Pongo en el Rincón una balda nueva: la del cine. No
sabría deciros qué puesto ocupa en el ránking de mis pasiones; porque los
términos ‘ránking’ (¡’ránking’, qué fealdad) y ‘pasión’ me parecen excluyentes
entre sí, más que nada. Y ya, ya sé que mi gusto por el fútbol americano,
cifroso y encendido al tiempo, supone una contradicción con esto, pero ¿qué más
da? En todo caso, el cine es una de mis pasiones, aunque sea en mis gustos tan
heterodoxo como lo soy para todo lo demás. El cine es un añico de nuestras
vidas y a mí me vuelven loco los detalles. Así que…recientemente he visto:
La prima cosa bella
(Paolo Virzì, 2010)
Abrid
bien los orejos, porque voy a hacer un ejercicio de humildad: no sé de cine. Se
me escapa todo eso de los tiempos, los planos, las secuencias. Se me escapa,
ay, el raccord. Lo intento, de
verdad: llegar, sentarme y ver entre chuchería y chuchería, qué tío, qué plano,
qué fiera, qué zoom. No me sale. Lo que pasa es que no tengo alma de director.
Si es que el alma existe. Estoy enfermo de guión. Y por eso, cada vez que piso
el cine me veo haciendo lo mismo: poner a prueba mi convencimiento de que una
obra sólo puede aspirar a ser maestra si es perita en estrujar entrañas. Me veo
buceando (el único lugar, físico o espiritual, en el que puedo hacerlo) en la
historia. Busco fundamentalmente tres cosas: escritura, belleza y
universalidad. Así de limitado soy.
La prima cosa bella tiene las tres
cosas. Tiene un guión de eje doble que se despliega sin estridencia alguna,
brillante mas desenjoyado; una pieza de escritura mediterráneamente lírica que
habla de belleza, infancia, familia, amor. Por si no hubiese suficiente
universalidad en esos ítems, los quiebra y muestra en una historia sobre la extremada
elasticidad de los lazos familiares. Así pasen décadas y continentes. Una madre
tan preciosa por dentro como por fuera. Un padre que sufre en realidad un
galopante síndrome de Stendhal, así lo llamen infarto los galenos. Una niña, y
una chica, y una mujer que atraviesa la línea del tiempo aparentemente sull’ la parra. Y un niño, un hijo, un
hermano, un hombre que tiene unos cuantos problemas para enfrentarse a su
futuro solamente porque todavía no se ha decidido a enfrentar su pasado.
Escritura y universalidad, ¿y
la belleza? La belleza en ese baile madre e hijo, y unos salvajes riendo. O en
ese abrazo hermana/hermano, todo añoranza y soledad. La belleza en la lealtad
de un vecino que ama sorda y grandemente a esa mujer y sus hijos. O en ese
certero y vibrante y perfecto ‘es insoportable pero me encanta’. La belleza en
esa madre que mueve cáncer en cada pestañeo y, aún así, es capaz de conseguir
que todos a su alrededor peleen un poco más intensamente por su propia
felicidad.
Beginners (Mike
Mills, 2011)
A amar
se aprende. Comprendo vuestra cara de fastidio: ‘nací aprendido’. Pero es
mentira. A todos nos gusta pensar que no nos hace falta escuela, que será esa
brújula esquizofrénica que se nos despierta en el pecho la que acabará
llevándonos, pies en algodón, a un amor pluscuamperfecto. Todo trola, queridos.
Amar es el principal, y el más difícil, ejercicio intelectual del corazón. De
ahí lo de la ‘inteligencia emocional’, supongo. Como en todo deporte, se mejora
con la práctica. Pero es el más difícil de todos los deportes, y por eso somos
siempre principiantes (conozco un hombre que pronuncia, ¡y embellece!, esta
palabra, ‘principiantes’, con un inmenso desprecio de viejo perro).
Esta idea
cimenta la película de Mills. Uno de esos guiones que tienen todas las
papeletas para gustarme: sobriedad, desnudez, inteligencia. A pesar de escenas
tan lamentables como la que hace coincidir al protagonista y la protagonista en
una fiesta de disfraces, la película se tiene en pie sobre un guión complejo,
con trazas posmodernas en la fragmentariedad y fondo clásico en el ímpetu y las
enseñanzas. Está dicho que la enseñanza fundamental de la película es el
aprendizaje del amor. La manera en que el amor de los demás transforma el
nuestro. Un poner: el amor de papá por otro hombre, después de cuarenta años
casado con mamá. Pero le veo una arista más a la película, y es que Beginners acaba siendo una reflexión
sobre la agridulce aventura de crecer. Tengas veinte, cuarenta u ochenta
estacas.
No os
dejéis engañar, cuando la veáis, por esa primera escena del romance. Viene
después una historia de diálogo honesto, de caricia balsámica y tormentoso
devenir. No perdáis detalle tampoco de la madre excéntrica, que capitaliza
algunos de los momentos más brillantes y canallas de la película.
Primos (Daniel
Sánchez Arévalo, 2011)
Un solo
visionado de Azuloscurocasinegro me
sirvió para convencerme de que Daniel Sánchez Arévalo era uno de los más
descollantes jóvenes directores del cine español. Me pareció que demostraba en
aquella película, tan amarga como inteligente, una habilidad infrecuente para
trenzar historias de simplicidad compleja y una pasmosa comodidad a la hora de
transitar por la filosa región que existe entre lo trágico y lo cómico.
Se me
pasó Gordos, que tengo anotada como
asignatura pendiente (larga vida a Garci, por cierto) con referencias
elogiosas. No se me ha pasado Primos,
que vi en un primer visionado algo atragantado y que disfruté en uno segundo,
más reposado ya. Aunque esta última se tiene por obra liviana (un capítulo más
en el error de prestigiar lo serio ‘per se’), a mí me parece que supone un
horizonte superado en la madurez de Sánchez Arévalo. Lo explico, por evitar la
gratuidad: Primos está atravesada de
cabo a cabo por lo cómico, pero cada risa, cada sonrisa, enseña la madre (como
el vino) y ésta es negrísima. Que Sánchez Arévalo profundiza más en esa región frontera,
o sea. Y que le sale tan bien esta espeleología que ofrece una lección
fundamental: la confianza en el hombre y su futuro. Que sea hoy, cuando muchos
lloriquean cobardía frente al porvenir, le otorga puntaje doble.
Los
pilares de Primos son el amor y la
amistad. Es decir, el amor por partida doble. Digo ‘amistad’, y no ‘familia’,
no sólo porque sospeche que ese del título es un irónico ‘primos’, también
porque los ‘primos’ que pueblan la película no extraen su ligazón de un
apellido, sino de un pasado mítico y común. Primos
es la historia de varias resurrecciones. La de un amor de verano que es en
realidad un futuro en mímesis. La de un corazón sensible acorazado en
madridismo y puterío. La de un soldado
de magullada valentía que empeñó su testosterona por un botiquín y su gestora.
El núcleo de Primos es (con tres
actores protagonistas en sublime momento) una parábola óptima sobre la capacidad
de los hombres para terminar logrando una miaja de felicidad.