El trabajo digno




Ícaro sobre el Empire State Building/Lewis Hine, 1931

En la fotografía se observa un cable y colgando de él, un hombre. Debajo, a tal distancia que en la caída cabrían varias muertes, la Nueva York de frenesí moderado por la Depresión. La fotografía es de 1931 y recoge un momento pequeño e infinito de la construcción del Empire State Building. Tiene un título puramente maravilloso: Ícaro sobre el Empire State Building. El título se lo puso Lewis Hine, el fotógrafo estadounidense al que la Fundación Mapfre está dedicando una exposición (hasta el 29 de abril, por si queréis acercaros). Félix de Azúa le dedicó el otro día una entrada a la muestra en su blog. Es una entrada de contenido inteligente y coda pesimista. Yo he visitado la muestra después, y creo que el pesimismo es innecesario.

Aunque lo entiendo. La biografía de Hine no mueve precisamente al alborozo. Nació a finales del XIX en el Medio Oeste norteamericano y dedicó buena parte de su vida a recorrer su país cámara en mano, para documentar primero las condiciones del trabajo infantil y las condiciones, después, de todo trabajo. Fotografió vecindarios obreros, la inmigración en Ellis Island, la labor de socorro de la Cruz Roja en Europa. La mayor parte de su obra, imaginaréis, tampoco es fuente de optimismo. Niños derrengados o tiznados de carbón hasta los pulmones, familias hacinadas en pequeños cuadrados de mugre, miseria jugando a la pelota en un patio de vecinos, las sábanas viejas pero blancas a secar. Cuando murió en 1940, no tenía un dólar. Lo sostengo, empero: la pesadumbre es improcedente.
Patio de juegos en un pueblo industrial/Lewis Hine, 1909

Entregarse a ella sería incomprender el aliento feliz que atraviesa la obra de Hine. Él era un documentalista (atención, historiadores) y la mayor parte de su trabajo lo hizo a sueldo de la Ethical Culture School o del National Child Labor Committee, instituciones dedicadas a combatir la explotación de los niños. Era también, pues, un militante. Y todo militante tiene siempre el optimismo en la mirada. Hine retrataba casi exclusivamente pobreza, dolor, suciedad y cansancio. No hay en sus fotografías, en cambio, rastro de tristeza. Esa niña que se baña en la pila de lavar desvencijada, ese Golfillo de París, el patio de juegos al que me referí antes…en todas sus fotografías cabe el futuro, la mejora, el progreso. Hay un concepto que las atraviesa: desafío social. Reto. Y hay por lo tanto en ellas, también, una confianza, la mejor que se puede tener: la confianza en el hombre.


Mecánico en una bomba de vapor
de una central eléctrica/Lewis Hine, 1920
Otro rasgo de su discurso fotográfico se revela en sus fotografías dedicadas al trabajo adulto. Es el individualismo, un humanismo industrial que me resulta intelectualmente simpático. Es el hombre el corazón de la máquina. Los protagonistas de sus fotografías son héroes de la civilización: toman el mundo entre sus manos y lo hacen suyo con su esfuerzo, su sudor, su lucha. A Azúa le ataca el pesimismo cuando habla del presente. Cree que la máquina ha escapado de control y que el sacrificio no sirve ya de nada. Su tristeza es un poco demasiado melancólica de aquella relación sudorosa entre el hombre y su martillo. Aunque señala algo cierto, que nuestra relación con las máquinas se ha transformado enormemente, no comparto su conclusión negativa. El hombre perderá el control sobre la máquina cuando la máquina deje de ser humana en sus aspiraciones.

Es decir, cuando el iPad no necesite el dedo de su dueño para activarse y ser una ampliación magnífica y bella del universo.

Inventar el sueño


Metros y metros de celuloide arden, se funden y ruedan como líquido hacia unos moldes que los convertirán en…tacones de zapato. Es una imagen de la última película de Martin Scorsese, infantil sólo en el entusiasmo, La invención de Hugo. Es una metáfora potente del ya viejo director, que se refuerza cuando el plano se amplía para que veamos cientos de caminatas. Caminamos sobre sueños. Y es el cine su fábrica, como afirma la vieja máxima. Yo, que tengo ínfulas de escritor, debería oponerme, al menos en secreto, a esta aseveración épica y egoistona del cine como forja única de la ensoñación. ¿Qué hace la literatura, sino tejer sueños también? Por suerte o por desgracia, y quizás por mi desapego de lo gregario, nunca he sido corporativista. Me muevo en el convencimiento, en cierto modo terceroculturista, de que el cine es ¡sólo! una versión extrovertida de la literatura.



La invención de Hugo lo muestra a su manera: está atravesada de esa narratividad que a algunos, amigos de la modernez, les parecerá anticualla pero que es solamente eterna. Planteamiento, nudo, desenlace, sin demasiada distracción evanescente o rupturista. El niño Hugo, que habita en una estación de tren, tiene una orfandad a la espalda y una promesa que cumplir. Consiste en arreglar un autómata, legado por su padre. ¿Qué hace para cumplirla? Moverse en otra metáfora genial: roba piezas de juguetes rotos. Y se las roba, precisamente, a un juguete roto. El sueño no se crea ni se destruye, sólo se transforma o cosa parecida. Como cabía esperar, y sabe dulce a veces esta previsibilidad, Hugo es descubierto en uno de esos robos y se le complica ligeramente el día a día. Digamos que comienza su aventura, como si lo de antes no lo hubiese sido.

A estas alturas, la película ha mostrado ya una verdad. La técnica sólo es verdaderamente poderosa en cine cuando se aplica a una historia grande. Si no, sólo es ruido y maquinaria. También se barrunta uno a esas alturas que ser cazado es lo mejor que podría pasarle a Hugo. Cuando entra en la tienda de juguetes para trabajar por expiar su culpa, la película crece en profundidad y templanza. Las aventuras no tienen por qué ser físicas. Cuando el autómata, por fin reparado, dibuja un fotograma de Meliès, la historia amplía sus márgenes en el suspense. El robot tiene en el corazón imágenes, no versos. Cuando un teatro se cae de aplausos a un Meliès redivivo, la película hace tiempo ya que es una lección magistral sobre el oficio del cinematógrafo. Hace tiempo ya que ha establecido el cine como una pasión de lo narrativo, una entereza del esfuerzo y una invencibilidad de la insatisfacción.

Hablando de pasión, esfuerzo e insatisfacción me he acordado de Cóvino Films. Es probable que nunca hayáis oído hablar de ella. Yo os ilustro. Es una productora joven y aguerrida, creada por dos apasionados, dos esforzados y dos insatisfechos. Sobre todo, insatisfechos de sí mismos, que es la cualidad mejor de un creador. Me he acordado de ellos porque también su trabajo me parece un homenaje al cine. Y es el homenaje más sincero: el que le quita dinero a los ahorros, el que le quita sueño a la almohada y el que le roba horas al ocio extinto. El homenaje de dos que hacen casi lo que quieren y disfrutan sufriendo.

Estos dos pájaros tienen en concurso tres cortos en el Notodofilmfest. Son Letras, una humorada tétrica; La clavícula imperfecta, una válvula de escape aunque ellos no lo reconozcan y Economiqués, una broma con sentido. A éste último le tengo un apego especial, porque me dieron permiso para salir en él haciendo una cosa que me gusta mucho: leer periódicos, aunque no los entienda. Si queréis pasar un buen rato, echadles un ojo.

La sencillez compleja de Guy Delisle


No importa que sean muchos los que piensen y digan en alta voz que el quid de la explosión de calidad y éxito que ha experimentado la novela gráfica en los últimos años sea su intimidad con una idea tan tradicional como falsa: una imagen vale más que mil palabras. Se equivocan todos esos muchos. La clave de su triunfo es su economía creativa, el modo maestro en que palabra e imagen copulan para dar lugar a un lenguaje nuevo. Es decir, no la ausencia de corpus oral, como sostienen los que desprecian las palabras porque su uso les supera, sino una especialísima (y poética en fondo y forma), gestión del mismo. No debe ser cosa fácil propiciar esta coyunda, pues si el dibujo apenas esconde su vocación totalizadora, la letra busca y rebusca los pliegues en cada trazo para potenciar su faz evocativa. No debe de ser fácil, decía, pero se consigue.

Las páginas de Guy Delisle que conozco son escenario de esa consecución. Y digo que conozco porque mi aproximación a la novela gráfica es recentísimo, aunque mi entusiasmo añore mayor bagaje. Delisle nació en Canadá hace cuarenta y seis años y trabaja en la novela gráfica desde hace dieciséis. Las dos obras suyas que he leído son Shenzhen (2006) y Pyonyang (2005). Las dos, publicadas por una editorial bilbaína de nombre Astiberri, cuya apuesta por el género tiene mucho de testarudez campeona, comparten, desde luego, premisas estilísticas. Los dibujos de Delisle son sencillos al extremo: unos pocos trazos sirven para darle forma a un rostro, a una persona, a un edificio o a una vista panorámica. Es un trazo sencillo, de fondos simples y expresividad reconcentrada en unos cuantos gestos de la cara. Algunos le han reprochado el estilo, como si la eficacia no fuese virtud.

En apariencia, Shenzhen y Pyongyang también comparten argumento. El protagonista de las dos historias es el mismo, un trasunto poco sutil del propio Delisle en sus andanzas por el globo, y el punto de partida también es similar: la estancia obligatoria en un lugar por motivos de trabajo. No hay más. En los dos casos idénticamente, la vida cotidiana de un extranjero es el nervio de la acción. Shenzhen cuenta la estancia del protagonista en la ciudad china del mismo nombre, un enclave de capitalismo limitado en el país comunista más grande del mundo. En Pyongyang, la historia se traslada a la capital de Corea del Norte, el país convertido en cárcel por una dictadura comunista inclemente. La sencillez, como siempre, puede mover a engaño. Lo verdaderamente importante en las obras de Delisle no es el argumento, sino el contenido, el tema. Lo que vemos más que lo que nos cuenta.

En este punto sí que la semejanza entre Shenzhen y Pyongyang es contundente. Constituyen un proyecto que comparten. Es un proyecto grande e inteligente, que acoge una reflexión trascendente a partir de lo muy concreto. Pyongyang es una especie de manifiesto naif contra el totalitarismo y Shenzhen una historia sobre la trayectoria desrumbada de la China comunista, pero ambas obras son en realidad un combate contra el exotismo, contra esa idea absurda de idilio en la que tendemos a envolver lo lejano por lejano. La insistencia en lo cotidiano es la coartada perfecta para mostrar las oscuridades de dos sociedades en las que la libertad ha sido relegada, cuando no exterminada. Son, en cierto sentido, un llamamiento a valorar lo que aquí tenemos y allí no, constatado el hecho de que la mayor incomunicación posible entre los hombres se da cuando no se les permite pensar.


El comunismo, ensoñación


Era octubre de 1917 en Rusia, y un fantasma se disponía a recorrer Europa. No era el que Marx y Engels habían denunciado en su Manifiesto comunista, pero tenía mucho que ver con ese texto y su doctrina. Fue en Octubre de 1917 cuando los bolcheviques decidieron apretar el acelerador de la Historia. Los acontecimientos de febrero de ese mismo año no sólo habían culminado con una pequeña apertura democrática, sino que habían dejado el poder en manos de un gobierno no bolchevique. Había llegado el momento de ‘construir el orden socialista’, como gritó Lenin desde el balcón después de que sus huestes tomasen el Palacio de Invierno y certificasen el fracaso de la primera intentona democrática que Rusia había experimentado…en toda su historia.

Lo que vino después es conocido y, si no, existe una pila de buenos libros, tan grande como de malos, por cierto, para trabajar porque lo sea. Lo más difícil de hallar ha sido una historia intelectual del comunismo, quizás por abundancia panfletaria. El fantasma al que me referí al principio es la propia Revolución Bolchevique, cuyo paseo por el continente no fue meramente contemplativo: su promesa cautivó allá adonde fue a millones de intelectos, entregados desde entonces a su apostolado. Como los mortífagos de Voldemort pero, al menos en principio, sin su fama mala. Muchos creyeron ver alzarse de nuevo, en la limes de Europa, la estrella revolucionaria que había brillado en 1789. En El pasado de una ilusión. Ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX, François Furet recorre magistralmente la estela de esa estrella.

Y, como entonces, se desvela una estela de sangre, dolor y poder ilimitados. Furet, que había labrado su renombre como historiador hurgando en la Revolución Francesa, publica su libro sobre la idea comunista en 1995, cuatro años después de que su encarnación cayese hecha pedazos. El hundimiento de la URSS es, para él, la muerte de una idea que llevaba casi ochenta años capitalizando (valga la ironía) ‘el destino de la historia’. El libro de Furet no es sobresaliente sólo por su propósito metodológico, el de explorar históricamente una ideología, sino también por su audacia intelectual y estilística: gracias a una prosa pulcrísima y con las notas justas de metáfora, su historia de la idea comunista se lee como una novela epopéyica sobre la ensoñación. La vivacidad de su pensamiento, mientras tanto, desvela, resalta y ahonda cada resquicio, cada contradicción de la utopía.

Varios asuntos fundamentales en El pasado de una ilusión lo convierten a mi capote en obra fundamental. La disección de la ceguera ideológica que se lleva a cabo en sus páginas, por ejemplo. La URSS fue un régimen homicida que encarceló, torturó, exilió y masacró a millones de personas. A pesar de ello, en su época y también posteriormente, su reputación de potencia aliada de la libertad y el mejor futuro permaneció prácticamente intocada para muchos, que no siempre y no necesariamente eran militantes comunistas. Furet desactiva la coartada que atribuye esa ceguera al hermetismo soviético: se alzaron, aunque pocas, voces críticas. No es que no existiesen datos que permitiesen dudar de la veracidad de la fachada comunista, es que se prefirió ignorar esas pruebas. Fue entonces, por cierto, cuando el comunismo y sucedáneos se hundieron en una fosa séptica político-moral de difícil escapatoria.

Los intelectuales jugaron un papel muy importante en la senda de la idea comunista. Tan expuestos a su encanto como cualquier mente, su labor de evangelización comunista era por el contrario mucho más potente. El relato que Furet hace de los viajes de algunos escritores y pensadores europeos de ese tiempo a la URSS, viajes turísticos en los que no siempre quedaba oculta la verdadera faz atroz del régimen y de los que regresaban cantando las alabanzas del sistema comunista produce todavía hoy, a mí al menos, indignación y bochorno. La rendición de los intelectuales (no otro nombre puede recibir la opción por la ideología en lugar de la inteligencia) resulta especialmente dolorosa, no por la efectividad de su propaganda, sino por la suposición de que eran ellos los mejor preparados para desenmascarar la mentira.

Y era una mentira innegablemente bien trabada. La Unión Soviética fue perita en transformar algunos aspectos cutáneos de la idea a la que daba cuerpo en función de la política que tuviese que adoptar para asegurar su posición de preeminencia en Europa y el mundo. Si el odio cerval al liberalismo está en su código genético, fue relegado a un segundo plano cuando llegó el momento de combatir el nazismo. En ese punto, hacía mucho tiempo ya que la ensoñación no era sólo ensoñación. La idea comunista había encontrado una aliada de excepción en la violencia, por medio de la política internacional de la URSS. A tal punto llegaba su control sobre las mentes y los actos de militantes y simpatizantes, que apenas le resultó costoso convertir en enemigo absoluto de su proyecto al nazismo, con el que había sostenido alianzas fructíferas prácticamente hasta el día de antes de que estallase el hundimiento del mundo.

Esta rivalidad entre nazismo y comunismo signa de indudable modo el siglo XX, pero es en realidad la pelea de dos absolutos que comparten orígenes filosóficos. La energía con la que combaten por la desaparición radical del otro nace de su hermanamiento profundo, de la hoguera que alumbra sus entrañas: utopismo, voluntarismo y, sobre todo, odio al liberalismo. El antifascismo, uno de los mejores artefactos llevados a cabo por la URSS, a juzgar por su eficacia, su extensión y su permanencia, era sólo una propuesta de convivencia en tanto se eliminaba al gemelo odioso hitleriano. Una vez éste hubo fenecido, el desprecio por la(s) democracia(s) liberal(es) pudo volver a ocupar su lugar de honor en el discurso activo y pensativo del comunismo. Hubo quienes fueron conscientes de este juego cínico y levantaron la voz. Fueron tildados de ‘fascistas’. Hubo incluso quienes lo denunciaron desde posiciones ideológicas comunistas. Éstos fueron tildados de ‘herejes’ antes de ser llamados, también, ‘fascistas’.

He salpicado esta entrada con términos de índole religiosa referidos a aspectos de la idea comunista y su trayecto por los tiempos: apostolado, evangelización, hereje. No son, aunque me pegaría bastante, un guiño insolente a los creyentes. Son, sencillamente, algunos de los vocablos mejores para hablar de la tesis central de Furet sobre el comunismo: una religión de la historia. Un credo basado en la promesa de un ‘orden socialista’, con una iglesia infalible y un dogma innegable. La creencia en la necesidad de ‘acelerar la historia’, la conciencia de formar parte de la corriente incombatible de los tiempos es, lo fue entonces, la excusa perfecta para cometer o aceptar todo tipo de atrocidades. Es también esto lo que convierte el libro de Furet en una pieza maestra: nos recuerda, poniendo ante nuestros ojos el más macabro ejemplo, la importancia de no convertir la política en espacio de religiosidad.

Una Superbowl



Éste iba a ser un articulito medido y correcto sobre cómo puede uno vivir en Madrid una Superbowl. Pero no va a poder ser. Porque era la primera Superbowl que yo vivía y porque perdieron los míos. Los míos son los Patriots, y son los míos en definitiva porque sí. Como porque sí se encienden las espitas de esos amoríos locuelos y atribulados que nos revuelven el pecho, las sábanas (a veces) y la memoria.

Perdieron justamente, eso hay que decirlo. El trofeo del más espectacular de los espectáculos fue a parar a manos de un equipo comandado por un quarterback en las antípodas de la belleza pero dotado de pulso firme y mente serena: los Giants supieron, y qué importante es eso, no equivocarse en nada. Y los Patriots apelaron a la fantasía. Demasiado, teniendo en cuenta que la fantasía es dama esquiva y caprichosa y tornadiza. Lo espectacular hubiera sido que el bombazo último de Brady cayera en manos patriotas, pero cayó al césped. Y se acabó la historia cuando estaba todavía en el terreno de la refriega sorda.

Yo vi la Superbowl en el centro de Madrid, con un amigo. Rodeados ambos de norteamericanos exaltados y un punto melancólicos. La cerveza me pone observador, y observé que dan lo mismo la pompa y el jabón, la corneta y el orquestón. Lo que importa de verdad es la emoción. La veta del deporte es la sentimental, por más que entrenen, y corran y midan y rompan techos y récords. Seguramente me gustaría más a mí el deporte, cualquiera, si no estuviese acompañado de esa incómoda superestructura de interés, finanza y comisión.

Quería haberos contado la Superbowl, pero no me sale y no sabría. Gracias a los hombres, ahí está la sabiduría generosa de un Zona Roja, un Rudeza Necesaria o un No Disparen Al Quarterback. Éste post sólo es la tontería emotiva de un novato que lo será siempre, con tal de no perder la ilusión con la que vio su primera Superbowl. Aunque perdiesen los suyos.


The Walking Dead: civilización vagabunda


(Éste artículo contiene, sí, spoilers)

Los zombis, esos gargajos de la muerte, siempre me han producido la sensación para cuya multiplicación están expresamente inventados: repulsión. El género de terror, del que son protagonistas destacados, jamás ha tenido hueco en mis preferencias y siempre he percibido como misteriosa (sospechosa, incluso) la delectación de algunas personas frente a una pantalla de sangre, víscera y sobresalto. La voluntad de sufrir. Por eso es tan extraño que me enganchase a The Walking Dead. Podría pedantemente decir que fue la presencia de Frank Darabont, artífice de la sutilísima Cadena perpetua, la que me atrajo a ella. Pero mentiría cual bellaco. De hecho, todo conspiraba, ay, contra nosotros. A mi disgusto por el género se sumaba la circunstancia, extrañísima en mi vida, os lo aseguro, de que cuando empezó a emitirse en España yo vivía en una casa en la que estaba solo la mayor parte del tiempo. A la conspiración universal se sumaba también el hecho de que arrastraba el peso de 23 asignaturas: sólo la mitad de ellas habría bastado para que alguien notablemente irresponsable se dejase de ocios. Pero mis escalas no son de este mundo.

Esa irresponsabilidad, no tanto activa como existencial, me ha dado por cierto algunas de las mejores cosas de mi vida. Como por ejemplo, H. Pero eso os lo cuento otro día. La irresponsabilidad me llevó al sofá y la lealtad a mi irresponsabilidad me mantuvo en él. Descubrí así una serie de televisión tan desagradable como intrigante, tan tradicional en sus puntos de partida como osada en la manera de desarrollarlas. Un sheriff recibe dos tiros, está un tiempo en coma y, cuando despierta, el mundo que había conocido ha desaparecido. Lo que lo ha sustituido es una suerte de limbo salvaje plagado de no muertos con una inapagable gana de merendar. Literalmente, una salvajada. Este artículo va a contener spoilers, pero no creo haberos descubierto ningún secreto hasta el momento. Tampoco lo haré cuando os diga lo que viene después. El sheriff comienza la búsqueda de su familia (una mujer y un hijo). El héroe emprende el camino, habría dicho el ruso Propp, inconsciente de la dimensión apocalíptica de la prueba. Pero como no quiero entrar en demasiados detalles y ésta no pretende ser una entrada sobre la serie, sino solamente sobre una escena de la serie, me callo aquí. Baste para seguir que el sheriff no es el único vivo atrincherado en su existencia. Son unos cuantos, y acaban formándose grupos entregados, básicamente, a la competencia por los recursos.

La manera en que estos grupos se defienden frente a los zombis le hace a uno preguntarse si ese ‘los muertos que caminan’ del título no tendrá un deje irónico y cabrón. The Walking Dead es la historia de una civilización hundida, resistente, precaria y vagabunda. Y si no lo es, a mí me hace ilusión que lo sea, porque ésa cualidad es lo que me ata a ella. Más allá de las tripas y las escaramuzas, The Walking Dead es una crónica triste sobre la destrucción más absoluta…y la más aguerrida supervivencia. Lo que hace que la serie trascienda el espectáculo del horror y de la sangre es ese fondo reflexivo que, sin gesticulaciones excesivas, orbita sobre asuntos clave. El primero de ellos es, efectivamente, el de la civilización. Y, en cascada, tras él, cosas sobre el miedo y la osadía, la jerarquía y la libertad, el amor y la muerte. Todas estas reflexiones se me cristalizaron en la frente, como habría dicho el poeta, frente a la escena que os traigo.



Observad atentamente esta imagen. No es exactamente el comienzo de la escena, pero nos sirve. Intentad quitar la vista de los cadáveres y fijaos en la parte izquierda de la imagen: hay un señor cano y de rodillas. ¿Por qué está de rodillas? Podría decirse que porque los muertos son suyos. Han salido de su granero, donde él los había metido sin esperar que sus invitados, el grupo del sheriff, lo descubriesen. ¿Por qué no los mataba? Amigos, ésa es la clave. No los mataba porque eran su mujer, su hijo y sus vecinos. Es decir, él, en los zombis no ve enemigos, sino familiares enfermos. El grupo del sheriff, manchado de sangre hasta las cejas, herido de pérdidas, no lo ve así de ningún modo. ¿La piedad o la supervivencia? Fijaos en los que apuntan: lo tienen claro. Fijaos en el sheriff, detrás de los tiradores, con camisa verde: duda. Reflexiona. Es consciente de que aquello no es sólo un tiroteo, sino el inicio de una nueva fase. Incomodísima fase, por cierto. Sigamos.



Eso que sale por la puerta es/era una niña. A vosotros probablemente no os resulte conocida. La estancia en la no muerte, además, ha prostituido un tanto sus rasgos. Pero a los que vimos antes apuntando sí que les resulta conocida. Llevan, de hecho, semanas buscándola. Lo infructuoso de la búsqueda había empezado, por cierto, a producir dos cosas. El cansancio del señor canoso de antes, incómodo con las armas y las bocas de sus invitados. Y las fricciones en el grupo, entre quienes apostaban por abandonar la búsqueda y los que querían continuarla. El que dirigía a los tiradores quería abandonarla. El sheriff no. Una más.



¿Qué ha pasado? ¿Dónde están los que tan firmemente apuntaban antes? ¿Qué hace el sheriff ahí, apuntando con su pistolón a la niña en cuyo rescate siempre confió? Éste es un fotograma maestro, porque condensa las reflexiones de las que os hablaba antes. Esta escena, esta imagen especialmente, es un tratado sobre el liderazgo: su dureza, su responsabilidad y su ingratitud. Pero todavía no está todo dicho.



Rick ha disparado, y su acto cierra con amargura la interesantísima lección sobre la vida en tiempos de muerte, sobre la civilización en vagabundeo por el infierno. Son extremadamente interesantes las consecuencias de su acto. Fijaos en los tiradores, que ya no apuntan. Ni siquiera son capaces de mirar el cadáver. Nadie lo mira, de hecho, salvo su autor, el sheriff. ¿Por qué no miran? Pueden ser muchas cosas. A mí se me ocurre que son conscientes de repente de su incapacidad para el poder. El cuerpo de la niña les pone ante los ojos su incompetencia, en el más profundo sentido de la palabra. En la parte derecha, hay una mujer llorando. Era la madre de la niña. ¿Es optimista su llanto, a pesar de lo desgarrado? Quizás: hasta un zombi tiene quien le llore.

¿Es posible la educación en el abismo?


El asalto a la educación es uno de nuestros relatos contemporáneos. Cual princesa so candado, solloza mientras precipita lentamente su esqueleto hacia el fracaso, o mientras la atenazan neoliberalotes tijerilleros. No es mi intención negar la importancia de la educación, que es a mi capote la argolla con que la sociedad ha de atarse a sí misma para seguir siendo existencialmente próspera. Pero estaría quebrantando el principio de honestidad (ay, la honestidad, cuántas entradas le debo) si os dijese que me trago el cuento hasta las perdices tristes. En todo caso, no iba yo al texto, sino a una parcela mínima del post-texto. La salvación de la educación, como empresa, está generando intentonas múltiples de redefinición. Y esa puede que sea la única partícula buena de su humareda.

Claudio Naranjo
A una de esas intentonas, que tenía por título  ‘Propuestas para aprender a vivir. Una educación para el siglo XXI’ asistí a comienzos de la pasada semana, en el Paraninfo de la Facultad de Filosofía de La Universidad Complutense de Madrid. El filósofo José Antonio Marina y Claudio Naranjo, forjador de una escuela psicoespiritual centrada en el desarrollo personal harían sus propuestas. Lo que me atrajo a ella fue fundamentalmente la presencia de Marina, cuya esfuerzo por construir una ética humanista a través de investigaciones accesibles en su profundidad, sigo desde hace varios años. Al término del diálogo, llevaba conmigo algunas ideas dispersas pero interesantes, un más contundente consenso con varios de los planteamientos de Marina y, también, algunas preocupaciones.

Los organizadores habían pretendido que el diálogo discurriese de manera literalmente ordenada en torno a algunas preguntas lanzadas de cuando en cuando. No funcionó, o al menos no lo hizo del todo. Desde la primera pregunta, ¿Cómo fue su educación? se vio que la estructura iba a ser sometida a tensiones. Naranjo explicó con humor irónico su educación: una isla british en medio de Valparaíso, colegios internos, silencio, castigo y lagunas. Como consecuencia, una idiocia emocional que intentó superar a través de la psicología. La réplica de Marina tuvo ya el punto crítico e irónico que le caracteriza bastante bien. ‘Su educación fue defectuosa pero el resultado es prácticamente óptimo’, señaló. Lo mismo ocurrió, a su juicio, con su generación: educados en el autoritarismo, prepararon, nada, minucias, la Transición.

José Antonio Marina
Pero cometieron un error cuando tuvieron en sus manos la confección de un esquema educativo: quisieron superar el autoritarismo por la permisividad, inconscientes de que ambos modelos tenían principios buenos (también malos) y de que lo ideal hubiera sido, sigue siendo, la conjunción de ambos. Un sistema que valore la responsabilidad tanto como la libertad, el esfuerzo tanto como el disfrute. Los derechos tanto como las obligaciones. En el actual estado de cosas, la palabra ‘obligación’ parece propagar sobre lo que toca un aroma antañón. Por eso, quizás, buena parte de los que escuchaban pusieron cara rara, empezando por Naranjo. A mí me parecía que Marina estaba sencillamente brillando con su propuesta de educación ciudadana. Sólo porque ciudadanía es lo que falta en las Españas.

A partir de ahí, la conversación se entretuvo en una cierta divagación. El aumento de las tasas de afectados por el Síndrome de Déficit de Atención les sirvió a ambos como prueba del fracaso de la educación actual. La diferencia fundamental es que Naranjo, poco a poco, se reveló como un propugnador de su derribo; Marina, por su lado, dijo preferir la remodelación. La ética y la moral, la educación de la virtud, habrán de ser nucleares en esa reconstrucción. Este punto del diálogo fue punto de no retorno: a Naranjo le pareció que esos conceptos cargaban con demasiado aditamento normativista como para resultar útiles. Y Marina dijo lo que le borró cierta parte del calor del público: la norma es instrumento de civilización. Y ésta es objetivable, por lo que no basta, por increíble que parezca, con llamarla barbarie.

En esas estábamos cuando otra pregunta fue lanzada. Era una de esas cuestiones determinantes y definitorias, un poco como las que lanza Edge cada año para contribuir a la mejora de nuestro mundo. Era, desde luego, la pregunta esencial del acto. ¿Qué educación es la que ustedes proponen? Lo que habían dicho hasta entonces había retratado su desacuerdo. Lo que dijeron a partir de entonces retrató además la incompatibilidad de sus principios. Naranjo habló, con pasión despierta, de una educación para el amor. De una educación que desatrofie nuestra capacidad amorosa, que nos desconecte de las competencias productivas y nos conduzca a las competencias existenciales: amor, filía, capacidad de goce. En su propuesta latía el eco de aquellos que han considerado la escuela como una cárcel y también el de aquellos que han tomado por arrogancia la capacidad del hombre para hacerse grande.

Algo de eso debió ver también Marina, que se arrancó con una defensa encendida de la escuela. ¿Por qué? Porque es en ella donde los niños dejan de ser, literalmente, ‘el animal del Pleistoceno’ que son nada más nacer. A través de la educación y en ese sentido debe reformarse la que tenemos, definimos la humanidad que queremos construir. Lo que se transmite a los niños y a los jóvenes no sólo los ancla al mundo como humanos, sino que les entrega los mecanismos para manejar su inteligencia en la construcción del futuro. Les define como hombres, en tanto que el hombre, gracias a su inteligencia, no es sólo lo que es, sino también sus posibilidades. A mí me parece que esta idea habría merecido un aplauso riguroso; no recuerdo si lo tuvo, pero sospecho que no, pues lo recordaría.

Lo que sí ganó la aprobación unánime de la audiencia fue la postrimería del discurso de Naranjo. Uno de esos alegatos catastrofistas tan fashion y tan leves. Estamos en el colapso, vino a decir. Y habría sido suficiente para ganarse mi desacuerdo. Pero dijo más: Ni siquiera vale la pena hacer demasiado por cambiar las cosas, porque todo está tan al filo del abismo que las cosas acabarán cayendo solas. El estruendo del aplauso fue notable, quizás un intento por remedar el estrépito de todo el orbe destruyéndose gozoso. Marina no dijo nada más.

Mirándole allí sentado, frente al aplauso del otro, pensé que quizás la labor de la inteligencia en estos tiempos es decir cosas desagradables. O sea, quedar desaplaudida.

Un momento del diálogo

La moral es un deber y además duele, queridos



Una jauría de conspiradores togados había desangrado a Julio César sólo hacía unos meses. El garante de su testamento, el sanguíneo Marco Antonio, había acabado dispersando a los magnicidas y capitalizando el poder vacante. Marco Tulio Cicerón, cuya relación con César había sido tan problemática como cabía esperar entre dos hombres de tal inteligencia y tal carácter, se llevaba peor todavía con Marco Antonio. Cuando éste se hizo con el poder, Cicerón trató de menoscabarlo, tanto en lo político como en lo intelectual, con las Filípicas. Sus intentos fueron vanos, y no le quedó más viaje que el de la retirada a una de sus casas de campo.

Desde allí, plenamente consciente de que la hora de su asesinato no tardaría en llegar, escribió Sobre los deberes, un tratado moral a modo de epístola dirigida a su hijo. En esta obra, compuesta de tres libros, Cicerón vuelca no sólo toda su sabiduría, sino también toda su intimidad sentimental. La grandeza de Sobre los deberes, considerada por algunos la mejor obra ciceroniana, es a mi juicio la que se deriva de su condición de llanto. En ella, Cicerón clama por el respeto de una serie de principios sociales e individuales que estarían disolviéndose entre las luchas intestinas y la dejadez cívica. Sin esos principios, no hay futuro, ni felicidad, ni grandeza.

La travesía de Cicerón por el tejido de valores y contravalores que constituía la pulpa moral de Roma y que, a su juicio, era corresponsable de su grandeza no deja lugar a dudas sobre el esfuerzo que requiere una moral. La virtud es el deporte más duro, pero es también el más gratificante. La honestidad, la justicia o el valor son los principios con los que el hombre, y por lo tanto la sociedad, debe comprometerse. Pero que sean los principios obligatorios no quiere decir que sean los principios cómodos: su defensa conllevará un coste en sufrimiento y dolor que el hombre debe estar dispuesto a admitir.

Ésa es la responsabilidad cívica definida por Cicerón, la del hombre comprometido con lo valioso a pesar de su coste. Me llaman la atención su firmeza y su severidad. Su implacabilidad en la apuesta por el compromiso doloroso. Quizás es que me ha tocado vivir tiempos adolescentes y no estoy acostumbrado.

P.S. Asistí ayer a un diálogo sobre una educación para el siglo XXI entre Claudio Naranjo y José Antonio Marina. El terapeuta y el filósofo charlaron de educación, valores, valentía, ética, virtud, libertad, amor, futuro y crisis. Por si os interesan algunos de estos temas, os informó de que haré en este Rincón reseña del diálogo en los próximos días.

Arte o industria


El arte británico lleva unos cuantos días erizado a cuenta de unas declaraciones del pintor David Hockney. Eran, son, los días previos a la inauguración de una retrospectiva sobre su obra pictórica en la Royal Academy of Arts de Londres. Un periodista de la BBC le preguntó sobre uno de los carteles de la exposición, en el que puede leerse “Todas las obras fueron hechas personalmente por el artista”: ¿Es un dardo contra Damien Hirst? Y Hockney flemáticamente asintió: “Es un insulto a los artesanos”.

El incendio estaba en marcha. Hirst ha dominado el panorama artístico británico desde finales de los ochenta y cuenta con el mérito de ser el artista vivo que más cara ha colocado su obra en el mercado. De sus manos, por decirlo de alguna manera, salió esta calavera diamantina que se vendió por unos 74 millones de euros. Hirst no ha participado, que se sepa, en el debate. No se ha dado por aludido, aunque las palabras de Hockney son una clara crítica a su costumbre reconocida de dejar que ayudantes trabajen por él. ‘Yo me impaciento’, declaró. No está claro el porcentaje de obras que pertenecen estrictamente a sus manos.

En la polémica abierta por Hockney, de la que luego se retractó, late desde luego una competencia estrictamente profesional. Son los dos popes actuales del arte británico, y Londres se dispone a acoger, en los próximos meses, una muestra de cada uno de ellos. Ni siquiera Londres es lo suficientemente grande para librarse de estas miserias. Sin embargo, en el debate late algo mucho más importante: una diferente concepción del arte, que no se limita solamente a aspectos estilísticos.

El regodeo de Hirst en la contratación de asistentes que terminan o ejecutan su obra por él es la cola de nube, a mi parecer, de una concepción industrializada del arte, en la que la obra se valora en tanto que producto y se le aplican, por tanto, sus mismos procedimientos constructivos. No resulta ajena esta idea de arte industrializado a la escuela ‘Young British Artists’, de la que Hirst es el más prominente miembro. Nacida en 1988, aunque el término se acuñase después, la YBA agrupó a varios artistas obsesionados, entre otras cosas, con el tema de la muerte, con la cobertura mediática y con la promoción… por la promoción.

Sus propuestas están en la mayor parte de los casos enfrentadas a las de Hockney, más viejo, más individualista y más clásico de formación. He de reconocer que mi sensibilidad artística está de su lado: su idea del arte, aunque no es ajena a la comercialización o el gran formato, se articula sobre una idea poética (en el sentido más estrictamente griego del término) que da mucho más valor al trabajo ideológico en conexión con la ejecución física. Me parece una concepción más compleja y más estimulante, esta que afirma que la creación no es ni solamente la idea, ni solamente la ejecución. Ni, por supuesto, solamente la venta.

Con todo, mi apoyo es uno de los pocos que Hockney ha logrado ganarse con sus palabras. Varias han sido las voces que se han alzado para criticar sus palabras y, de paso, la idea de arte que les da aliento. El arte contemporáneo no puede prescindir de los asistentes, vienen a decir, y negar su necesariedad es negar el último siglo de arte. Podríamos acordar que ese lamento pusilánime tenga razón y los asistentes sean imprescindibles: no otra cosa sino muchas manos hacen falta allí donde las ideas son cada vez más lánguidas.

Mías serán hasta tus lágrimas


Hasta hace unos días, en Corea del Norte imperaba un señor de frente lisa y pelo retrasado, un anciano de rostro anodino y asesino comportamiento. Se llamaba Kim Jong Il. Su muerte e inhumación, de las que yo insolentemente me alegro, tuvieron múltiples y variadas consecuencias. La primera, y la que me interesa ahora mismo, fue mediática: los televisores de todo el mundo colorearon las imágenes de millones de norcoreanos sollozando desconsolados por la muerte de su Querido Líder. No recuerdo, y me alegro de no hacerlo, despojos tan llorados. Por llorarle, le lloró hasta un chufla uniformado de Tarragona.

En todas esas crónicas, ideadas en el barro de hechos y sospechas que genera todo búnker, destacaba la idea de que los norcoreanos lloraban tanto para esquivar la trena. Pena de cárcel y tortura para todo aquel que no llorase lo suficiente, que no se tamborease el pecho, que no mostrase su humilde y desprotegida y quebrada alma devota. No me cabe duda de que es cierto. Así son los tiranos: muestran incluso muertos su infinito y maloliente afán de protagonismo. Pero dudo que ésa sea toda la verdad e incluso dudo que ésa sea la parte importante de la verdad.

Lo duro y valioso de esas imágenes es que mostraban un llanto verdadero. Lo triste, lo oscuro y lo profundamente doloroso de esas lágrimas es que la mayor parte de ellas eran sinceras. Supongo que esa convicción es la que me movía a la repugnancia al ver el desconsuelo norcoreano. Esa histeria colectiva y acongojada era una de las más puras demostraciones de que el totalitarismo sigue vivo que he recibido en mi vida. Kim Jong Il destiló ese elixir de comunismo y dominación que tantas tumbas ha cavado en la Historia y construyó en Corea del Norte una pesadilla inescapable y rigurosa de miseria y terror.

El llanto (espasmódico, irrefrenable, inescondible) por el artífice de una de las más potentes aventuras antihumanas contemporáneas, como el llanto por todos aquellos que han precedido al norcoreano en esta empresa lúgubre y letal, revela la esencia del totalitarismo. O, más bien, la consecución de uno de sus objetivos nucleares: la dominación absoluta. Si el totalitarismo está en mi diccionario como una de las más tupidas tinieblas humanas no es sólo porque se dedique, con homicida delectación, a destruir todo el edificio de instituciones, derechos, obligaciones y balances que le dan rostro a la libertad humana.

Es, también y sobre todo, porque aspira a derribar la ‘ciudadela interior’ que el gran Isaiah Berlin señaló como el único lugar de supervivencia de la libertad cuando ésta es atacada en todos los frentes y sin descanso. El totalitarismo aspira así a la aniquilación de los hombres, porque aspira a privarlos de su esencial naturaleza, no sólo de su capacidad de obrar, sino de la capacidad para pensar en obrar. Es tan repugnante que proyecta el asesinato del futuro. Es tan radicalmente contrario a la humanidad que tiene que robar hasta las lágrimas que se le tributan.