El comunismo, ensoñación


Era octubre de 1917 en Rusia, y un fantasma se disponía a recorrer Europa. No era el que Marx y Engels habían denunciado en su Manifiesto comunista, pero tenía mucho que ver con ese texto y su doctrina. Fue en Octubre de 1917 cuando los bolcheviques decidieron apretar el acelerador de la Historia. Los acontecimientos de febrero de ese mismo año no sólo habían culminado con una pequeña apertura democrática, sino que habían dejado el poder en manos de un gobierno no bolchevique. Había llegado el momento de ‘construir el orden socialista’, como gritó Lenin desde el balcón después de que sus huestes tomasen el Palacio de Invierno y certificasen el fracaso de la primera intentona democrática que Rusia había experimentado…en toda su historia.

Lo que vino después es conocido y, si no, existe una pila de buenos libros, tan grande como de malos, por cierto, para trabajar porque lo sea. Lo más difícil de hallar ha sido una historia intelectual del comunismo, quizás por abundancia panfletaria. El fantasma al que me referí al principio es la propia Revolución Bolchevique, cuyo paseo por el continente no fue meramente contemplativo: su promesa cautivó allá adonde fue a millones de intelectos, entregados desde entonces a su apostolado. Como los mortífagos de Voldemort pero, al menos en principio, sin su fama mala. Muchos creyeron ver alzarse de nuevo, en la limes de Europa, la estrella revolucionaria que había brillado en 1789. En El pasado de una ilusión. Ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX, François Furet recorre magistralmente la estela de esa estrella.

Y, como entonces, se desvela una estela de sangre, dolor y poder ilimitados. Furet, que había labrado su renombre como historiador hurgando en la Revolución Francesa, publica su libro sobre la idea comunista en 1995, cuatro años después de que su encarnación cayese hecha pedazos. El hundimiento de la URSS es, para él, la muerte de una idea que llevaba casi ochenta años capitalizando (valga la ironía) ‘el destino de la historia’. El libro de Furet no es sobresaliente sólo por su propósito metodológico, el de explorar históricamente una ideología, sino también por su audacia intelectual y estilística: gracias a una prosa pulcrísima y con las notas justas de metáfora, su historia de la idea comunista se lee como una novela epopéyica sobre la ensoñación. La vivacidad de su pensamiento, mientras tanto, desvela, resalta y ahonda cada resquicio, cada contradicción de la utopía.

Varios asuntos fundamentales en El pasado de una ilusión lo convierten a mi capote en obra fundamental. La disección de la ceguera ideológica que se lleva a cabo en sus páginas, por ejemplo. La URSS fue un régimen homicida que encarceló, torturó, exilió y masacró a millones de personas. A pesar de ello, en su época y también posteriormente, su reputación de potencia aliada de la libertad y el mejor futuro permaneció prácticamente intocada para muchos, que no siempre y no necesariamente eran militantes comunistas. Furet desactiva la coartada que atribuye esa ceguera al hermetismo soviético: se alzaron, aunque pocas, voces críticas. No es que no existiesen datos que permitiesen dudar de la veracidad de la fachada comunista, es que se prefirió ignorar esas pruebas. Fue entonces, por cierto, cuando el comunismo y sucedáneos se hundieron en una fosa séptica político-moral de difícil escapatoria.

Los intelectuales jugaron un papel muy importante en la senda de la idea comunista. Tan expuestos a su encanto como cualquier mente, su labor de evangelización comunista era por el contrario mucho más potente. El relato que Furet hace de los viajes de algunos escritores y pensadores europeos de ese tiempo a la URSS, viajes turísticos en los que no siempre quedaba oculta la verdadera faz atroz del régimen y de los que regresaban cantando las alabanzas del sistema comunista produce todavía hoy, a mí al menos, indignación y bochorno. La rendición de los intelectuales (no otro nombre puede recibir la opción por la ideología en lugar de la inteligencia) resulta especialmente dolorosa, no por la efectividad de su propaganda, sino por la suposición de que eran ellos los mejor preparados para desenmascarar la mentira.

Y era una mentira innegablemente bien trabada. La Unión Soviética fue perita en transformar algunos aspectos cutáneos de la idea a la que daba cuerpo en función de la política que tuviese que adoptar para asegurar su posición de preeminencia en Europa y el mundo. Si el odio cerval al liberalismo está en su código genético, fue relegado a un segundo plano cuando llegó el momento de combatir el nazismo. En ese punto, hacía mucho tiempo ya que la ensoñación no era sólo ensoñación. La idea comunista había encontrado una aliada de excepción en la violencia, por medio de la política internacional de la URSS. A tal punto llegaba su control sobre las mentes y los actos de militantes y simpatizantes, que apenas le resultó costoso convertir en enemigo absoluto de su proyecto al nazismo, con el que había sostenido alianzas fructíferas prácticamente hasta el día de antes de que estallase el hundimiento del mundo.

Esta rivalidad entre nazismo y comunismo signa de indudable modo el siglo XX, pero es en realidad la pelea de dos absolutos que comparten orígenes filosóficos. La energía con la que combaten por la desaparición radical del otro nace de su hermanamiento profundo, de la hoguera que alumbra sus entrañas: utopismo, voluntarismo y, sobre todo, odio al liberalismo. El antifascismo, uno de los mejores artefactos llevados a cabo por la URSS, a juzgar por su eficacia, su extensión y su permanencia, era sólo una propuesta de convivencia en tanto se eliminaba al gemelo odioso hitleriano. Una vez éste hubo fenecido, el desprecio por la(s) democracia(s) liberal(es) pudo volver a ocupar su lugar de honor en el discurso activo y pensativo del comunismo. Hubo quienes fueron conscientes de este juego cínico y levantaron la voz. Fueron tildados de ‘fascistas’. Hubo incluso quienes lo denunciaron desde posiciones ideológicas comunistas. Éstos fueron tildados de ‘herejes’ antes de ser llamados, también, ‘fascistas’.

He salpicado esta entrada con términos de índole religiosa referidos a aspectos de la idea comunista y su trayecto por los tiempos: apostolado, evangelización, hereje. No son, aunque me pegaría bastante, un guiño insolente a los creyentes. Son, sencillamente, algunos de los vocablos mejores para hablar de la tesis central de Furet sobre el comunismo: una religión de la historia. Un credo basado en la promesa de un ‘orden socialista’, con una iglesia infalible y un dogma innegable. La creencia en la necesidad de ‘acelerar la historia’, la conciencia de formar parte de la corriente incombatible de los tiempos es, lo fue entonces, la excusa perfecta para cometer o aceptar todo tipo de atrocidades. Es también esto lo que convierte el libro de Furet en una pieza maestra: nos recuerda, poniendo ante nuestros ojos el más macabro ejemplo, la importancia de no convertir la política en espacio de religiosidad.

Una Superbowl



Éste iba a ser un articulito medido y correcto sobre cómo puede uno vivir en Madrid una Superbowl. Pero no va a poder ser. Porque era la primera Superbowl que yo vivía y porque perdieron los míos. Los míos son los Patriots, y son los míos en definitiva porque sí. Como porque sí se encienden las espitas de esos amoríos locuelos y atribulados que nos revuelven el pecho, las sábanas (a veces) y la memoria.

Perdieron justamente, eso hay que decirlo. El trofeo del más espectacular de los espectáculos fue a parar a manos de un equipo comandado por un quarterback en las antípodas de la belleza pero dotado de pulso firme y mente serena: los Giants supieron, y qué importante es eso, no equivocarse en nada. Y los Patriots apelaron a la fantasía. Demasiado, teniendo en cuenta que la fantasía es dama esquiva y caprichosa y tornadiza. Lo espectacular hubiera sido que el bombazo último de Brady cayera en manos patriotas, pero cayó al césped. Y se acabó la historia cuando estaba todavía en el terreno de la refriega sorda.

Yo vi la Superbowl en el centro de Madrid, con un amigo. Rodeados ambos de norteamericanos exaltados y un punto melancólicos. La cerveza me pone observador, y observé que dan lo mismo la pompa y el jabón, la corneta y el orquestón. Lo que importa de verdad es la emoción. La veta del deporte es la sentimental, por más que entrenen, y corran y midan y rompan techos y récords. Seguramente me gustaría más a mí el deporte, cualquiera, si no estuviese acompañado de esa incómoda superestructura de interés, finanza y comisión.

Quería haberos contado la Superbowl, pero no me sale y no sabría. Gracias a los hombres, ahí está la sabiduría generosa de un Zona Roja, un Rudeza Necesaria o un No Disparen Al Quarterback. Éste post sólo es la tontería emotiva de un novato que lo será siempre, con tal de no perder la ilusión con la que vio su primera Superbowl. Aunque perdiesen los suyos.


The Walking Dead: civilización vagabunda


(Éste artículo contiene, sí, spoilers)

Los zombis, esos gargajos de la muerte, siempre me han producido la sensación para cuya multiplicación están expresamente inventados: repulsión. El género de terror, del que son protagonistas destacados, jamás ha tenido hueco en mis preferencias y siempre he percibido como misteriosa (sospechosa, incluso) la delectación de algunas personas frente a una pantalla de sangre, víscera y sobresalto. La voluntad de sufrir. Por eso es tan extraño que me enganchase a The Walking Dead. Podría pedantemente decir que fue la presencia de Frank Darabont, artífice de la sutilísima Cadena perpetua, la que me atrajo a ella. Pero mentiría cual bellaco. De hecho, todo conspiraba, ay, contra nosotros. A mi disgusto por el género se sumaba la circunstancia, extrañísima en mi vida, os lo aseguro, de que cuando empezó a emitirse en España yo vivía en una casa en la que estaba solo la mayor parte del tiempo. A la conspiración universal se sumaba también el hecho de que arrastraba el peso de 23 asignaturas: sólo la mitad de ellas habría bastado para que alguien notablemente irresponsable se dejase de ocios. Pero mis escalas no son de este mundo.

Esa irresponsabilidad, no tanto activa como existencial, me ha dado por cierto algunas de las mejores cosas de mi vida. Como por ejemplo, H. Pero eso os lo cuento otro día. La irresponsabilidad me llevó al sofá y la lealtad a mi irresponsabilidad me mantuvo en él. Descubrí así una serie de televisión tan desagradable como intrigante, tan tradicional en sus puntos de partida como osada en la manera de desarrollarlas. Un sheriff recibe dos tiros, está un tiempo en coma y, cuando despierta, el mundo que había conocido ha desaparecido. Lo que lo ha sustituido es una suerte de limbo salvaje plagado de no muertos con una inapagable gana de merendar. Literalmente, una salvajada. Este artículo va a contener spoilers, pero no creo haberos descubierto ningún secreto hasta el momento. Tampoco lo haré cuando os diga lo que viene después. El sheriff comienza la búsqueda de su familia (una mujer y un hijo). El héroe emprende el camino, habría dicho el ruso Propp, inconsciente de la dimensión apocalíptica de la prueba. Pero como no quiero entrar en demasiados detalles y ésta no pretende ser una entrada sobre la serie, sino solamente sobre una escena de la serie, me callo aquí. Baste para seguir que el sheriff no es el único vivo atrincherado en su existencia. Son unos cuantos, y acaban formándose grupos entregados, básicamente, a la competencia por los recursos.

La manera en que estos grupos se defienden frente a los zombis le hace a uno preguntarse si ese ‘los muertos que caminan’ del título no tendrá un deje irónico y cabrón. The Walking Dead es la historia de una civilización hundida, resistente, precaria y vagabunda. Y si no lo es, a mí me hace ilusión que lo sea, porque ésa cualidad es lo que me ata a ella. Más allá de las tripas y las escaramuzas, The Walking Dead es una crónica triste sobre la destrucción más absoluta…y la más aguerrida supervivencia. Lo que hace que la serie trascienda el espectáculo del horror y de la sangre es ese fondo reflexivo que, sin gesticulaciones excesivas, orbita sobre asuntos clave. El primero de ellos es, efectivamente, el de la civilización. Y, en cascada, tras él, cosas sobre el miedo y la osadía, la jerarquía y la libertad, el amor y la muerte. Todas estas reflexiones se me cristalizaron en la frente, como habría dicho el poeta, frente a la escena que os traigo.



Observad atentamente esta imagen. No es exactamente el comienzo de la escena, pero nos sirve. Intentad quitar la vista de los cadáveres y fijaos en la parte izquierda de la imagen: hay un señor cano y de rodillas. ¿Por qué está de rodillas? Podría decirse que porque los muertos son suyos. Han salido de su granero, donde él los había metido sin esperar que sus invitados, el grupo del sheriff, lo descubriesen. ¿Por qué no los mataba? Amigos, ésa es la clave. No los mataba porque eran su mujer, su hijo y sus vecinos. Es decir, él, en los zombis no ve enemigos, sino familiares enfermos. El grupo del sheriff, manchado de sangre hasta las cejas, herido de pérdidas, no lo ve así de ningún modo. ¿La piedad o la supervivencia? Fijaos en los que apuntan: lo tienen claro. Fijaos en el sheriff, detrás de los tiradores, con camisa verde: duda. Reflexiona. Es consciente de que aquello no es sólo un tiroteo, sino el inicio de una nueva fase. Incomodísima fase, por cierto. Sigamos.



Eso que sale por la puerta es/era una niña. A vosotros probablemente no os resulte conocida. La estancia en la no muerte, además, ha prostituido un tanto sus rasgos. Pero a los que vimos antes apuntando sí que les resulta conocida. Llevan, de hecho, semanas buscándola. Lo infructuoso de la búsqueda había empezado, por cierto, a producir dos cosas. El cansancio del señor canoso de antes, incómodo con las armas y las bocas de sus invitados. Y las fricciones en el grupo, entre quienes apostaban por abandonar la búsqueda y los que querían continuarla. El que dirigía a los tiradores quería abandonarla. El sheriff no. Una más.



¿Qué ha pasado? ¿Dónde están los que tan firmemente apuntaban antes? ¿Qué hace el sheriff ahí, apuntando con su pistolón a la niña en cuyo rescate siempre confió? Éste es un fotograma maestro, porque condensa las reflexiones de las que os hablaba antes. Esta escena, esta imagen especialmente, es un tratado sobre el liderazgo: su dureza, su responsabilidad y su ingratitud. Pero todavía no está todo dicho.



Rick ha disparado, y su acto cierra con amargura la interesantísima lección sobre la vida en tiempos de muerte, sobre la civilización en vagabundeo por el infierno. Son extremadamente interesantes las consecuencias de su acto. Fijaos en los tiradores, que ya no apuntan. Ni siquiera son capaces de mirar el cadáver. Nadie lo mira, de hecho, salvo su autor, el sheriff. ¿Por qué no miran? Pueden ser muchas cosas. A mí se me ocurre que son conscientes de repente de su incapacidad para el poder. El cuerpo de la niña les pone ante los ojos su incompetencia, en el más profundo sentido de la palabra. En la parte derecha, hay una mujer llorando. Era la madre de la niña. ¿Es optimista su llanto, a pesar de lo desgarrado? Quizás: hasta un zombi tiene quien le llore.

¿Es posible la educación en el abismo?


El asalto a la educación es uno de nuestros relatos contemporáneos. Cual princesa so candado, solloza mientras precipita lentamente su esqueleto hacia el fracaso, o mientras la atenazan neoliberalotes tijerilleros. No es mi intención negar la importancia de la educación, que es a mi capote la argolla con que la sociedad ha de atarse a sí misma para seguir siendo existencialmente próspera. Pero estaría quebrantando el principio de honestidad (ay, la honestidad, cuántas entradas le debo) si os dijese que me trago el cuento hasta las perdices tristes. En todo caso, no iba yo al texto, sino a una parcela mínima del post-texto. La salvación de la educación, como empresa, está generando intentonas múltiples de redefinición. Y esa puede que sea la única partícula buena de su humareda.

Claudio Naranjo
A una de esas intentonas, que tenía por título  ‘Propuestas para aprender a vivir. Una educación para el siglo XXI’ asistí a comienzos de la pasada semana, en el Paraninfo de la Facultad de Filosofía de La Universidad Complutense de Madrid. El filósofo José Antonio Marina y Claudio Naranjo, forjador de una escuela psicoespiritual centrada en el desarrollo personal harían sus propuestas. Lo que me atrajo a ella fue fundamentalmente la presencia de Marina, cuya esfuerzo por construir una ética humanista a través de investigaciones accesibles en su profundidad, sigo desde hace varios años. Al término del diálogo, llevaba conmigo algunas ideas dispersas pero interesantes, un más contundente consenso con varios de los planteamientos de Marina y, también, algunas preocupaciones.

Los organizadores habían pretendido que el diálogo discurriese de manera literalmente ordenada en torno a algunas preguntas lanzadas de cuando en cuando. No funcionó, o al menos no lo hizo del todo. Desde la primera pregunta, ¿Cómo fue su educación? se vio que la estructura iba a ser sometida a tensiones. Naranjo explicó con humor irónico su educación: una isla british en medio de Valparaíso, colegios internos, silencio, castigo y lagunas. Como consecuencia, una idiocia emocional que intentó superar a través de la psicología. La réplica de Marina tuvo ya el punto crítico e irónico que le caracteriza bastante bien. ‘Su educación fue defectuosa pero el resultado es prácticamente óptimo’, señaló. Lo mismo ocurrió, a su juicio, con su generación: educados en el autoritarismo, prepararon, nada, minucias, la Transición.

José Antonio Marina
Pero cometieron un error cuando tuvieron en sus manos la confección de un esquema educativo: quisieron superar el autoritarismo por la permisividad, inconscientes de que ambos modelos tenían principios buenos (también malos) y de que lo ideal hubiera sido, sigue siendo, la conjunción de ambos. Un sistema que valore la responsabilidad tanto como la libertad, el esfuerzo tanto como el disfrute. Los derechos tanto como las obligaciones. En el actual estado de cosas, la palabra ‘obligación’ parece propagar sobre lo que toca un aroma antañón. Por eso, quizás, buena parte de los que escuchaban pusieron cara rara, empezando por Naranjo. A mí me parecía que Marina estaba sencillamente brillando con su propuesta de educación ciudadana. Sólo porque ciudadanía es lo que falta en las Españas.

A partir de ahí, la conversación se entretuvo en una cierta divagación. El aumento de las tasas de afectados por el Síndrome de Déficit de Atención les sirvió a ambos como prueba del fracaso de la educación actual. La diferencia fundamental es que Naranjo, poco a poco, se reveló como un propugnador de su derribo; Marina, por su lado, dijo preferir la remodelación. La ética y la moral, la educación de la virtud, habrán de ser nucleares en esa reconstrucción. Este punto del diálogo fue punto de no retorno: a Naranjo le pareció que esos conceptos cargaban con demasiado aditamento normativista como para resultar útiles. Y Marina dijo lo que le borró cierta parte del calor del público: la norma es instrumento de civilización. Y ésta es objetivable, por lo que no basta, por increíble que parezca, con llamarla barbarie.

En esas estábamos cuando otra pregunta fue lanzada. Era una de esas cuestiones determinantes y definitorias, un poco como las que lanza Edge cada año para contribuir a la mejora de nuestro mundo. Era, desde luego, la pregunta esencial del acto. ¿Qué educación es la que ustedes proponen? Lo que habían dicho hasta entonces había retratado su desacuerdo. Lo que dijeron a partir de entonces retrató además la incompatibilidad de sus principios. Naranjo habló, con pasión despierta, de una educación para el amor. De una educación que desatrofie nuestra capacidad amorosa, que nos desconecte de las competencias productivas y nos conduzca a las competencias existenciales: amor, filía, capacidad de goce. En su propuesta latía el eco de aquellos que han considerado la escuela como una cárcel y también el de aquellos que han tomado por arrogancia la capacidad del hombre para hacerse grande.

Algo de eso debió ver también Marina, que se arrancó con una defensa encendida de la escuela. ¿Por qué? Porque es en ella donde los niños dejan de ser, literalmente, ‘el animal del Pleistoceno’ que son nada más nacer. A través de la educación y en ese sentido debe reformarse la que tenemos, definimos la humanidad que queremos construir. Lo que se transmite a los niños y a los jóvenes no sólo los ancla al mundo como humanos, sino que les entrega los mecanismos para manejar su inteligencia en la construcción del futuro. Les define como hombres, en tanto que el hombre, gracias a su inteligencia, no es sólo lo que es, sino también sus posibilidades. A mí me parece que esta idea habría merecido un aplauso riguroso; no recuerdo si lo tuvo, pero sospecho que no, pues lo recordaría.

Lo que sí ganó la aprobación unánime de la audiencia fue la postrimería del discurso de Naranjo. Uno de esos alegatos catastrofistas tan fashion y tan leves. Estamos en el colapso, vino a decir. Y habría sido suficiente para ganarse mi desacuerdo. Pero dijo más: Ni siquiera vale la pena hacer demasiado por cambiar las cosas, porque todo está tan al filo del abismo que las cosas acabarán cayendo solas. El estruendo del aplauso fue notable, quizás un intento por remedar el estrépito de todo el orbe destruyéndose gozoso. Marina no dijo nada más.

Mirándole allí sentado, frente al aplauso del otro, pensé que quizás la labor de la inteligencia en estos tiempos es decir cosas desagradables. O sea, quedar desaplaudida.

Un momento del diálogo

La moral es un deber y además duele, queridos



Una jauría de conspiradores togados había desangrado a Julio César sólo hacía unos meses. El garante de su testamento, el sanguíneo Marco Antonio, había acabado dispersando a los magnicidas y capitalizando el poder vacante. Marco Tulio Cicerón, cuya relación con César había sido tan problemática como cabía esperar entre dos hombres de tal inteligencia y tal carácter, se llevaba peor todavía con Marco Antonio. Cuando éste se hizo con el poder, Cicerón trató de menoscabarlo, tanto en lo político como en lo intelectual, con las Filípicas. Sus intentos fueron vanos, y no le quedó más viaje que el de la retirada a una de sus casas de campo.

Desde allí, plenamente consciente de que la hora de su asesinato no tardaría en llegar, escribió Sobre los deberes, un tratado moral a modo de epístola dirigida a su hijo. En esta obra, compuesta de tres libros, Cicerón vuelca no sólo toda su sabiduría, sino también toda su intimidad sentimental. La grandeza de Sobre los deberes, considerada por algunos la mejor obra ciceroniana, es a mi juicio la que se deriva de su condición de llanto. En ella, Cicerón clama por el respeto de una serie de principios sociales e individuales que estarían disolviéndose entre las luchas intestinas y la dejadez cívica. Sin esos principios, no hay futuro, ni felicidad, ni grandeza.

La travesía de Cicerón por el tejido de valores y contravalores que constituía la pulpa moral de Roma y que, a su juicio, era corresponsable de su grandeza no deja lugar a dudas sobre el esfuerzo que requiere una moral. La virtud es el deporte más duro, pero es también el más gratificante. La honestidad, la justicia o el valor son los principios con los que el hombre, y por lo tanto la sociedad, debe comprometerse. Pero que sean los principios obligatorios no quiere decir que sean los principios cómodos: su defensa conllevará un coste en sufrimiento y dolor que el hombre debe estar dispuesto a admitir.

Ésa es la responsabilidad cívica definida por Cicerón, la del hombre comprometido con lo valioso a pesar de su coste. Me llaman la atención su firmeza y su severidad. Su implacabilidad en la apuesta por el compromiso doloroso. Quizás es que me ha tocado vivir tiempos adolescentes y no estoy acostumbrado.

P.S. Asistí ayer a un diálogo sobre una educación para el siglo XXI entre Claudio Naranjo y José Antonio Marina. El terapeuta y el filósofo charlaron de educación, valores, valentía, ética, virtud, libertad, amor, futuro y crisis. Por si os interesan algunos de estos temas, os informó de que haré en este Rincón reseña del diálogo en los próximos días.

Arte o industria


El arte británico lleva unos cuantos días erizado a cuenta de unas declaraciones del pintor David Hockney. Eran, son, los días previos a la inauguración de una retrospectiva sobre su obra pictórica en la Royal Academy of Arts de Londres. Un periodista de la BBC le preguntó sobre uno de los carteles de la exposición, en el que puede leerse “Todas las obras fueron hechas personalmente por el artista”: ¿Es un dardo contra Damien Hirst? Y Hockney flemáticamente asintió: “Es un insulto a los artesanos”.

El incendio estaba en marcha. Hirst ha dominado el panorama artístico británico desde finales de los ochenta y cuenta con el mérito de ser el artista vivo que más cara ha colocado su obra en el mercado. De sus manos, por decirlo de alguna manera, salió esta calavera diamantina que se vendió por unos 74 millones de euros. Hirst no ha participado, que se sepa, en el debate. No se ha dado por aludido, aunque las palabras de Hockney son una clara crítica a su costumbre reconocida de dejar que ayudantes trabajen por él. ‘Yo me impaciento’, declaró. No está claro el porcentaje de obras que pertenecen estrictamente a sus manos.

En la polémica abierta por Hockney, de la que luego se retractó, late desde luego una competencia estrictamente profesional. Son los dos popes actuales del arte británico, y Londres se dispone a acoger, en los próximos meses, una muestra de cada uno de ellos. Ni siquiera Londres es lo suficientemente grande para librarse de estas miserias. Sin embargo, en el debate late algo mucho más importante: una diferente concepción del arte, que no se limita solamente a aspectos estilísticos.

El regodeo de Hirst en la contratación de asistentes que terminan o ejecutan su obra por él es la cola de nube, a mi parecer, de una concepción industrializada del arte, en la que la obra se valora en tanto que producto y se le aplican, por tanto, sus mismos procedimientos constructivos. No resulta ajena esta idea de arte industrializado a la escuela ‘Young British Artists’, de la que Hirst es el más prominente miembro. Nacida en 1988, aunque el término se acuñase después, la YBA agrupó a varios artistas obsesionados, entre otras cosas, con el tema de la muerte, con la cobertura mediática y con la promoción… por la promoción.

Sus propuestas están en la mayor parte de los casos enfrentadas a las de Hockney, más viejo, más individualista y más clásico de formación. He de reconocer que mi sensibilidad artística está de su lado: su idea del arte, aunque no es ajena a la comercialización o el gran formato, se articula sobre una idea poética (en el sentido más estrictamente griego del término) que da mucho más valor al trabajo ideológico en conexión con la ejecución física. Me parece una concepción más compleja y más estimulante, esta que afirma que la creación no es ni solamente la idea, ni solamente la ejecución. Ni, por supuesto, solamente la venta.

Con todo, mi apoyo es uno de los pocos que Hockney ha logrado ganarse con sus palabras. Varias han sido las voces que se han alzado para criticar sus palabras y, de paso, la idea de arte que les da aliento. El arte contemporáneo no puede prescindir de los asistentes, vienen a decir, y negar su necesariedad es negar el último siglo de arte. Podríamos acordar que ese lamento pusilánime tenga razón y los asistentes sean imprescindibles: no otra cosa sino muchas manos hacen falta allí donde las ideas son cada vez más lánguidas.

Mías serán hasta tus lágrimas


Hasta hace unos días, en Corea del Norte imperaba un señor de frente lisa y pelo retrasado, un anciano de rostro anodino y asesino comportamiento. Se llamaba Kim Jong Il. Su muerte e inhumación, de las que yo insolentemente me alegro, tuvieron múltiples y variadas consecuencias. La primera, y la que me interesa ahora mismo, fue mediática: los televisores de todo el mundo colorearon las imágenes de millones de norcoreanos sollozando desconsolados por la muerte de su Querido Líder. No recuerdo, y me alegro de no hacerlo, despojos tan llorados. Por llorarle, le lloró hasta un chufla uniformado de Tarragona.

En todas esas crónicas, ideadas en el barro de hechos y sospechas que genera todo búnker, destacaba la idea de que los norcoreanos lloraban tanto para esquivar la trena. Pena de cárcel y tortura para todo aquel que no llorase lo suficiente, que no se tamborease el pecho, que no mostrase su humilde y desprotegida y quebrada alma devota. No me cabe duda de que es cierto. Así son los tiranos: muestran incluso muertos su infinito y maloliente afán de protagonismo. Pero dudo que ésa sea toda la verdad e incluso dudo que ésa sea la parte importante de la verdad.

Lo duro y valioso de esas imágenes es que mostraban un llanto verdadero. Lo triste, lo oscuro y lo profundamente doloroso de esas lágrimas es que la mayor parte de ellas eran sinceras. Supongo que esa convicción es la que me movía a la repugnancia al ver el desconsuelo norcoreano. Esa histeria colectiva y acongojada era una de las más puras demostraciones de que el totalitarismo sigue vivo que he recibido en mi vida. Kim Jong Il destiló ese elixir de comunismo y dominación que tantas tumbas ha cavado en la Historia y construyó en Corea del Norte una pesadilla inescapable y rigurosa de miseria y terror.

El llanto (espasmódico, irrefrenable, inescondible) por el artífice de una de las más potentes aventuras antihumanas contemporáneas, como el llanto por todos aquellos que han precedido al norcoreano en esta empresa lúgubre y letal, revela la esencia del totalitarismo. O, más bien, la consecución de uno de sus objetivos nucleares: la dominación absoluta. Si el totalitarismo está en mi diccionario como una de las más tupidas tinieblas humanas no es sólo porque se dedique, con homicida delectación, a destruir todo el edificio de instituciones, derechos, obligaciones y balances que le dan rostro a la libertad humana.

Es, también y sobre todo, porque aspira a derribar la ‘ciudadela interior’ que el gran Isaiah Berlin señaló como el único lugar de supervivencia de la libertad cuando ésta es atacada en todos los frentes y sin descanso. El totalitarismo aspira así a la aniquilación de los hombres, porque aspira a privarlos de su esencial naturaleza, no sólo de su capacidad de obrar, sino de la capacidad para pensar en obrar. Es tan repugnante que proyecta el asesinato del futuro. Es tan radicalmente contrario a la humanidad que tiene que robar hasta las lágrimas que se le tributan.


Conducir más allá del borde del precipicio



El tiempo y el visionado de películas han ido convenciéndome de que la virtud más necesaria para triunfar en el hampa es mantener la cabeza fría. Ser un cabrón y parecer un bendito, básicamente. Tener la habilidad preciosa de asesinar serenamente. Si eres un gordo pretencioso, de pistolón ostentoso y mafiosas maneras, estás muerto. Siempre habrá uno, más discreto, más silencioso, más callado y mucho más letal. Ése será el que te dé matarile, enterándote o no, según lo quiera él o sus mandones. Ahí tenéis a Michael Corleone, tan calmosamente maligno. O a Tony Soprano, gordo, por cierto: psicótico entrañable y mafioso malnacido.

Lo digo porque anoche asistí, gracias al Club Renoir, al preestreno de Drive, la película dirigida por Nicolas Winding Fern, que ganó el Premio al Mejor Director en el pasado Festival de Cannes. Y esta película sobresaliente y oscura como aceite de motor me confirmó la idea inicial: la carita de Ryan Gosling, que está entre la del tonto del pueblo y la del primo correctito que todos detestamos, no parece la más apropiada para decir “O cierras la boca o te hundo los dientes y te la cierro yo”. Pero lo dice, y lo dice tan bien (o sea, tan fría, tan borde, tan certeramente homicida) que el aludido, un tío que ha dedicado sus horas a robar bancos, que ha perdido a un hermano en una persecución y se ha olvidado de llorarle, hace mutis y vuelve a su taburete.

Ésa es la esencia quietamente brutal de Drive, a la que sólo le sobra el violeta cutre de los créditos. Un conductor especialista de vida vacía y corazón mudo que, durante cinco minutos cada noche, alquila sus habilidades a cualquier integrante de la panoplia criminal de Los Ángeles. Su manejo sereno, su ceño en silencio fruncido y su firmeza profesional le convierten en el mejor. Hasta que una mujer y un niño de padre encarcelado se le cruzan en el descansillo. El corazón, ay, empieza a cantarle cositas bellas y sin casi pestañear se ve enredado en una maraña de mierda y sangre que, en cada recoveco, esconde un recoveco más. Las cosas que se hacen por amor, podría ser un mensaje. Pero también podría ser el contrario: las cosas que el amor le hace a las vidas. Y esa dualidad irónica y distante es la que afila en “Drive” la faz de película grande.

La película, claro, tiene persecuciones, disparos y todas esas cosas. Pero yo no sé de petardos nitengointeréslosiento. La película es rítmica en el sentido pleno y puro de la palabra. Es decir, que no tiene un ritmo único sino varios y bien gestionados. También hay temple, señores, en el cinematógrafo. Ese dominio de los ritmos, acudid al referente que queráis, es el secreto de la acción buena. Por eso últimamente se rueda tanta acción mala. Pero ese señorío de los tiempos no explica por sí sólo la excelencia metálica y profunda de “Drive”; hace falta mirar a una historia (guión de Hossein Amini sobre una novela de James Sallis) tan desnuda como negra, en la literaria acepción del término. Estoy seguro de que a Chandler, al que le vengo debiendo una entrada en el Rincón, le habría gustado esta obra de pesimismo ilusionado: puede que las buenas intenciones no ayuden a sobrevivir, pero a veces son la única manera de vivir.

Memoria de Valle-Inclán


Cuando una noche de insomnio cualquiera, uno descubre que el remedio para liberarse de esa especie de angulosidad que le incomoda en la mente y no le deja cerrar los ojos es ponerse a escribir, suele llevar consigo una nómina, tan larga o corta como lo sea su voracidad lectora, de escritores. En la mía, no muy amplia pero de una irreductible lealtad, Valle-Inclán ha ostentado siempre, como mínimo, una capitanía. Son muchos y variados los criterios que uno sigue para confeccionar ese paraíso referencial que le ayudará en sus búsquedas narrativas: Valle-Inclán entró en mi background antes por su aura novelera que por su escritura.

Era un gallego de eremítico perfil y escarpado talante. Hombre de prole superpoblada y conversación en filo. Fue corresponsal en la Primera Guerra Mundial, viajó a México y perdió un brazo en Madrid, dicen que discutiendo a bastonazos la legitimidad de un duelo. Tenía todo lo exigible para convertirse en uno de mis héroes. Y en eso se convirtió efectivamente. Un poco después leí Luces de bohemia y su lírica exploración de lo maldito transformó para siempre mi escala de heroicidades. El periplo de ese escritor ciego y miserable que es Max Estrella no sólo era una radiografía de España, sino un manifiesto de estilo. Dicen que inaugura y quintaesencia el ‘esperpento’. No lo sé. Sí sé que Luces…es una alquimia irrepetible de tierno y oscuro lirismo.

Evidentemente, no pude quedarme ahí. Corrí a la biblioteca y rebusqué hasta encontrar unas Obras completas. Eran dos volúmenes grisamarillos de Espasa, sólidamente contundentes. 5.000 páginas del ala. Dejé a un lado la poesía. Era verano. El último verano que viví con la suave libertad de los niños. Lo dediqué entero a Valle-Inclán y cuando levanté mis ojos de su prosa y su teatro, dos meses y medio después, mi escritura había quedado transformada para siempre. Encontré leyendo a Valle-Inclán esa veta creativa en la que mi inquietud estilística podía encontrar mayor acomodo. Supe que mi voluntad y mi manera de trabajar con el castellano tenían un refugio en aquella ‘casa’ que Umbral (otro de mis corazones) definió como “aquella que consiste en contar las cosas como sabemos que no han sido”.

Femeninas y Epitalamio, tan bellas como juvenilmente imperfectas, son el germen de la fronda valle-inclanesca que empieza a consolidarse en Jardín Umbrío, ese magnífico abanico de relatos que veo últimamente en las manos de un amigo, tratado con una indiferencia inconsciente. Flor de santidad le da a la ruralidad literaria un nuevo nervio de luz y profundidad. Pero nada a la altura de las Sonatas como empresa narrativa y edificio estilístico. Ese Marqués de Bradomín crepuscular y dandy es uno de los mejores personajes creados en la historia de la literatura española, y uno de los personajes mejor creados. Su andanza sensual y palaciega la convierte Valle-Inclán en una inmortal cima de belleza. En las Sonatas vibra tan fuerte que hasta zumba ese compromiso artístico que aspira a que la forma y el fondo no se contradigan.

Ese mismo planteamiento es el que preside las que, para mí, son las otras dos grandes obras de Valle. La trilogía sobre la Guerra Carlista y Tirano Banderas. En la primera, tres libros fantásticos en el más puro sentido de la palabra, en los que la prosa se embarra y se oscurece, se torna montaraz pero no pierde su potencia. El verbo y el adjetivo siguen disparando belleza en cada frase. Tirano Banderas representa, afirman, uno de los mejores ejemplos de ‘literatura del dictador’. Para mí, la exploración que en esa obra hace Valle-Inclán de la carne de la tiranía termina de coronarle en la genialidad.

Este año que acaba se han cumplido 75 años de la muerte de Valle-Inclán. Como no existe mejor homenaje a un escritor que leer su obra, así he querido contribuir a su memoria. Perdonad que me haya mezclado con el texto, pero tenía que hacerlo.

La voluntad y el escrúpulo



Los que conocen (y sufren) mi carácter pendenciero, saben que una de mis grescas predilectas es la de combatir la idea, tan arraigada como inane, de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Supongo que me llevan al combate una cierta confianza arrogante en los hombres y el convencimiento de que hemos mejorado mucho en todo. Lo políticamente correcto, supongo, hubiese sido decir ‘prácticamente en todo’, pero qué os voy a decir, en fin, de mi aprecio por ese tipo de corrección. Sin embargo, tengo que haceros hoy una confesión. Y es que la obra de algunos clásicos hace que flaquee mi convicción de que nuestra senda es progresiva…

Uno de esos es Shakespeare. Nadie ha portado un candil tan luminoso en su recorrido por el laberinto humano. Nadie como él ha manejado la palabra en bisturí. Nadie ha construido tanta universalidad. Hace poco me acerqué con H. a los Teatros del Canal: era el estreno del “Macbeth” de Helena Pimenta y Ur Teatro, un osado maridaje de lo viejo y lo nuevo que tiene como resultado un inteligente tempo, una exploración lúcida y una potencia entre épica y melancólica que puramente respeta el texto y puramente lo ensancha. Os recomiendo la obra, y aquí os dejo una crítica más en profundidad por si no os fiáis de mí.

Macbeth es la mejor intriga política que se ha escrito jamás. Y es así porque se construye, opino yo, sobre la más acertada definición de ‘política’ que pueda aventurarse: el escenario predilecto de la complejidad del hombre. Comprendo que penséis que estoy ligeramente obsesionado con esta idea, porque es verdad que lo estoy. Pero Macbeth, como Hamlet o como Ricardo III, no hacen sino confirmar mi tesis. Si la política atorbellina tanta pasión y tanto asco es porque no es más que pura pulpa nuestra. La historia de ese general victorioso entregado a la tarea fascinante de devorarse mientras cree engrandecerse es tan inmoderadamente honda que le deja a uno la mirada entristecida.

Macbeth nos pone sin biombo ante la fatal estela del poder desmesurado. Certifica la podredumbre de todo totalitarismo, no mostrando su acción (aunque también), sino su pellejo. Mostrando la cochambre moral y sanguinolenta que lo construye y lo vertebra. Macbeth, en forma de un MacDuff, enseña también el precio de muerte que tiene sostener la integridad. Y, por lo tanto, su valor y su mérito. La llanísima facilidad con que un sistema puede ser desmoronado por una voluntad desbridada. Pero, también, la firme y exhaustiva y desagradecida lucha de quienes defienden el escrúpulo.