Conducir más allá del borde del precipicio



El tiempo y el visionado de películas han ido convenciéndome de que la virtud más necesaria para triunfar en el hampa es mantener la cabeza fría. Ser un cabrón y parecer un bendito, básicamente. Tener la habilidad preciosa de asesinar serenamente. Si eres un gordo pretencioso, de pistolón ostentoso y mafiosas maneras, estás muerto. Siempre habrá uno, más discreto, más silencioso, más callado y mucho más letal. Ése será el que te dé matarile, enterándote o no, según lo quiera él o sus mandones. Ahí tenéis a Michael Corleone, tan calmosamente maligno. O a Tony Soprano, gordo, por cierto: psicótico entrañable y mafioso malnacido.

Lo digo porque anoche asistí, gracias al Club Renoir, al preestreno de Drive, la película dirigida por Nicolas Winding Fern, que ganó el Premio al Mejor Director en el pasado Festival de Cannes. Y esta película sobresaliente y oscura como aceite de motor me confirmó la idea inicial: la carita de Ryan Gosling, que está entre la del tonto del pueblo y la del primo correctito que todos detestamos, no parece la más apropiada para decir “O cierras la boca o te hundo los dientes y te la cierro yo”. Pero lo dice, y lo dice tan bien (o sea, tan fría, tan borde, tan certeramente homicida) que el aludido, un tío que ha dedicado sus horas a robar bancos, que ha perdido a un hermano en una persecución y se ha olvidado de llorarle, hace mutis y vuelve a su taburete.

Ésa es la esencia quietamente brutal de Drive, a la que sólo le sobra el violeta cutre de los créditos. Un conductor especialista de vida vacía y corazón mudo que, durante cinco minutos cada noche, alquila sus habilidades a cualquier integrante de la panoplia criminal de Los Ángeles. Su manejo sereno, su ceño en silencio fruncido y su firmeza profesional le convierten en el mejor. Hasta que una mujer y un niño de padre encarcelado se le cruzan en el descansillo. El corazón, ay, empieza a cantarle cositas bellas y sin casi pestañear se ve enredado en una maraña de mierda y sangre que, en cada recoveco, esconde un recoveco más. Las cosas que se hacen por amor, podría ser un mensaje. Pero también podría ser el contrario: las cosas que el amor le hace a las vidas. Y esa dualidad irónica y distante es la que afila en “Drive” la faz de película grande.

La película, claro, tiene persecuciones, disparos y todas esas cosas. Pero yo no sé de petardos nitengointeréslosiento. La película es rítmica en el sentido pleno y puro de la palabra. Es decir, que no tiene un ritmo único sino varios y bien gestionados. También hay temple, señores, en el cinematógrafo. Ese dominio de los ritmos, acudid al referente que queráis, es el secreto de la acción buena. Por eso últimamente se rueda tanta acción mala. Pero ese señorío de los tiempos no explica por sí sólo la excelencia metálica y profunda de “Drive”; hace falta mirar a una historia (guión de Hossein Amini sobre una novela de James Sallis) tan desnuda como negra, en la literaria acepción del término. Estoy seguro de que a Chandler, al que le vengo debiendo una entrada en el Rincón, le habría gustado esta obra de pesimismo ilusionado: puede que las buenas intenciones no ayuden a sobrevivir, pero a veces son la única manera de vivir.

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