como haseñalado Bachiller inteligentemente, narrar la cualidad polifacética de la mayor parte de los temas de nuestro mundo. Me preocuparía esta eventual torpeza, si no tuviese la sospecha de que Garci la sospecha. Por eso, quizás, pone en boca de su Holmes una reflexión sobre la idea y su praxis, sobre el edificio y su boceto, que contiene muchas más honestidad, en lo que a creación se refiere, que los fútiles ejercicios de autorepetición en los que otros llevan años empeñándose. 

Un Príncipe contemporáneo


He pasado unos días en Berlín, sin ese engendro capitalista que es el wifi. Un moderno diría que ha sido ‘una desconexión total’, pero yo no soy eso y que ni se os ocurra llamármelo. Ha sido una escapada dulcísima de los temas que suelen ocupar el espacio público de este país miserable en casi todas sus facetas y orgullosamente idiota. Supongo que en Alemania también tienen sus devaneos con la estupidez opinativa, pero como no entiendo el idioma, me libro de sufrirlos y a lo mío. También ha sido una escapada fracasada, porque estaba obligado a volver. De regreso, he hallado este menú en los papeles: fútbol, los ecos de las andanzas forajidas de un diputado nacional, la historia de una señora heroificada por estropear un cuadro cargada de torpeza y buenas intenciones y, ah, la escandalera formada en torno a una fiesta del Príncipe Enrique de Inglaterra.

Si mi pasmo no derivó en colapso fue sólo porque me lo esperaba. Me tentó bastante, durante unas horas, escribir sobre esa señora Cecilia que, a juicio de muchos, ‘ha mejorado’ un Ecce Homo. Con tales ideas sobre la mejora, no se entiende sorpresa alguna ante la ruina del país. Después, me acordé de un profesor comunista de Filosofía que tuve en el Bachillerato y al que debo fundamentalmente dos cosas: el desprecio que siento por el comunismo y una frase: ‘Desconfiad de los hombres de buena voluntad’. Juzgué que esa máxima era suficiente y me fijé en los campanolos de Henry The Prince. No me parecieron para tanto, desde luego. Pero, como siempre, me quedé sólo en mis apreciaciones. Se me dirá que la polémica no tiene origen en España, sino en The Sun. Lo mismo da, replico, porque The Sun es algo así como lo más español que tienen en Albión.

El Príncipe Enrique viaja a Las Vegas y prepara o le preparan una fiesta en la que acaba danzando con varias señoritas, desnuditos todos. A mi inteligencia sólo se le ocurren dos cosas que reprocharle al Príncipe: que no aproveche su viaje a Las Vegas para visitar museos y que se deje fotografiar las brevedades. Pero el Pueblo quiere más y gestiona su puritanismo como quiere: “¡Un Príncipe desnudo, por Dios!”, clama por los callejones de su erial temático. El Pueblo español lo grita con énfasis especial, apoyado en la ventaja de que su Príncipe no tiene edad ya para meneos de ese tipo y de que, cuando la tuvo, fue demasiado soso para dárselos. Al parecer, tener en la línea de sucesión a un individuo fiestero y múltiplemente heterosexual es lo peor que puede pasarle a Inglaterra o a cualquier Corona. Por poco me trago la bola.

Porque es una trola; ¿lo veis, no? La masa gusta de la gesticulación vociferante y se eriza más cuanto más miente. Tras la indignación por la ‘party’ de Henry no hay sino pura y limpia envidia. Es decir, lo que suele haber siempre detrás de los teatrillos de la indignación. La masa critica la fiesta de Enrique, pero sólo porque es la fiesta de Enrique y no la suya. “¡Cómo viven los Príncipes, tú!” y así. Que el futuro monárquico europeo conecte tan soberana y suavemente con las pulsiones de su plebe sólo puede ser un síntoma más de la, ejem, crisis.

De 'Vida y destino'

Un soldado del Ejército Rojo se reúne con su familia (Arkady Shaikhet, 1943).


Hay novelas que contienen un mundo. Mucho más allá de ese realismo minucioso que toma un tiempo, lo diseca y lo ofrece con gesto bobalicón, orgulloso de su tanatotrabajo. Mucho más allá también del poetismo cursi, en constante pose, que afiligrana una época creyendo penetrar su tuétano y lo que hace en realidad es bordear su cáscara manida. Hay novelas que contienen un mundo, y Vida y destino es una de ellas. Un comisario ideológico del Partido Comunista de la Unión Soviética dijo, mientras sus esbirros despedazaban la intimidad de su autor, que ‘ese libro no se publicará en doscientos o trescientos años’. La típica arrogancia totalitaria sobre los hombres y los tiempos. El libro vio la luz antes de que pasasen tres siglos: en 1980, gracias al trabajo de una red de disidentes soviéticos que fotografió y reescribió sus páginas. Su autor, Vasili Grossman, había muerto en 1964.

Suele decirse que Vida y destino es una historia sobre la batalla de Stalingrado (la batalla más sangrienta de la historia de la humanidad) vista desde el lado ruso. Yo digo que ninguna de las tres afirmaciones contenidas en esa frase es cierta. Vida y destino no es una historia, sino cientos engarzadas, un tejido de vidas abismadas y aún vidas; Vida y destino no es una novela sobre la batalla de Stalingrado aunque la narre con pulso perfecto, sino un tratado sobre la entraña del siglo veinte, sobre esa pulsión totalitaria que puso a los hombres frente a frente con su infierno y que sigue latiendo a la vuelta de la esquina; Vida y destino tampoco es una narración desde el lado ruso o desde el lado alemán porque en Vida y destino no hay lados, no hay bandos, no hay trincheras ni justificación de las mismas. Hay sólo hombres y mujeres, individuos en rebeldía; la incansable lucha humana por la libertad.

Grossman desmiente la parálisis estupefacta de Adorno (“No podemos escribir un poema después de Auschwitz”) y crea una obra perfecta, no sólo por la viveza con la que capta el horror de su tiempo (viveza es sentir el frío carcomiendo la carne de los soldados; el hambre la cordura de los presos; el miedo la cotidianeidad de los ciudadanos), sino por la sutilidad, la lucidez esperanzada con que refleja la belleza o su posibilidad: hay hombres que comparten el pan podrido, hay enamoramientos, hay conversaciones sinceras, hay calor debajo de una manta. Hay vida, a pesar de la muerte; y a pesar de la muerte, hay libertad. Porque hay libertad mientras hay vida, por más exámenes que se le hagan, por más penas que se le receten, por más quebrantos que se le impongan. La vida y la libertad son inseparables, y creer que no lo son abre las puertas a la victoria franca de la muerte.

La victoria del individuo es irrebatible, porque el individuo vence mientras es. Ésta es la idea que le da a Vida y destino su hondura magnífica, la que carga de sabiduría el estilo descarnado de Grossman y le permite viajar de lo universal a lo mínimo sin que fricción alguna le reste potencia. La guerra descrita en las sensaciones de un soldado y denunciada en el llanto de una madre. La naturaleza criminal del comunismo en el miedo a la palabra del vecino. El totalitarismo en las cuitas de un científico ante un formulario. Anunciada la supervivencia del perdón en la reacción histérica de una vieja. La del amor en una despedida o un beso bajo las bombas. La del futuro en un campo verde, una brisa, en una cesta de pan y dos manos abrazadas. Vida y destino contiene un mundo, el nuestro, porque surge de la más negra de las oscuridades, pero aspira a la más cegadora de las luces. 

Batman y el populismo



Había una vez una ciudad. Era todo lo normal que puede ser una ciudad, teniendo en cuenta que toda ciudad es un acontecimiento extraordinario. La ciudad de que os hablo había elegido (como se eligen estas cosas la mayor parte de las veces, es decir: no oponiéndose) un régimen de sobreprotección policial. Los ciudadanos hacían su vida en el territorio fangoso y estrecho, entre la libertad y el castigo, que cultivan siempre las autoridades en extremo vigilantes y en esencia desmesuradas. Pero un día surgió, de las alcantarillas o así, una pulsión de cambio. Tenía muy ensayado el manual de ligoteo con la masa y le dijo “El pueblo debe recuperar el control”. Y allá que se fue el ente, a enmendar su apatía silente con un experimento colectivista que culminó en miedo y tiranía. No estoy trazando, espero, la historia futura de los Madriles. Hablo de Gotham City.

En “El Caballero Oscuro. La leyenda renace”, la ultimísima entrega del Batman al que Christopher Nolan ha dado vigor embadurnándolo de sombra, inteligencia y amargura, la política juega un papel clave y Gotham cobra un protagonismo diferente al que ha tenido siempre. Ya no es utillería su oscuridad ni atrezzo su boscosidad de rascacielos; ahora es la ciudad la que se entrega a su propia destrucción, cierto que dominada por el terror de Bane, un villano esquizofrénico de venganza y anarquía, tirano y demagogo, inteligente y sanguinario, sobresaliente. Por fin Gotham deja de ser escenario para ser espejo de la interioridad compleja de su héroe, de un alma justiciera incómoda en la legalidad por su afán de venganza e incómoda también en la ilegalidad por la vigencia de una ética, ajada quizás y también ingenua, pero resistente y, la clave, respetuosa de la vida.

Leo con sorpresa la sorpresa que a algunos les ha producido este viaje interminable de Batman del negro al gris, como si no fuese en El Caballero Oscuro donde se ha observado mejor esa tendencia última de difuminarle a los héroes la heroicidad, mezclándosela con debilidades de la carne o del espíritu y alguna que otra bajeza; lejos de atenuarlos, los enriquece y los potencia, sólo porque nos los acerca. Esta sensibilidad contemporánea está en todos y cada uno de los segundos de “El Caballero Oscuro. La leyenda renace”, película maestra. Nolan le ofrece a Christian Bale, y éste lo borda, un Batman austero de gestos y largo en arsenal, alejado de esa soledad cavernícola que lo había caracterizado y aproximado a una de las formas, al parecer imperecederas, del heroísmo: el liderazgo. Que no es la capacidad de llevar a alguien a un sitio, sino de hacer que dé lo mejor de sí en tanto llega.

La película, más allá de la perfección formal que acaricia, es una despedida. Y en las despedidas todo se pone más intenso. Por eso el guión crece en lo cinematográfico, y sirve de arboladura a una historia de épica y suspense, con tres o cuatro trucos en forma de giros y algún que otro guiño marca de la casa Nolan, descubriendo en un pasado que ya habíamos mirado cosas que no habíamos visto. Por eso, también, crece en lo que está más allá de lo cinematográfico, en lo que de intelectual tiene todo atrevimiento artístico, y palpita con ambición reflexiva en la cinta-paradigma de un género reformulado: los superhéroes, ahora, también piensan.

El trovador que acabó con Shazam


Los trovadores, en la Edad Media y después, formaban parte de la fauna de los caminos. Seres de vagabunda subsistencia, compartían una especial vestimenta y una misión: ganarse la vida contando/cantando historias. Sabedores de que el pensamiento viaja con más celeridad que la carne y de que sus relatos, por eso, irían de boca en boca más rápido que sus piernas por los senderos, trataban de ponerle coto a esta debilidad evidente de su negocio y se aliaban con la sorpresa. No había dos historias iguales y bastaban los pocos kilómetros que había entre una aldea y otra para que el protagonista dejase de ser barbudo, para que la princesa se convirtiese repentinamente en morena, para que triunfase el amor sobre la desgracia, o no. Los trovadores se obligaban a una permanente creatividad. Y Dylan mostró el miércoles en Bilbao que forma parte de su estirpe.

Lo hizo por vestimenta: pantalón claro, americana oscura y un sombrero ligero, grácil, liviano, como de surcador de Missisippis en barco de vapor y sin pasaje. Pero sobre todo por espíritu. A aquellos que conocen su trayectoria les resultará ya familiar su vocación ‘tocapelotas’, su hacer siempre lo contrario de lo que se espera de él, su estupor irónico frente a la masa enfervorecida, su alergia a poner el talento pública y oficialmente al servicio de una causa que no fuese la suya. Pero bajo la proa áurea del Guggenheim, Bob Dylan dio un paso de esos que parecen pasos y son en realidad salto, pirueta y cesura. Destruyó Shazam y sucedáneos, que giraban fracasados por la explanada repleta, con un mensaje en las entrañas: ‘No hemos encontrado coincidencias’. No hay nada como la lucidez de la derrota.

Porque era cierto: no hay coincidencias en la irrepetibilidad. Dylan había decidido romper todas las brújulas contemporáneas de la sabiduría instantánea. Se le esperaba viejo y bailó; se le esperaba altanero y guiñó los ojos alguna que otra vez mientras tocaba el piano de lado; se le esperaba lejano y se despidió con una reverencia. Incluso sus músicos lo esperaban de una forma que no fue, y les cambiaba el orden de las canciones, decía ‘ésa ahora no’ y les sonreía cabroncete, montado en su genialidad, como diciendo ‘Cogedme’. A la “Leopard-Skin Pill-Box Hat” que abrió el concierto le siguió “Man In The Long Black Coat”, transformada y maravillosa. “Things Have Changed” fue la primera reconocible y le siguió “Tangled Up in Blue”, más amarga. “Highway 61 Revisited” fue una vuelta a los orígenes, pero después de un largo viaje: es decir, igual pero muy distinta.

Hubo más, hasta llenar dos horas: “Can’t Wait”, “Thunder on The Mountain”, “Summer Days”, “All Along The Watchtower”… Pero, sobre todo, “Ballad Of a Thin Man”, pulmonar, entrecortada, bullente y oscura, o “Like a Rolling Stone”, una cápsula de euforia triste. Después de eso, Dylan se marchó pero los aplausos le devolvieron al escenario para interpretar una “Blowing In The Wind” robusta de electricidad y melancolía. Lo mejor es que nada de todo esto hacía falta. Medio siglo en la carretera y el estudio le dan a Dylan un bagaje excesivo como para tener que tocar ni una sola coma, como para tener que mover ni una sola fibra de su ancianidad irrelevante. Pero lo hace, y desprecia el rugir de la masa, no precisa los coros de la gente. Prefiere, trovador, sonar sólo, que no le siga sino el silencio que sigue a una buena historia.

Logicomix, o la verdad está en las viñetas



No recuerdo quién inventó la fragmentación narrativa (y, como diría Umbral, no me apetece levantarme a mirarlo), pero todos los que le han seguido la han cagado. Descoyuntados los planos, los tiempos y las voces, la narración es un Quasimodo chepudo que balbucea cosas feas y no tiene noble el corazón. Pero el Bradbury que se nos murió hace poco ya enseñó que lo realmente valioso, como los ríos desahuciados regresan a su lecho, halla siempre el sendero y el refugio por el que escapar y en el que sobrevivir en brillantía. Pasa, ejempleo, con la memoria, con la justicia y con la horchata fría corriendo torso abajo al cabo de dos horas de sed de fuego. Pasa con la libertad. Está pasando, espero, con la narrativa, que ha encontrado en la viñeta territorio perfecto de anidamiento. Logicomix. Una búsqueda épica de la verdad es la última muestra que he tenido entre mis manos.

Logicomix no es nada menos que lo que promete: una historia de los hombres que persiguieron la verdad tan inquebrantablemente que, en el viaje, casi se perdieron a sí mismos. Cabe la posibilidad, caigo ahora, de que algunos de vosotros estéis aquejados del virus de la relatividad y no sepáis qué es eso de la verdad. La verdad era un animalito que servía para que las discusiones fuesen útiles. Que hubo un tiempo, o sea, en el que los niños eran listos o tontos, la gente decía simplemente gilipolleces y Steve Urkell era espeluznante. La verdad, en suma, era lo que quedaba después de que se le aplicasen a la bruticie nuestra, a nuestro caos, cientos de años de método. El esqueleto de la verdad era la lógica, una especie de lego axiomático con el que se articulaban las reglas del juego. ¿Qué juego? El del pensamiento y el de la ciencia.

El diseño de ese puzle de aseveraciones, códigos y falacias es el trasfondo de Logicomix…, ciertamente épico, puesto que la verdad no ha contado nunca con demasiados aliados en contra de su extinción. Domina el plano Bertrand Russell, que tenía en el pelo blanco y en la finura del andar una heroicidad en germen. Pero no protagoniza sólo por guapo, sino porque fue él quien primero se dio cuenta de que responder “Porque sí” a la pregunta “¿Por qué 2 más 2 son 4?” no era serio. La piedra fundadora quería descubrirla él y, cuando le dijeron que no había, sólo dijo que entonces habría que hacerla. Por eso escribió, junto con Whitehead, Principios de las Matemáticas, una de esas obras grandes que sólo cuatro gatos leen al completo pero que cambian el prisma para siempre. Entre los cuatro gatos, Wittgenstein (que debería ser el protagonista de la segunda parte de la novela gráfica).

La gestación (qué verbo adecuado) de Principios es un viaje intelectual de varias décadas, una guerra de trincheras entre la vida y la posteridad. Toda épica magnífica tiene tras de sí una épica cotidiana, que a menudo consiste en recoger sin pasmo y sin espasmo los muertos que la primera deja. Ése viaje y esa guerra están genialmente narrados en los textos de Apostolos Doxiadis y Christos Papadimitriou y en las ilustraciones de Alecos Papadatos, un equipo de griegos que logra levantar una obra sobresaliente por su cercanía informada y por su sensibilidad lúcida, no sólo para retratar las contorsiones que la cordura afronta ante una epopeya científica de este tipo (todos, Gottlob Frege, Ludwig Wittgenstein, David Hilbert, Kurt Gödel o Henri Poincaré, bordean o frecuentan la chaladura), sino también para subrayar el riesgo inconsciente de malpreciar lo que tanto ha costado crear.

Una Puerta Grande, la pasión y el aficionado pitagorín


Talavante sale en hombros de Las Ventas, el 8 de abril de 2007/Mundotoro.com

El Domingo de Resurrección de 2007, Alejandro Talavante salió en hombros de la plaza de toros de Las Ventas de Madrid. Él tenía entonces 19 años; yo también. Me he acordado de ello al verle hace unos días salir de nuevo en hombros de esa plaza, un poco más viejo y un poco más maduro, un poco más grande, pero con la misma sonrisa de ambición y felicidad que tenía entonces. Alejandro Talavante no lo sabe, pero aquel 8 de abril de 2007 me metió en un lío sensacional. ‘Sensacional’, esta vez, os juro que no es el adjetivo que encuentra alguien que no encuentra adjetivos para ‘grande’. Y en ese lío seguía, de hecho, cuando le vi triunfar en la plaza de Madrid el miércoles pasado. Ese lío se llama, básicamente, Mundotoro.com. Pero ésa es otra historia y, aunque merece ser escrita, todavía no estoy preparado para hacerlo.

Estaba pasando las vacaciones de Semana Santa en casa de mi abuela materna. Ésa casa es el único sitio donde yo había visto toros alguna vez y aquella tarde tocó. Yo no tenía ni la más remota idea de toros, y aunque lo he pensado muchas veces desde entonces, todavía no he descubierto por qué me quedé viendo la corrida. Tampoco merece la pena que me esfuerce en recordaros lo que vi, en cómo fue la actuación de Talavante, si tuvo hondura, temple, belleza. Para seros sincero, no me acuerdo. Y no porque hayan pasado cinco años: tampoco me acordaba al día siguiente. Lo que sí recordaba al día siguiente, y cinco años después, es que no pude dejar de mirar, que todo lo que hizo aquella tarde Talavante me pareció excelso, que cuando salió en hombros arropado por la multitud sentí que hubiese sido cósmicamente injusto que no ocurriese así. Recuerdo que me emocioné.

A partir de ese día, leí todo lo que cayó en mis manos sobre toros. Y cuidé de que fuese mucho lo que cayese. Llegado el verano, una oferta de trabajo, el atrevimiento juvenil y mis primeros meses trabajando dentro de ése mundo que, antes de esa tarde, solamente era una referencia distanciada. Había nacido mi pasión, que es un curioso animalito. Algunos de los lectores de este blog son manifiesta e inquebrantablemente antitaurinos: de ellos espero sólo que hayan llegado hasta esta línea, leyendo una historia. Otros son tan aficionados como les permiten su tiempo, su dinero y su curiosidad: espero que ellos se hayan sentido identificados con el texto, por haber vivido algo parecido en algún momento de su vida. También espero que no tuerzan (demasiado) el gesto ahora, cuando este Rincón respete su nombre y diga: el mundo del toro no respeta la pasión.

Soy consciente de que muchos habrán pedido, con urgencia y ademán aristocrático, las sales. Pero la frase no es para tanto. Colisiona, lo reconozco, con la versión oficial que se ha querido transmitir siempre de este orbe: un espacio temperamental, donde las pasiones son motor y consecuencia. Es posible que esto sea cierto en el caso de la mayoría de los toreros y la mayoría de los ganaderos. Pero no lo es en el caso de algunos aficionados, que tienden a responder al chispazo de pasión primero con la adquisición de una ‘afición’ ambigua que no es sino memoria agria y revenida. Memoria que no les corresponde ni por edad ni por espacio. Se les llena la boca de un ‘antes’ que no conocieron y poco a poco apagan el ardor con una jerga de iniciados. Ahora que los toros atraviesan su quinario, es momento de identificar sus enemigos: apunto que el aficionado pitagorín es uno de ellos.

Anatomía del fracaso



Hemos idealizado la vida retirada. Tiernamente añoramos el crepitar de la lumbre, el silencio de pequeños ruidos que es el bosque, la tranquilidad solitaria de los días despaciosos. Toda esta mitología beatus ille es, como toda idealización, una engañifa. Y encima no es original. El frenesí de la urbanidad (hubo un tiempo, ay, en que esto significaba modales) tiene dos defectos principales: su velocidad y su exhaustividad. Es decir, que nos acelera y nos agota. Pero no me parece justo echarle la culpa a la ciudad de nuestros callejones sin salida. Lo bueno de las enfermedades viejas, por otra parte, es que ya se han escrito tratados sobre ellas. En el caso de la añoranza del ruro, ahí está Tío Vania, de Chéjov, diagnóstico y medicamento. El texto, enjuto y afilado como un estilete, lo ha representado durante este mes L’Om Imprebís en el Círculo de Bellas Artes.

Fotografía: David Ruano

La compañía valenciana ha firmado una versión sólida, pensada y dirigida por Santiago Sánchez, que edifica sobre el texto del inconmensurable ruso una reflexión acerca del destino, la rutina y el (in)conformismo. Las historias cruzadas de todos los personajes, desde el ídolo caído Serebriakov hasta el frustrado Vania, pasando por el idealista Astrov, la abnegada Sonia y la sugerente Helena, que dimite de su juventud, son el daguerrotipo honesto del fracaso, más doloroso en tanto que cobardemente voluntario. Porque la versión de Sánchez sabe entender el giro que engrandece al infinito la obra de Chéjov: no hay pesimismo. El destino no es inevitable y existe, queda prometida en la obra, la opción de desbaratarlo. Es posible la no resignación, podemos desanudarnos del tobillo la infelicidad. Pero hay que intentarlo.

Chéjov explora en Tío Vania la entraña de la sentimentalidad humana y la revela como un laberinto. Por eso, acierta también la compañía con una propuesta escénica magníficamente austera, consciente de que la potencia del texto no necesita efectismos grandilocuentes. La hacienda en la que transcurre la acción queda sintetizada en un interior sin paredes y con eterno juego de sillas, y un exterior arbolado sobre el que se marcan luminosamente los ciclos de la naturaleza. Sobra, única y exclusivamente, un pasaje de transición musicado, en el que el doctor Astrov y Vania visten a una gesticulante Helena. Aunque los dos hombres son los que la cortejan, los que la animan a abandonar a su marido, los que, en definitiva, la impelen a combatir un presente que le asegura una total infelicidad y un imparable marchitar, ese pasaje del montaje no aporta demasiado.

La sencillez de la propuesta escénica no sólo deja paso franco a la fuerza del texto; también libra de interferencias al trabajo interpretativo. Rosana Pastor (Helena), Carles Montoliu (Astrov) y Vicente Cuesta (Serebriakov) brillan con luz especial: la primera por administrar con mano maestra la sutilidad que precisa su personaje y sus compañeros por acertar con el tipo de energía, idealista la de uno, superviviente la del otro, que da empaque y contundencia a dos personajes sustancialmente diferentes. Sandro Cordero se esfuerza en lograr un personaje matizado, iridiscente de frustración y alcoholismo, y lo consigue la mayor parte del tiempo. También Xus Romero acierta con el registro preciso para dar vida a Sonia, un personaje interesante y complejo, retador, por moverse entre la ingenuidad, la astucia, el esfuerzo y la añagaza.

La obra acaba hoy sus representaciones, pero acercaos al texto de Chéjov. Es un buen modo de enfrentarse a cualquier tiempo.
Fotografía: David Ruano

Larga vida a...¡Judas!



Ayer Bob Dylan cumplió 71 años. Todo el que me conoce, aunque sea superficialmente, sabe que Dylan es algo así como mi oxígeno. Os imaginaréis, por tanto, el esfuerzo que me ha costado no cantarle hasta ahora el cumpleaños feliz. Pero la insolencia tiene estos peajes, y uno no puede permitirse coincidir con el ruido de los demás. En mi laico y limitado panteón, Dylan ocupa un magno lugar. Con Dylan sentí la música por vez primera. No pongáis esa cara, descreídos: es posible que vosotros no la hayáis sentido todavía.

Como no tengo ni la más remota idea de música (ni siquiera aprendí a tocar la flauta, rebeldón), mi compromiso con Dylan es puramente entraño. Intravenoso y, por ende, invencible en la medida en que yo lo sea. Por eso no quiero que ésta entrada sea un catálogo de las virtudes musicales del anciano. No sería sincero, porque todo lo que he leído de él y sobre él después de la primera vez que escuché “Like a rolling stone” es sólo fruto de mi tendencia a escarbar en las heridas.

Pero quiero que veáis el vídeo. ¿Ya? Sabéis lo que es, ¿no? Es la culminación mediática de un momento clave para la música de nuestro tiempo, que se había producido unos meses antes. En 1963 y 1964, Dylan había dejado en Newport el folk mejor que nadie había hecho en años. Frágil, tímido, feo, le arrancaba a la guitarra toda la melancolía que cabe en mil generaciones, qué se yo. Pero en 1965 estaba cansado de la aureola de chico-amargado-cantando-bajo-el-porche-la-maldad-del-mundo. Y se presentó en Newport con una guitarra eléctrica. La gente creyó que le sangraban los oídos, pero lo que sangraba en realidad era el tajo que Dylan acababa de asestarle al folk americano.

Un tajo redentor. Escuchad la rabia con que el espectador le grita “¡Judas!”. Paladeadla, porque es maravillosa. Un desprecio así está reservado a los genios. Mirad a Dylan, diciendo lánguidamente: “No te creo. Eres un mentiroso”. Y después, a su banda: “¡Tocadla fuerte!”. Han pasado pocos meses desde lo de Newport. Están en Manchester. Y Dylan sigue firme en su misión de salvamento: el folk necesita de la electricidad para seguir latiendo. Más aún: la electricidad necesita el folk para ser algo más que ruido bonito. Dylan está haciendo lo que sólo unos pocos pueden hacer: inventar una nueva forma de belleza.