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Talavante sale en hombros de Las Ventas, el 8 de abril de 2007/Mundotoro.com |
El Domingo de Resurrección de 2007, Alejandro Talavante
salió en hombros de la plaza de toros de Las Ventas de Madrid. Él tenía
entonces 19 años; yo también. Me he acordado de ello al verle hace unos días salir
de nuevo en hombros de esa plaza, un poco más viejo y un poco más maduro, un
poco más grande, pero con la misma sonrisa de ambición y felicidad que tenía
entonces. Alejandro Talavante no lo sabe, pero aquel 8 de abril de 2007 me
metió en un lío sensacional. ‘Sensacional’, esta vez, os juro que no es el
adjetivo que encuentra alguien que no encuentra adjetivos para ‘grande’. Y en
ese lío seguía, de hecho, cuando le vi triunfar en la plaza de Madrid el
miércoles pasado. Ese lío se llama, básicamente, Mundotoro.com. Pero ésa es
otra historia y, aunque merece ser escrita, todavía no estoy preparado para
hacerlo.
Estaba pasando las vacaciones de Semana Santa en casa de mi
abuela materna. Ésa casa es el único sitio donde yo había visto toros alguna
vez y aquella tarde tocó. Yo no tenía ni la más remota idea de toros, y aunque
lo he pensado muchas veces desde entonces, todavía no he descubierto por qué me
quedé viendo la corrida. Tampoco merece la pena que me esfuerce en recordaros
lo que vi, en cómo fue la actuación de Talavante, si tuvo hondura, temple,
belleza. Para seros sincero, no me acuerdo. Y no porque hayan pasado cinco
años: tampoco me acordaba al día siguiente. Lo que sí recordaba al día
siguiente, y cinco años después, es que no pude dejar de mirar, que todo lo que
hizo aquella tarde Talavante me pareció excelso, que cuando salió en hombros
arropado por la multitud sentí que hubiese sido cósmicamente injusto que no
ocurriese así. Recuerdo que me emocioné.
A partir de ese día, leí todo lo que cayó en mis manos sobre
toros. Y cuidé de que fuese mucho lo que cayese. Llegado el verano, una oferta
de trabajo, el atrevimiento juvenil y mis primeros meses trabajando dentro de
ése mundo que, antes de esa tarde, solamente era una referencia distanciada. Había
nacido mi pasión, que es un curioso animalito. Algunos de los lectores de este
blog son manifiesta e inquebrantablemente antitaurinos: de ellos espero sólo
que hayan llegado hasta esta línea, leyendo una historia. Otros son tan
aficionados como les permiten su tiempo, su dinero y su curiosidad: espero que
ellos se hayan sentido identificados con el texto, por haber vivido algo
parecido en algún momento de su vida. También espero que no tuerzan (demasiado)
el gesto ahora, cuando este Rincón respete su nombre y diga: el mundo del toro
no respeta la pasión.
Soy consciente de que muchos habrán pedido, con urgencia y
ademán aristocrático, las sales. Pero la frase no es para tanto. Colisiona, lo
reconozco, con la versión oficial que se ha querido transmitir siempre de este
orbe: un espacio temperamental, donde las pasiones son motor y consecuencia. Es
posible que esto sea cierto en el caso de la mayoría de los toreros y la
mayoría de los ganaderos. Pero no lo es en el caso de algunos aficionados, que
tienden a responder al chispazo de pasión primero con la adquisición de una
‘afición’ ambigua que no es sino memoria agria y revenida. Memoria que no les
corresponde ni por edad ni por espacio. Se les llena la boca de un ‘antes’ que
no conocieron y poco a poco apagan el ardor con una jerga de iniciados. Ahora
que los toros atraviesan su quinario, es momento de identificar sus enemigos:
apunto que el aficionado pitagorín es uno de ellos.