El asalto a la educación es uno de nuestros relatos
contemporáneos. Cual princesa so candado, solloza mientras precipita lentamente
su esqueleto hacia el fracaso, o mientras la atenazan neoliberalotes
tijerilleros. No es mi intención negar la importancia de la educación, que es a
mi capote la argolla con que la sociedad ha de atarse a sí misma para seguir
siendo existencialmente próspera. Pero estaría quebrantando el principio de
honestidad (ay, la honestidad, cuántas entradas le debo) si os dijese que me
trago el cuento hasta las perdices tristes. En todo caso, no iba yo al texto,
sino a una parcela mínima del post-texto. La salvación de la educación, como
empresa, está generando intentonas múltiples de redefinición. Y esa puede que
sea la única partícula buena de su humareda.
Claudio Naranjo |
A una de esas intentonas, que tenía por título ‘Propuestas para aprender a vivir. Una
educación para el siglo XXI’ asistí a comienzos de la pasada semana, en el
Paraninfo de la Facultad de Filosofía de La Universidad Complutense de Madrid.
El filósofo José Antonio Marina y Claudio Naranjo, forjador de una escuela
psicoespiritual centrada en el desarrollo personal harían sus propuestas. Lo
que me atrajo a ella fue fundamentalmente la presencia de Marina, cuya esfuerzo
por construir una ética humanista a través de investigaciones accesibles en su
profundidad, sigo desde hace varios años. Al término del diálogo, llevaba
conmigo algunas ideas dispersas pero interesantes, un más contundente consenso
con varios de los planteamientos de Marina y, también, algunas preocupaciones.
Los organizadores habían pretendido que el diálogo
discurriese de manera literalmente ordenada en torno a algunas preguntas
lanzadas de cuando en cuando. No funcionó, o al menos no lo hizo del todo.
Desde la primera pregunta, ¿Cómo fue su
educación? se vio que la estructura iba a ser sometida a tensiones. Naranjo
explicó con humor irónico su educación: una isla british en medio de Valparaíso, colegios internos, silencio,
castigo y lagunas. Como consecuencia, una idiocia emocional que intentó superar
a través de la psicología. La réplica de Marina tuvo ya el punto crítico e
irónico que le caracteriza bastante bien. ‘Su educación fue defectuosa pero el
resultado es prácticamente óptimo’, señaló. Lo mismo ocurrió, a su juicio, con
su generación: educados en el autoritarismo, prepararon, nada, minucias, la
Transición.
José Antonio Marina |
Pero cometieron un error cuando tuvieron en sus manos la
confección de un esquema educativo: quisieron superar el autoritarismo por la
permisividad, inconscientes de que ambos modelos tenían principios buenos
(también malos) y de que lo ideal hubiera sido, sigue siendo, la conjunción de
ambos. Un sistema que valore la responsabilidad tanto como la libertad, el
esfuerzo tanto como el disfrute. Los derechos tanto como las obligaciones. En
el actual estado de cosas, la palabra ‘obligación’ parece propagar sobre lo que
toca un aroma antañón. Por eso, quizás, buena parte de los que escuchaban
pusieron cara rara, empezando por Naranjo. A mí me parecía que Marina estaba
sencillamente brillando con su propuesta de educación ciudadana. Sólo porque
ciudadanía es lo que falta en las Españas.
A partir de ahí, la conversación se entretuvo en una
cierta divagación. El aumento de las tasas de afectados por el Síndrome de
Déficit de Atención les sirvió a ambos como prueba del fracaso de la educación
actual. La diferencia fundamental es que Naranjo, poco a poco, se reveló como
un propugnador de su derribo; Marina, por su lado, dijo preferir la
remodelación. La ética y la moral, la educación de la virtud, habrán de ser
nucleares en esa reconstrucción. Este punto del diálogo fue punto de no
retorno: a Naranjo le pareció que esos conceptos cargaban con demasiado
aditamento normativista como para resultar útiles. Y Marina dijo lo que le
borró cierta parte del calor del público: la norma es instrumento de
civilización. Y ésta es objetivable, por lo que no basta, por increíble que
parezca, con llamarla barbarie.
En esas estábamos cuando otra pregunta fue lanzada. Era
una de esas cuestiones determinantes y definitorias, un poco como las que lanza
Edge cada año para contribuir a la mejora de nuestro mundo. Era, desde luego,
la pregunta esencial del acto. ¿Qué
educación es la que ustedes proponen? Lo que habían dicho hasta entonces
había retratado su desacuerdo. Lo que dijeron a partir de entonces retrató
además la incompatibilidad de sus principios. Naranjo habló, con pasión
despierta, de una educación para el amor. De una educación que desatrofie nuestra
capacidad amorosa, que nos desconecte de las competencias productivas y nos
conduzca a las competencias existenciales: amor, filía, capacidad de goce. En su propuesta latía el eco de aquellos
que han considerado la escuela como una cárcel y también el de aquellos que han
tomado por arrogancia la capacidad del hombre para hacerse grande.
Algo de eso debió ver también Marina, que se arrancó con
una defensa encendida de la escuela. ¿Por qué? Porque es en ella donde los
niños dejan de ser, literalmente, ‘el animal del Pleistoceno’ que son nada más
nacer. A través de la educación y en ese sentido debe reformarse la que
tenemos, definimos la humanidad que queremos construir. Lo que se transmite a
los niños y a los jóvenes no sólo los ancla al mundo como humanos, sino que les
entrega los mecanismos para manejar su inteligencia en la construcción del
futuro. Les define como hombres, en tanto que el hombre, gracias a su
inteligencia, no es sólo lo que es, sino también sus posibilidades. A mí me
parece que esta idea habría merecido un aplauso riguroso; no recuerdo si lo
tuvo, pero sospecho que no, pues lo recordaría.
Lo que sí ganó la aprobación unánime de la audiencia fue
la postrimería del discurso de Naranjo. Uno de esos alegatos catastrofistas tan
fashion y tan leves. Estamos en el
colapso, vino a decir. Y habría sido suficiente para ganarse mi desacuerdo.
Pero dijo más: Ni siquiera vale la pena hacer demasiado por cambiar las cosas,
porque todo está tan al filo del abismo que las cosas acabarán cayendo solas.
El estruendo del aplauso fue notable, quizás un intento por remedar el
estrépito de todo el orbe destruyéndose gozoso. Marina no dijo nada más.
Mirándole allí sentado, frente al aplauso del otro, pensé
que quizás la labor de la inteligencia en estos tiempos es decir cosas
desagradables. O sea, quedar desaplaudida.
Un momento del diálogo |
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