Los que conocen (y sufren) mi carácter pendenciero, saben
que una de mis grescas predilectas es la de combatir la idea, tan arraigada
como inane, de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Supongo que me llevan al
combate una cierta confianza arrogante en los hombres y el convencimiento de
que hemos mejorado mucho en todo. Lo políticamente correcto, supongo, hubiese
sido decir ‘prácticamente en todo’, pero qué os voy a decir, en fin, de mi
aprecio por ese tipo de corrección. Sin embargo, tengo que haceros hoy una
confesión. Y es que la obra de algunos clásicos hace que flaquee mi convicción
de que nuestra senda es progresiva…
Uno de esos es Shakespeare. Nadie ha portado un candil
tan luminoso en su recorrido por el laberinto humano. Nadie como él ha manejado
la palabra en bisturí. Nadie ha construido tanta universalidad. Hace poco me
acerqué con H. a los Teatros del Canal: era el estreno del “Macbeth” de Helena
Pimenta y Ur Teatro, un osado maridaje de lo viejo y lo nuevo que tiene como
resultado un inteligente tempo, una exploración lúcida y una potencia entre
épica y melancólica que puramente respeta el texto y puramente lo ensancha. Os
recomiendo la obra, y aquí os dejo una crítica más en profundidad por si no os
fiáis de mí.
Macbeth es la
mejor intriga política que se ha escrito jamás. Y es así porque se construye,
opino yo, sobre la más acertada definición de ‘política’ que pueda aventurarse:
el escenario predilecto de la complejidad del hombre. Comprendo que penséis que
estoy ligeramente obsesionado con esta idea, porque es verdad que lo estoy.
Pero Macbeth, como Hamlet o como Ricardo III, no hacen sino confirmar mi tesis. Si la política
atorbellina tanta pasión y tanto asco es porque no es más que pura pulpa
nuestra. La historia de ese general victorioso entregado a la tarea fascinante
de devorarse mientras cree engrandecerse es tan inmoderadamente honda que le
deja a uno la mirada entristecida.
Macbeth nos
pone sin biombo ante la fatal estela del poder desmesurado. Certifica la
podredumbre de todo totalitarismo, no mostrando su acción (aunque también),
sino su pellejo. Mostrando la cochambre moral y sanguinolenta que lo construye
y lo vertebra. Macbeth, en forma de
un MacDuff, enseña también el precio de muerte que tiene sostener la
integridad. Y, por lo tanto, su valor y su mérito. La llanísima facilidad con
que un sistema puede ser desmoronado por una voluntad desbridada. Pero,
también, la firme y exhaustiva y desagradecida lucha de quienes defienden el
escrúpulo.
Es una idea, quizás algo rara, pero siempre he pensado que lo poco que he leído/visto de teatro en mi vida, me ha enseñado más de guión que muchos técnicos y especialistas del tema. Lo que me lleva a hacer la nota mental de que debería leer/ver más teatro. Algún día llevaré a mi blog la reflexión sobre qué enseña más sobre cine.
ResponderEliminarA Shakespeare lo he leído en algunas ocasiones. Estoy en proceso hacer otra tanda y leerme otros pocos titulos. Pero lo que he leído, me ha parecido maravilloso.
Macbeth lo he leído. ¿Y qué decir de Macbeth? Que me encantó. Y como dices Shakespeare, es ese candil luminoso en nuestro (¿oscuro?) camino.
Un abrazo.
Visita:
http://suenosextdia.blogspot.com
Espero con interés esa entrada sobre qué enseña más cine. Y quizás mi interés se debe a que comparto tu opinión.
ResponderEliminarYo no me he acercado más que de soslayo a la técnica del guión, con esa alergia, que comparto con Umbral, a los manuales de uso de la creatividad.
El teatro, en cambio... El teatro podría ser una clase práctica de guión, algo más vivo, más estimulante, más profundo. ¿Por qué? Porque el buen teatro comparte con el buen cine un objetivo fundamental: apelar a lo universal.
Por eso, no se me ocurre mejor halago que hacerle al teatro de Shakespeare que afirmarle como constructor privilegiado de universalidad.
Un abrazo y gracias por participar.