El trovador que acabó con Shazam


Los trovadores, en la Edad Media y después, formaban parte de la fauna de los caminos. Seres de vagabunda subsistencia, compartían una especial vestimenta y una misión: ganarse la vida contando/cantando historias. Sabedores de que el pensamiento viaja con más celeridad que la carne y de que sus relatos, por eso, irían de boca en boca más rápido que sus piernas por los senderos, trataban de ponerle coto a esta debilidad evidente de su negocio y se aliaban con la sorpresa. No había dos historias iguales y bastaban los pocos kilómetros que había entre una aldea y otra para que el protagonista dejase de ser barbudo, para que la princesa se convirtiese repentinamente en morena, para que triunfase el amor sobre la desgracia, o no. Los trovadores se obligaban a una permanente creatividad. Y Dylan mostró el miércoles en Bilbao que forma parte de su estirpe.

Lo hizo por vestimenta: pantalón claro, americana oscura y un sombrero ligero, grácil, liviano, como de surcador de Missisippis en barco de vapor y sin pasaje. Pero sobre todo por espíritu. A aquellos que conocen su trayectoria les resultará ya familiar su vocación ‘tocapelotas’, su hacer siempre lo contrario de lo que se espera de él, su estupor irónico frente a la masa enfervorecida, su alergia a poner el talento pública y oficialmente al servicio de una causa que no fuese la suya. Pero bajo la proa áurea del Guggenheim, Bob Dylan dio un paso de esos que parecen pasos y son en realidad salto, pirueta y cesura. Destruyó Shazam y sucedáneos, que giraban fracasados por la explanada repleta, con un mensaje en las entrañas: ‘No hemos encontrado coincidencias’. No hay nada como la lucidez de la derrota.

Porque era cierto: no hay coincidencias en la irrepetibilidad. Dylan había decidido romper todas las brújulas contemporáneas de la sabiduría instantánea. Se le esperaba viejo y bailó; se le esperaba altanero y guiñó los ojos alguna que otra vez mientras tocaba el piano de lado; se le esperaba lejano y se despidió con una reverencia. Incluso sus músicos lo esperaban de una forma que no fue, y les cambiaba el orden de las canciones, decía ‘ésa ahora no’ y les sonreía cabroncete, montado en su genialidad, como diciendo ‘Cogedme’. A la “Leopard-Skin Pill-Box Hat” que abrió el concierto le siguió “Man In The Long Black Coat”, transformada y maravillosa. “Things Have Changed” fue la primera reconocible y le siguió “Tangled Up in Blue”, más amarga. “Highway 61 Revisited” fue una vuelta a los orígenes, pero después de un largo viaje: es decir, igual pero muy distinta.

Hubo más, hasta llenar dos horas: “Can’t Wait”, “Thunder on The Mountain”, “Summer Days”, “All Along The Watchtower”… Pero, sobre todo, “Ballad Of a Thin Man”, pulmonar, entrecortada, bullente y oscura, o “Like a Rolling Stone”, una cápsula de euforia triste. Después de eso, Dylan se marchó pero los aplausos le devolvieron al escenario para interpretar una “Blowing In The Wind” robusta de electricidad y melancolía. Lo mejor es que nada de todo esto hacía falta. Medio siglo en la carretera y el estudio le dan a Dylan un bagaje excesivo como para tener que tocar ni una sola coma, como para tener que mover ni una sola fibra de su ancianidad irrelevante. Pero lo hace, y desprecia el rugir de la masa, no precisa los coros de la gente. Prefiere, trovador, sonar sólo, que no le siga sino el silencio que sigue a una buena historia.

Logicomix, o la verdad está en las viñetas



No recuerdo quién inventó la fragmentación narrativa (y, como diría Umbral, no me apetece levantarme a mirarlo), pero todos los que le han seguido la han cagado. Descoyuntados los planos, los tiempos y las voces, la narración es un Quasimodo chepudo que balbucea cosas feas y no tiene noble el corazón. Pero el Bradbury que se nos murió hace poco ya enseñó que lo realmente valioso, como los ríos desahuciados regresan a su lecho, halla siempre el sendero y el refugio por el que escapar y en el que sobrevivir en brillantía. Pasa, ejempleo, con la memoria, con la justicia y con la horchata fría corriendo torso abajo al cabo de dos horas de sed de fuego. Pasa con la libertad. Está pasando, espero, con la narrativa, que ha encontrado en la viñeta territorio perfecto de anidamiento. Logicomix. Una búsqueda épica de la verdad es la última muestra que he tenido entre mis manos.

Logicomix no es nada menos que lo que promete: una historia de los hombres que persiguieron la verdad tan inquebrantablemente que, en el viaje, casi se perdieron a sí mismos. Cabe la posibilidad, caigo ahora, de que algunos de vosotros estéis aquejados del virus de la relatividad y no sepáis qué es eso de la verdad. La verdad era un animalito que servía para que las discusiones fuesen útiles. Que hubo un tiempo, o sea, en el que los niños eran listos o tontos, la gente decía simplemente gilipolleces y Steve Urkell era espeluznante. La verdad, en suma, era lo que quedaba después de que se le aplicasen a la bruticie nuestra, a nuestro caos, cientos de años de método. El esqueleto de la verdad era la lógica, una especie de lego axiomático con el que se articulaban las reglas del juego. ¿Qué juego? El del pensamiento y el de la ciencia.

El diseño de ese puzle de aseveraciones, códigos y falacias es el trasfondo de Logicomix…, ciertamente épico, puesto que la verdad no ha contado nunca con demasiados aliados en contra de su extinción. Domina el plano Bertrand Russell, que tenía en el pelo blanco y en la finura del andar una heroicidad en germen. Pero no protagoniza sólo por guapo, sino porque fue él quien primero se dio cuenta de que responder “Porque sí” a la pregunta “¿Por qué 2 más 2 son 4?” no era serio. La piedra fundadora quería descubrirla él y, cuando le dijeron que no había, sólo dijo que entonces habría que hacerla. Por eso escribió, junto con Whitehead, Principios de las Matemáticas, una de esas obras grandes que sólo cuatro gatos leen al completo pero que cambian el prisma para siempre. Entre los cuatro gatos, Wittgenstein (que debería ser el protagonista de la segunda parte de la novela gráfica).

La gestación (qué verbo adecuado) de Principios es un viaje intelectual de varias décadas, una guerra de trincheras entre la vida y la posteridad. Toda épica magnífica tiene tras de sí una épica cotidiana, que a menudo consiste en recoger sin pasmo y sin espasmo los muertos que la primera deja. Ése viaje y esa guerra están genialmente narrados en los textos de Apostolos Doxiadis y Christos Papadimitriou y en las ilustraciones de Alecos Papadatos, un equipo de griegos que logra levantar una obra sobresaliente por su cercanía informada y por su sensibilidad lúcida, no sólo para retratar las contorsiones que la cordura afronta ante una epopeya científica de este tipo (todos, Gottlob Frege, Ludwig Wittgenstein, David Hilbert, Kurt Gödel o Henri Poincaré, bordean o frecuentan la chaladura), sino también para subrayar el riesgo inconsciente de malpreciar lo que tanto ha costado crear.

Una Puerta Grande, la pasión y el aficionado pitagorín


Talavante sale en hombros de Las Ventas, el 8 de abril de 2007/Mundotoro.com

El Domingo de Resurrección de 2007, Alejandro Talavante salió en hombros de la plaza de toros de Las Ventas de Madrid. Él tenía entonces 19 años; yo también. Me he acordado de ello al verle hace unos días salir de nuevo en hombros de esa plaza, un poco más viejo y un poco más maduro, un poco más grande, pero con la misma sonrisa de ambición y felicidad que tenía entonces. Alejandro Talavante no lo sabe, pero aquel 8 de abril de 2007 me metió en un lío sensacional. ‘Sensacional’, esta vez, os juro que no es el adjetivo que encuentra alguien que no encuentra adjetivos para ‘grande’. Y en ese lío seguía, de hecho, cuando le vi triunfar en la plaza de Madrid el miércoles pasado. Ese lío se llama, básicamente, Mundotoro.com. Pero ésa es otra historia y, aunque merece ser escrita, todavía no estoy preparado para hacerlo.

Estaba pasando las vacaciones de Semana Santa en casa de mi abuela materna. Ésa casa es el único sitio donde yo había visto toros alguna vez y aquella tarde tocó. Yo no tenía ni la más remota idea de toros, y aunque lo he pensado muchas veces desde entonces, todavía no he descubierto por qué me quedé viendo la corrida. Tampoco merece la pena que me esfuerce en recordaros lo que vi, en cómo fue la actuación de Talavante, si tuvo hondura, temple, belleza. Para seros sincero, no me acuerdo. Y no porque hayan pasado cinco años: tampoco me acordaba al día siguiente. Lo que sí recordaba al día siguiente, y cinco años después, es que no pude dejar de mirar, que todo lo que hizo aquella tarde Talavante me pareció excelso, que cuando salió en hombros arropado por la multitud sentí que hubiese sido cósmicamente injusto que no ocurriese así. Recuerdo que me emocioné.

A partir de ese día, leí todo lo que cayó en mis manos sobre toros. Y cuidé de que fuese mucho lo que cayese. Llegado el verano, una oferta de trabajo, el atrevimiento juvenil y mis primeros meses trabajando dentro de ése mundo que, antes de esa tarde, solamente era una referencia distanciada. Había nacido mi pasión, que es un curioso animalito. Algunos de los lectores de este blog son manifiesta e inquebrantablemente antitaurinos: de ellos espero sólo que hayan llegado hasta esta línea, leyendo una historia. Otros son tan aficionados como les permiten su tiempo, su dinero y su curiosidad: espero que ellos se hayan sentido identificados con el texto, por haber vivido algo parecido en algún momento de su vida. También espero que no tuerzan (demasiado) el gesto ahora, cuando este Rincón respete su nombre y diga: el mundo del toro no respeta la pasión.

Soy consciente de que muchos habrán pedido, con urgencia y ademán aristocrático, las sales. Pero la frase no es para tanto. Colisiona, lo reconozco, con la versión oficial que se ha querido transmitir siempre de este orbe: un espacio temperamental, donde las pasiones son motor y consecuencia. Es posible que esto sea cierto en el caso de la mayoría de los toreros y la mayoría de los ganaderos. Pero no lo es en el caso de algunos aficionados, que tienden a responder al chispazo de pasión primero con la adquisición de una ‘afición’ ambigua que no es sino memoria agria y revenida. Memoria que no les corresponde ni por edad ni por espacio. Se les llena la boca de un ‘antes’ que no conocieron y poco a poco apagan el ardor con una jerga de iniciados. Ahora que los toros atraviesan su quinario, es momento de identificar sus enemigos: apunto que el aficionado pitagorín es uno de ellos.

Anatomía del fracaso



Hemos idealizado la vida retirada. Tiernamente añoramos el crepitar de la lumbre, el silencio de pequeños ruidos que es el bosque, la tranquilidad solitaria de los días despaciosos. Toda esta mitología beatus ille es, como toda idealización, una engañifa. Y encima no es original. El frenesí de la urbanidad (hubo un tiempo, ay, en que esto significaba modales) tiene dos defectos principales: su velocidad y su exhaustividad. Es decir, que nos acelera y nos agota. Pero no me parece justo echarle la culpa a la ciudad de nuestros callejones sin salida. Lo bueno de las enfermedades viejas, por otra parte, es que ya se han escrito tratados sobre ellas. En el caso de la añoranza del ruro, ahí está Tío Vania, de Chéjov, diagnóstico y medicamento. El texto, enjuto y afilado como un estilete, lo ha representado durante este mes L’Om Imprebís en el Círculo de Bellas Artes.

Fotografía: David Ruano

La compañía valenciana ha firmado una versión sólida, pensada y dirigida por Santiago Sánchez, que edifica sobre el texto del inconmensurable ruso una reflexión acerca del destino, la rutina y el (in)conformismo. Las historias cruzadas de todos los personajes, desde el ídolo caído Serebriakov hasta el frustrado Vania, pasando por el idealista Astrov, la abnegada Sonia y la sugerente Helena, que dimite de su juventud, son el daguerrotipo honesto del fracaso, más doloroso en tanto que cobardemente voluntario. Porque la versión de Sánchez sabe entender el giro que engrandece al infinito la obra de Chéjov: no hay pesimismo. El destino no es inevitable y existe, queda prometida en la obra, la opción de desbaratarlo. Es posible la no resignación, podemos desanudarnos del tobillo la infelicidad. Pero hay que intentarlo.

Chéjov explora en Tío Vania la entraña de la sentimentalidad humana y la revela como un laberinto. Por eso, acierta también la compañía con una propuesta escénica magníficamente austera, consciente de que la potencia del texto no necesita efectismos grandilocuentes. La hacienda en la que transcurre la acción queda sintetizada en un interior sin paredes y con eterno juego de sillas, y un exterior arbolado sobre el que se marcan luminosamente los ciclos de la naturaleza. Sobra, única y exclusivamente, un pasaje de transición musicado, en el que el doctor Astrov y Vania visten a una gesticulante Helena. Aunque los dos hombres son los que la cortejan, los que la animan a abandonar a su marido, los que, en definitiva, la impelen a combatir un presente que le asegura una total infelicidad y un imparable marchitar, ese pasaje del montaje no aporta demasiado.

La sencillez de la propuesta escénica no sólo deja paso franco a la fuerza del texto; también libra de interferencias al trabajo interpretativo. Rosana Pastor (Helena), Carles Montoliu (Astrov) y Vicente Cuesta (Serebriakov) brillan con luz especial: la primera por administrar con mano maestra la sutilidad que precisa su personaje y sus compañeros por acertar con el tipo de energía, idealista la de uno, superviviente la del otro, que da empaque y contundencia a dos personajes sustancialmente diferentes. Sandro Cordero se esfuerza en lograr un personaje matizado, iridiscente de frustración y alcoholismo, y lo consigue la mayor parte del tiempo. También Xus Romero acierta con el registro preciso para dar vida a Sonia, un personaje interesante y complejo, retador, por moverse entre la ingenuidad, la astucia, el esfuerzo y la añagaza.

La obra acaba hoy sus representaciones, pero acercaos al texto de Chéjov. Es un buen modo de enfrentarse a cualquier tiempo.
Fotografía: David Ruano

Larga vida a...¡Judas!



Ayer Bob Dylan cumplió 71 años. Todo el que me conoce, aunque sea superficialmente, sabe que Dylan es algo así como mi oxígeno. Os imaginaréis, por tanto, el esfuerzo que me ha costado no cantarle hasta ahora el cumpleaños feliz. Pero la insolencia tiene estos peajes, y uno no puede permitirse coincidir con el ruido de los demás. En mi laico y limitado panteón, Dylan ocupa un magno lugar. Con Dylan sentí la música por vez primera. No pongáis esa cara, descreídos: es posible que vosotros no la hayáis sentido todavía.

Como no tengo ni la más remota idea de música (ni siquiera aprendí a tocar la flauta, rebeldón), mi compromiso con Dylan es puramente entraño. Intravenoso y, por ende, invencible en la medida en que yo lo sea. Por eso no quiero que ésta entrada sea un catálogo de las virtudes musicales del anciano. No sería sincero, porque todo lo que he leído de él y sobre él después de la primera vez que escuché “Like a rolling stone” es sólo fruto de mi tendencia a escarbar en las heridas.

Pero quiero que veáis el vídeo. ¿Ya? Sabéis lo que es, ¿no? Es la culminación mediática de un momento clave para la música de nuestro tiempo, que se había producido unos meses antes. En 1963 y 1964, Dylan había dejado en Newport el folk mejor que nadie había hecho en años. Frágil, tímido, feo, le arrancaba a la guitarra toda la melancolía que cabe en mil generaciones, qué se yo. Pero en 1965 estaba cansado de la aureola de chico-amargado-cantando-bajo-el-porche-la-maldad-del-mundo. Y se presentó en Newport con una guitarra eléctrica. La gente creyó que le sangraban los oídos, pero lo que sangraba en realidad era el tajo que Dylan acababa de asestarle al folk americano.

Un tajo redentor. Escuchad la rabia con que el espectador le grita “¡Judas!”. Paladeadla, porque es maravillosa. Un desprecio así está reservado a los genios. Mirad a Dylan, diciendo lánguidamente: “No te creo. Eres un mentiroso”. Y después, a su banda: “¡Tocadla fuerte!”. Han pasado pocos meses desde lo de Newport. Están en Manchester. Y Dylan sigue firme en su misión de salvamento: el folk necesita de la electricidad para seguir latiendo. Más aún: la electricidad necesita el folk para ser algo más que ruido bonito. Dylan está haciendo lo que sólo unos pocos pueden hacer: inventar una nueva forma de belleza.

El boxeo, esa bohemia


Un momento de la velada. Foto de Roberto Marbán.


Lo habrán escrito mil antes que yo, pero ahí va, por si acaso: el boxeo es una bohemia. Desprecia la tecnología que otros deportes anhelan, esquiva el glamour de multitudes oloroso, ignora al mundo por principio y cuadrado es, a ver por qué si no, su escenario. Es una soledad tensa o hirviente, un collar de traumatismos, el camino más largo y escarpado. El boxeo es una apuesta incabal por uno mismo. Y así le llega, creo yo, al que lo mira: como una testarudez. Ahí tú, aquí yo y nos vamos a dar de hostias hasta que nos caigamos. Impropio, desde luego, en estos tiempos del ex-dolor y de la ex-sangre. ¿Pero qué sería de los tiempos sin contratiempos? En cada uno de los guantes de cada uno de los púgiles hay una pregunta grabada, una cuestión que se clava en cada abdomen, en cada mentón, en cada pómulo. “¿Por qué?”.

Es, claro que sí, una cuestión principal. Pero queda evidentemente sin contestar. De ahí la épica, que no es sino una acumulación de interrogantes capitales insatisfechos. (Si no me creéis, coged cualquier historia épica y haced la prueba. Aquí os espero). Probablemente sólo estoy diciendo tonterías (atisbo el gesto torcido de los expertos), bajo el influjo de una experiencia nueva y estimulante. El sábado estuve en una velada de boxeo. Nunca, a pesar de la insistencia de muchos, había sentido demasiada atracción por el deporte de los golpes. Me decían que era bello y vibrante, magníficamente crudo, y que podría venirle bien a mi escritura. Lo decían, claro, como si hiciese falta ver algo para escribir de ello y desconocían que ya tenía yo un par de relatos, más sobre boxeadores que sobre boxeo, lógicamente escondidísimos. Pero el sábado estuve en una velada de boxeo, y me gustó para siempre.

Ese fogonazo que nunca antes se había producido, esa sacudida que nos ata de una vez por todas a un tema y nos empuja a bebérnoslo entero, podría (debería, pensaréis algunos) haberse dado en la visión de un combate histórico, sobresaliente, blanquinegro de gloria y crónicas. Pero no, porque la insolencia es un modo de vivir y no aguanta tamañas tipicidades. Se (me) produjo en un gimnasio de arrabal, aparentemente a trasmano de la trascendencia. Pero sólo aparentemente, porque hace mucho que se descubrió (y no digo ‘se inventó’, ya lo discutiremos) la grandiosidad de las pequeñas cosas. Vi a un boxeador espigado desinflarse ante uno bajito, que se le escondía en las tripas y le castigaba desde el infierno. Vi a un púgil compacto, tan ansioso de atacar que se dejaba la defensa abajo. Vi a otro ser machacado en el primer asalto y perseguir con fiereza un nulo en los dos restantes.

No vi la técnica, mitad porque no sé verla, mitad porque no la había. Pero vi a chicos darlo todo en el ring y darse la mano tras perseguir la destrucción mutua. Vi gente animando y sufriendo con la danza de su favorito por los límites del ring. Vi lesiones, vi victorias y algunos buenos golpes. Y vi, sobre todo, la verdad de aquellos que hacen algo y lo hacen pensando que es lo único que quieren hacer. Ése es el tipo de verdad sobre el que se construye la gloria. Una verdad que tiene detrás, insisto, una pregunta incontestada.

Una historia de Dublín (y III)


El autobús
Su primera decisión a la mañana siguiente fue dejar de beber Guinness. Diluida la euforia en una noche de sueño problemático, solamente le quedaba una amargura estomagante en la garganta. No desayunó, e imaginó de camino a la parada del 14A que el desplante era una nueva muesca en su relación con la familia irish. Le dio olímpicamente igual. Al poco de subirse, vio aparecer en el segundo piso del autobús a Alberto y Tito. Les anunció su decisión sobre la cerveza negra, se rieron lógicamente de él y se sintió en casa por primera vez desde que llegó a Dublín. Os parecerá extraño, quizás, que se sintiese en casa en un autobús; pero eso es porque no comprendéis nada de las casas o de los afectos. Nada tiene que ver una casa con una arquitectura. Una casa es fundamentalmente una guarida, no necesariamente física. Por eso al niño, temeroso bajo su manta, le sobran pasillos y oscuridades. Por eso a Daniel, temeroso de su desubicación, le hacía de manta aquella intimidad francamente conquistada.

Se pasó a la Bulmer’s. Una sidra sin gas, más ácida que dulce y con la ventaja de no emborracharle de sabor amargo. La Bulmer’s, creía él, era una especie de desobediencia en aquellos pubs poblados por vasos llenos de oscuridad. Le gustaba ver su vaso, en decenas de barras de decenas de sitios, brillando áureo entre los demás, subrayando su tiniebla con su luz dorada, gritándose burbujeantemente diferente. Le llamaban chica y le afeaban la blandura, pero estaba contento sintiéndose un elfo del bosque, o así. Además, la ligereza de la sidra le alargaba la lucidez. Digan lo que digan, la lucidez es una capacidad del sentimiento. Esa prórroga de la inteligencia inalcohólica (hay, dicen, una inteligencia alcohólica) le dejaba mirarles despacio, con una cierta distancia que siempre le ha gustado. Le dejaba ver su diversión, sus bromas, sus gestos. Le dejaba percibir cómo crecía una cuadrilla. Le permitía apostar con furia, sabiendo que acertaba, a que ‘Knockin’ on Heaven’s door’ la escribió Dylan y no los Guns N’ Roses.
Todos hemos hecho el tonto...
Al grupo se unió pronto Diego. Gallego de acento y regionalismo, pero buen chico. Era divertido asistir a sus enganchones con Alberto, ése choque insoluble de orgullos patrios. Algunas veces Daniel terciaba en la disputa, pero casi siempre dejaba que fuese Pablo quien lo hiciese. Pablo era de Madrid, y hablaba con esa lejanía cínica y cheli que es algo así como la lengua materna de los madrileños. Su hecho diferencial, además del hecho diferencial de no tener hecho diferencial. Pablo fue fundamental. Consolidó el espíritu aventurero y senderista de la cuadrilla, y logró que los fines de semana se ensanchasen las fronteras y les entrasen en los ojos jardines palaciegos, pueblos costeros o focas en peñascos bañados por un mar frío y frío. Su bonhomía, además, le hacía blanco perfecto de la amistad de los más extraños especímenes. Su historia con dos hermanas de Camas, “Las Joyitas” por apodo, merece ciclo aparte. Estaba también Neus, femenina y serena. Y Martina, que se encendía hablando de verbos, de naciones, de guerras y de sinónimos de Berlusconi.

Estos textos, me doy cuenta ahora que acabo, han hablado poco de Dublín. De Dublín como Dublín, quiero decir. Sospecho vuestros rostros decepcionados, pero no voy a pedir perdón a aquellos que tengan este Rincón por una guía de viajes. Daniel no recuerda Dublín como ciudad, casi nunca. Recuerda el tranvía por una conversación telefónica, o la estatua de Molly Malone por un chupete. Un parque grande y verde por las bicis y un pub rojo y oscuro por el “greedy”. Un autobús por las risas y cientos de calles por los abrazos, las bromas, los silencios. Daniel recuerda Dublín como una amistad. Y como una amistad ha aparecido aquí, porque todo paisaje es un paisaje sentimental.


Una historia de Dublín (II)


La escuela. Uno de los días.

La habitación estaba amueblada de provisionalidad. Una cama esquelética y un armario a todas luces exagerado eran su única vestimenta, además de la ventana blanca y pequeña, desde la que se contemplaba un fragor de luces ciudadanas que le ponían melancólico de ruido. Daniel llevaba mucho rato despierto cuando, la mañana siguiente, decidió que era el momento de levantarse. Le dio vergüenza utilizar el baño sin conocer al pater familias, así que se vistió sin lavarse la cara. Cuando bajó a la cocina, comprobó que su entrada triunfal de la noche anterior le había ganado el recelo de la familia. Esa mirada de asustada incertidumbre seguía en la pelirroja madre cuando le presentó los cereales y permaneció allí cuando le presentó a su marido. Era un hombre redondo, calvo y parco que le dijo ‘Mi mujer me ha contado, y no me gustas’ con los ojos. Daniel le dio la mano blandamente, con sonrisa apercibida y subió a cagar: sin ganas, pero muy seguro de lo que hacía.

Lo que había llevado a Daniel a Dublín era un curso de inglés de tres semanas. Había dejado atrás un verano del que salía con una cantidad razonable de dinero en el bolsillo, más moreno que nunca en su vida y ansioso por descansar cansándose. El curso de inglés era una excusa, aunque ni siquiera él sabía todavía hasta qué punto. El caso es que no le parecía tener el tiempo suficiente para trabajarse una familia postiza. Aún así, hizo su cama antes de bajar de nuevo para que la madre le explicase cómo llegar a la escuela. Era fácil y relativamente rápido: un autobús que paraba frente a la casa serpentearía durante media hora por aquel extrarradio y acabaría dejándole a una manzana de la escuela. Subió en él cinco minutos después, aunque llegaría una hora antes de lo indicado a la escuela. En el trayecto, conoció a un informático de Torrejón que le habló de su acogida en una casa de vieja gorda y gato viejo. Lo hizo con una comodidad que debería haberle hecho sospechar.

La escuela estaba instalada en un pequeño palacete, lúgubre a la luz y gastadamente lujoso. La juventud que penetraba en él, lo recorría, descubría sus rincones y maltrataba sus silencios le daba una vida especial, una inopinada alegría. Después de lucir su speaking hablándole de cine e historia a una señora que aparentaba tener los años suficientes como para haber vivido la Batalla de Inglaterra, se vio en un aula de concurrencia variopinta: tres coreanas mínimas y sigilosas, un brasileño tópico, una inquieta catalana, dos gallegas inquietantes, una italiana de potente acento napolitano. Había también un malagueño con rostro y maneras de pillo, illo, illo. Se llamaba Alberto. Tenía la misma edad que Daniel y los dos compartían el objetivo fundamental e irrenunciable de lograr que aquella escuela no interfiriese demasiado en sus planes. No les quedó más remedio que sentarse juntos, alborotar la clase a veces. Hacerse amigos, en suma.

Tito se les sumó pronto. Era el hermano mayor de Alberto, y el lazo no era solamente genético. El carácter de ambos era una apuesta alegre, una ética generosa y una promesa de sinceridad. El jardín de la escuela los recogió cuando acabaron las clases. Le contaron que, a su llegada a Dublín, la casa que debía acogerlos estaba velando el cadáver del padre. Pidieron un cambio de ubicación y celebraron la anécdota durante toda la noche, con un escocés de brusco beber. Esa historia le confirmó a Daniel que estaba en el bando correcto. La tarde fue una incursión despreocupada al corazón verdadero de Dublín: el Temple Bar. Cuando volvió a la casa, llevaba demasiada Guinness en las venas y una vivificante felicidad. Se le había puesto cara de aventura, por más plomizo que el cielo se pusiera. La abrió la madre pelirroja y le puso en las manos, sin demasiado preámbulo, una llave de la casa. Había pizza en el microondas y estaba buena. Las cosas no dejaban de ir a mejor.
Una vista del Temple Bar.

Una historia de Dublín (I)



Era una calle recta, larga y oscura. Infinita a los ojos de Daniel, que acababa de bajarse de un autobús amarillo y azul, desierto y disparatado, cuyo conductor le había puesto en las manos un móvil para que le pasase un politono que había sonado en el suyo. Sí, un politono. Se lo pidió en inglés, como es costumbre en Dublín a pesar de los carteles en gaélico. Se quedó paralizado, en parte porque no había pensado tener que lucir tan pronto su incompetencia idiomática y en parte porque le fascinaba aquella súbita y sorpresiva hermandad tecnológica. No sirvió, en todo caso, para evitar que el conductor le anunciase la última parada con una rudeza tan natural que tenía que ser acostumbrada. Daniel descendió con el móvil en una mano, la maleta cargadísima en la otra y una mochila trotamundos en frágil equilibrio sobre el hombro. La calle recta, larga y oscura seguía allí, y le habría dicho “Hello” si este fuese un relato fantástico y tenebroso.

A pesar de las apariencias, Daniel no estaba asustado. Pensaba, eso sí, en cómo la existencia de planes exhaustivos dota al desastre de un perfil más afilado, hiriente casi. Él había milimetrado su llegada: hora de aterrizaje, distancia desde el aeropuerto al destino, autobuses disponibles, perfección. Todo fue desbaratado por un avión volando con retraso de una hora. Fue suficiente para que por Dublín ya no pasease el gentío tradicional, para que luciesen unas farolas que se habían imaginado apagadas y melancólicamente inútiles. Para que no circulasen los autobuses previstos. Lo que hizo entonces Daniel fue improvisar, que no le ha parecido nunca mala manera de afrontar un caos impremeditado. Agrupó, desde luego, algunas nociones que Google Maps había dejado en su mente: esta calle me suena, seguro que está cerca. Se mintió, evidentemente. Lo hizo cuando tomó el autobús y también cuando, en la calle recta, larga y oscura, optó por izquierda y no derecha.

La intuición, en esas circunstancias, es sólo la excusa con que el hombre se protege cuando está perdido. Esa vez, sirvió para que Daniel llegase a uno de esos centros comerciales de una sola altura y vertebrados por un párking. Casi todo estaba cerrado. Tras los muros transparentes de una hamburguesería, dos empleados limpiaban el local. Miraron a Daniel como si fuese un zombi cuando éste tocó con los nudillos en el cristal, y le ignoraron consecuentemente. Fue un momento tenso, en que tuvo que elegir entre el orgullo y la prioridad. Las luces, a lo lejos, de un restaurante hindú solucionaron el dilema. Cuando llegó hasta la puerta, tres hombres hindúes de turbante salieron por ella y echaron la llave. Daniel agradeció la autenticidad y les pidió ayuda. Sintió la camaradería de los acentos trastocados, pero su imaginación, desde luego, no se había figurado lo que vendría después.

Lo que vino fue un callejero destartalado, su maleta en un maletero y él a bordo de un coche extraño, oliendo especias entre hindúes educadísimos pero tendentes a hablar demasiado alto mientras alcanzaban un consenso sobre qué camino tomar. Durante tres cuartos de hora, ese automóvil exaltado quebró la tranquilidad de un suburbio ordenado y silencioso, al que sólo faltaba un flequillo repeinado para ser absolutamente repelente. Durante esos cuarenta y cinco minutos, Daniel se sintió a lomos de un cuchillo que rasgaba sin misericordia capas y capas de grisura. Cuando el coche se detuvo finalmente, ante el jardín de la última casa de una calle por la que habían pasado ya varias veces, supo que había llegado.

-Soy Daniel – replicó al rostro desencajado de aquella dublinesa pelirroja que no sabía en qué momento había nacido ese caos entre sus hierbajos.

Daniel vio en los ojos de la señora el miedo de haber metido en su casa a un estrambótico; y pensó que no podía haber tenido mejor presentación.
De día. Cuando llegó de noche, no tuvo tiempo de fotografías.

Camino de servidumbre (y mi liberalismo)


Creo que fue Jean François Revel quien escribió que el liberalismo no es una ideología, sino un libro de recetas. Revel tenía dos cosas que lo convierten en maestro. En primer lugar, su honesta lucidez; después, su capacidad narrativa. Gracias a ambas, el francés escribió libros luminosos (Ni Marx ni Jesús, La tentación totalitaria, Cómo terminan las democracias, La obsesión antiamericana) que le dieron una faz nueva al liberalismo político contemporáneo: la (alta) divulgación polémica. No sé si fue él también quien dijo que el liberalismo resulta la mayor parte de las veces contraintuitivo. En todo caso, sus libros vibrantes hicieron mucho por la erosión de esa corteza. Su metáfora del liberalismo como recetario es sin duda ágil, pero si la aplicamos a Camino de servidumbre, la obra maestra de Friedrich von Hayek, resulta también asombrosamente exacta.

Camino de servidumbre, por seguir con el símil, vendría a ser algo así como las 1.080 recetas de cocina de Simone Ortega. Un manual de liberalismo; pero uno de esos manuales buenos que son a la vez mapa y exploración de una materia, que atraviesan un tema para mostrar sus vigas maestras, que establecen sus fronteras analizando también todo lo adyacente. La mejor virtud de Camino de servidumbre es, con seguridad completa, que no aspiraba a ser un manual. Por eso es un texto de prosa grácil y de ingenio vivo, insolentemente crítico, irreverente y valentón. Al economista austriaco asustado por el avance que la planificación, escudada en la guerra, estaba logrando en las sociedades combatientes del nazismo, le sale un ‘libro seminal’, como lo llamó Santiago Navajas. No sólo una defensa a ultranza de la libertad, sino una teoría trabada y potente de la sociedad libre y abierta.

Si un liberal contemporáneo tiene que leer Camino de servidumbre para conocer realmente a sus padres, un socialista de hoy (¿es eso un oxímoron?) debe leerlo para conocer a sus abuelos. Hayek recorre el árbol genealógico reciente (el libro es de 1944) de la tiranía y señala que ésta ha estado siempre relacionada con la planificación. Tampoco el socialismo sale precisamente bien parado en esta exploración de las tendencias y los intentos por lograr una concentración de poder que lamine la libertad individual en provecho de ‘un proyecto de sociedad’ o una ‘Razón de Estado’. Pero no es sólo que la planificación resulte antiética por liberticida, sino que además no es práctica: la teoría de Hayek sobre el sistema de precios como la mejor cadena de transmisión de información es un reto serio para todos aquellos que observan el libre mercado como una variedad de la magia negra.

Camino de servidumbre es un libro inteligente y hondo, y no es mi intención esta vez develar exhaustivamente su contenido. Simplemente he vuelto a un libro que es piedra de toque de mi pensamiento político desde que lo leí por primera vez, hace unos cinco años. Camino de servidumbre y Libertad de elegir, de Milton y Rose Friedman terminaron, por decirlo de alguna manera, de cristalizar en mi frente algunas ideas a medio esbozar sobre la libertad, el papel político del individuo, el poder, la política y el pensamiento. Después han venido muchas lecturas más. Pero digamos que la equidistancia liberal entre la izquierda y la derecha, que su afán permanentemente crítico, que su capacidad para la crítica y la autocrítica, que su insolencia indisimulada eran el marco que mi talante estaba buscando. Esos dos libros me mostraron que había un lugar fructífero y estimulante entre el fanatismo y la indiferencia.