Una historia de Dublín (y III)


El autobús
Su primera decisión a la mañana siguiente fue dejar de beber Guinness. Diluida la euforia en una noche de sueño problemático, solamente le quedaba una amargura estomagante en la garganta. No desayunó, e imaginó de camino a la parada del 14A que el desplante era una nueva muesca en su relación con la familia irish. Le dio olímpicamente igual. Al poco de subirse, vio aparecer en el segundo piso del autobús a Alberto y Tito. Les anunció su decisión sobre la cerveza negra, se rieron lógicamente de él y se sintió en casa por primera vez desde que llegó a Dublín. Os parecerá extraño, quizás, que se sintiese en casa en un autobús; pero eso es porque no comprendéis nada de las casas o de los afectos. Nada tiene que ver una casa con una arquitectura. Una casa es fundamentalmente una guarida, no necesariamente física. Por eso al niño, temeroso bajo su manta, le sobran pasillos y oscuridades. Por eso a Daniel, temeroso de su desubicación, le hacía de manta aquella intimidad francamente conquistada.

Se pasó a la Bulmer’s. Una sidra sin gas, más ácida que dulce y con la ventaja de no emborracharle de sabor amargo. La Bulmer’s, creía él, era una especie de desobediencia en aquellos pubs poblados por vasos llenos de oscuridad. Le gustaba ver su vaso, en decenas de barras de decenas de sitios, brillando áureo entre los demás, subrayando su tiniebla con su luz dorada, gritándose burbujeantemente diferente. Le llamaban chica y le afeaban la blandura, pero estaba contento sintiéndose un elfo del bosque, o así. Además, la ligereza de la sidra le alargaba la lucidez. Digan lo que digan, la lucidez es una capacidad del sentimiento. Esa prórroga de la inteligencia inalcohólica (hay, dicen, una inteligencia alcohólica) le dejaba mirarles despacio, con una cierta distancia que siempre le ha gustado. Le dejaba ver su diversión, sus bromas, sus gestos. Le dejaba percibir cómo crecía una cuadrilla. Le permitía apostar con furia, sabiendo que acertaba, a que ‘Knockin’ on Heaven’s door’ la escribió Dylan y no los Guns N’ Roses.
Todos hemos hecho el tonto...
Al grupo se unió pronto Diego. Gallego de acento y regionalismo, pero buen chico. Era divertido asistir a sus enganchones con Alberto, ése choque insoluble de orgullos patrios. Algunas veces Daniel terciaba en la disputa, pero casi siempre dejaba que fuese Pablo quien lo hiciese. Pablo era de Madrid, y hablaba con esa lejanía cínica y cheli que es algo así como la lengua materna de los madrileños. Su hecho diferencial, además del hecho diferencial de no tener hecho diferencial. Pablo fue fundamental. Consolidó el espíritu aventurero y senderista de la cuadrilla, y logró que los fines de semana se ensanchasen las fronteras y les entrasen en los ojos jardines palaciegos, pueblos costeros o focas en peñascos bañados por un mar frío y frío. Su bonhomía, además, le hacía blanco perfecto de la amistad de los más extraños especímenes. Su historia con dos hermanas de Camas, “Las Joyitas” por apodo, merece ciclo aparte. Estaba también Neus, femenina y serena. Y Martina, que se encendía hablando de verbos, de naciones, de guerras y de sinónimos de Berlusconi.

Estos textos, me doy cuenta ahora que acabo, han hablado poco de Dublín. De Dublín como Dublín, quiero decir. Sospecho vuestros rostros decepcionados, pero no voy a pedir perdón a aquellos que tengan este Rincón por una guía de viajes. Daniel no recuerda Dublín como ciudad, casi nunca. Recuerda el tranvía por una conversación telefónica, o la estatua de Molly Malone por un chupete. Un parque grande y verde por las bicis y un pub rojo y oscuro por el “greedy”. Un autobús por las risas y cientos de calles por los abrazos, las bromas, los silencios. Daniel recuerda Dublín como una amistad. Y como una amistad ha aparecido aquí, porque todo paisaje es un paisaje sentimental.


Una historia de Dublín (II)


La escuela. Uno de los días.

La habitación estaba amueblada de provisionalidad. Una cama esquelética y un armario a todas luces exagerado eran su única vestimenta, además de la ventana blanca y pequeña, desde la que se contemplaba un fragor de luces ciudadanas que le ponían melancólico de ruido. Daniel llevaba mucho rato despierto cuando, la mañana siguiente, decidió que era el momento de levantarse. Le dio vergüenza utilizar el baño sin conocer al pater familias, así que se vistió sin lavarse la cara. Cuando bajó a la cocina, comprobó que su entrada triunfal de la noche anterior le había ganado el recelo de la familia. Esa mirada de asustada incertidumbre seguía en la pelirroja madre cuando le presentó los cereales y permaneció allí cuando le presentó a su marido. Era un hombre redondo, calvo y parco que le dijo ‘Mi mujer me ha contado, y no me gustas’ con los ojos. Daniel le dio la mano blandamente, con sonrisa apercibida y subió a cagar: sin ganas, pero muy seguro de lo que hacía.

Lo que había llevado a Daniel a Dublín era un curso de inglés de tres semanas. Había dejado atrás un verano del que salía con una cantidad razonable de dinero en el bolsillo, más moreno que nunca en su vida y ansioso por descansar cansándose. El curso de inglés era una excusa, aunque ni siquiera él sabía todavía hasta qué punto. El caso es que no le parecía tener el tiempo suficiente para trabajarse una familia postiza. Aún así, hizo su cama antes de bajar de nuevo para que la madre le explicase cómo llegar a la escuela. Era fácil y relativamente rápido: un autobús que paraba frente a la casa serpentearía durante media hora por aquel extrarradio y acabaría dejándole a una manzana de la escuela. Subió en él cinco minutos después, aunque llegaría una hora antes de lo indicado a la escuela. En el trayecto, conoció a un informático de Torrejón que le habló de su acogida en una casa de vieja gorda y gato viejo. Lo hizo con una comodidad que debería haberle hecho sospechar.

La escuela estaba instalada en un pequeño palacete, lúgubre a la luz y gastadamente lujoso. La juventud que penetraba en él, lo recorría, descubría sus rincones y maltrataba sus silencios le daba una vida especial, una inopinada alegría. Después de lucir su speaking hablándole de cine e historia a una señora que aparentaba tener los años suficientes como para haber vivido la Batalla de Inglaterra, se vio en un aula de concurrencia variopinta: tres coreanas mínimas y sigilosas, un brasileño tópico, una inquieta catalana, dos gallegas inquietantes, una italiana de potente acento napolitano. Había también un malagueño con rostro y maneras de pillo, illo, illo. Se llamaba Alberto. Tenía la misma edad que Daniel y los dos compartían el objetivo fundamental e irrenunciable de lograr que aquella escuela no interfiriese demasiado en sus planes. No les quedó más remedio que sentarse juntos, alborotar la clase a veces. Hacerse amigos, en suma.

Tito se les sumó pronto. Era el hermano mayor de Alberto, y el lazo no era solamente genético. El carácter de ambos era una apuesta alegre, una ética generosa y una promesa de sinceridad. El jardín de la escuela los recogió cuando acabaron las clases. Le contaron que, a su llegada a Dublín, la casa que debía acogerlos estaba velando el cadáver del padre. Pidieron un cambio de ubicación y celebraron la anécdota durante toda la noche, con un escocés de brusco beber. Esa historia le confirmó a Daniel que estaba en el bando correcto. La tarde fue una incursión despreocupada al corazón verdadero de Dublín: el Temple Bar. Cuando volvió a la casa, llevaba demasiada Guinness en las venas y una vivificante felicidad. Se le había puesto cara de aventura, por más plomizo que el cielo se pusiera. La abrió la madre pelirroja y le puso en las manos, sin demasiado preámbulo, una llave de la casa. Había pizza en el microondas y estaba buena. Las cosas no dejaban de ir a mejor.
Una vista del Temple Bar.

Una historia de Dublín (I)



Era una calle recta, larga y oscura. Infinita a los ojos de Daniel, que acababa de bajarse de un autobús amarillo y azul, desierto y disparatado, cuyo conductor le había puesto en las manos un móvil para que le pasase un politono que había sonado en el suyo. Sí, un politono. Se lo pidió en inglés, como es costumbre en Dublín a pesar de los carteles en gaélico. Se quedó paralizado, en parte porque no había pensado tener que lucir tan pronto su incompetencia idiomática y en parte porque le fascinaba aquella súbita y sorpresiva hermandad tecnológica. No sirvió, en todo caso, para evitar que el conductor le anunciase la última parada con una rudeza tan natural que tenía que ser acostumbrada. Daniel descendió con el móvil en una mano, la maleta cargadísima en la otra y una mochila trotamundos en frágil equilibrio sobre el hombro. La calle recta, larga y oscura seguía allí, y le habría dicho “Hello” si este fuese un relato fantástico y tenebroso.

A pesar de las apariencias, Daniel no estaba asustado. Pensaba, eso sí, en cómo la existencia de planes exhaustivos dota al desastre de un perfil más afilado, hiriente casi. Él había milimetrado su llegada: hora de aterrizaje, distancia desde el aeropuerto al destino, autobuses disponibles, perfección. Todo fue desbaratado por un avión volando con retraso de una hora. Fue suficiente para que por Dublín ya no pasease el gentío tradicional, para que luciesen unas farolas que se habían imaginado apagadas y melancólicamente inútiles. Para que no circulasen los autobuses previstos. Lo que hizo entonces Daniel fue improvisar, que no le ha parecido nunca mala manera de afrontar un caos impremeditado. Agrupó, desde luego, algunas nociones que Google Maps había dejado en su mente: esta calle me suena, seguro que está cerca. Se mintió, evidentemente. Lo hizo cuando tomó el autobús y también cuando, en la calle recta, larga y oscura, optó por izquierda y no derecha.

La intuición, en esas circunstancias, es sólo la excusa con que el hombre se protege cuando está perdido. Esa vez, sirvió para que Daniel llegase a uno de esos centros comerciales de una sola altura y vertebrados por un párking. Casi todo estaba cerrado. Tras los muros transparentes de una hamburguesería, dos empleados limpiaban el local. Miraron a Daniel como si fuese un zombi cuando éste tocó con los nudillos en el cristal, y le ignoraron consecuentemente. Fue un momento tenso, en que tuvo que elegir entre el orgullo y la prioridad. Las luces, a lo lejos, de un restaurante hindú solucionaron el dilema. Cuando llegó hasta la puerta, tres hombres hindúes de turbante salieron por ella y echaron la llave. Daniel agradeció la autenticidad y les pidió ayuda. Sintió la camaradería de los acentos trastocados, pero su imaginación, desde luego, no se había figurado lo que vendría después.

Lo que vino fue un callejero destartalado, su maleta en un maletero y él a bordo de un coche extraño, oliendo especias entre hindúes educadísimos pero tendentes a hablar demasiado alto mientras alcanzaban un consenso sobre qué camino tomar. Durante tres cuartos de hora, ese automóvil exaltado quebró la tranquilidad de un suburbio ordenado y silencioso, al que sólo faltaba un flequillo repeinado para ser absolutamente repelente. Durante esos cuarenta y cinco minutos, Daniel se sintió a lomos de un cuchillo que rasgaba sin misericordia capas y capas de grisura. Cuando el coche se detuvo finalmente, ante el jardín de la última casa de una calle por la que habían pasado ya varias veces, supo que había llegado.

-Soy Daniel – replicó al rostro desencajado de aquella dublinesa pelirroja que no sabía en qué momento había nacido ese caos entre sus hierbajos.

Daniel vio en los ojos de la señora el miedo de haber metido en su casa a un estrambótico; y pensó que no podía haber tenido mejor presentación.
De día. Cuando llegó de noche, no tuvo tiempo de fotografías.

Camino de servidumbre (y mi liberalismo)


Creo que fue Jean François Revel quien escribió que el liberalismo no es una ideología, sino un libro de recetas. Revel tenía dos cosas que lo convierten en maestro. En primer lugar, su honesta lucidez; después, su capacidad narrativa. Gracias a ambas, el francés escribió libros luminosos (Ni Marx ni Jesús, La tentación totalitaria, Cómo terminan las democracias, La obsesión antiamericana) que le dieron una faz nueva al liberalismo político contemporáneo: la (alta) divulgación polémica. No sé si fue él también quien dijo que el liberalismo resulta la mayor parte de las veces contraintuitivo. En todo caso, sus libros vibrantes hicieron mucho por la erosión de esa corteza. Su metáfora del liberalismo como recetario es sin duda ágil, pero si la aplicamos a Camino de servidumbre, la obra maestra de Friedrich von Hayek, resulta también asombrosamente exacta.

Camino de servidumbre, por seguir con el símil, vendría a ser algo así como las 1.080 recetas de cocina de Simone Ortega. Un manual de liberalismo; pero uno de esos manuales buenos que son a la vez mapa y exploración de una materia, que atraviesan un tema para mostrar sus vigas maestras, que establecen sus fronteras analizando también todo lo adyacente. La mejor virtud de Camino de servidumbre es, con seguridad completa, que no aspiraba a ser un manual. Por eso es un texto de prosa grácil y de ingenio vivo, insolentemente crítico, irreverente y valentón. Al economista austriaco asustado por el avance que la planificación, escudada en la guerra, estaba logrando en las sociedades combatientes del nazismo, le sale un ‘libro seminal’, como lo llamó Santiago Navajas. No sólo una defensa a ultranza de la libertad, sino una teoría trabada y potente de la sociedad libre y abierta.

Si un liberal contemporáneo tiene que leer Camino de servidumbre para conocer realmente a sus padres, un socialista de hoy (¿es eso un oxímoron?) debe leerlo para conocer a sus abuelos. Hayek recorre el árbol genealógico reciente (el libro es de 1944) de la tiranía y señala que ésta ha estado siempre relacionada con la planificación. Tampoco el socialismo sale precisamente bien parado en esta exploración de las tendencias y los intentos por lograr una concentración de poder que lamine la libertad individual en provecho de ‘un proyecto de sociedad’ o una ‘Razón de Estado’. Pero no es sólo que la planificación resulte antiética por liberticida, sino que además no es práctica: la teoría de Hayek sobre el sistema de precios como la mejor cadena de transmisión de información es un reto serio para todos aquellos que observan el libre mercado como una variedad de la magia negra.

Camino de servidumbre es un libro inteligente y hondo, y no es mi intención esta vez develar exhaustivamente su contenido. Simplemente he vuelto a un libro que es piedra de toque de mi pensamiento político desde que lo leí por primera vez, hace unos cinco años. Camino de servidumbre y Libertad de elegir, de Milton y Rose Friedman terminaron, por decirlo de alguna manera, de cristalizar en mi frente algunas ideas a medio esbozar sobre la libertad, el papel político del individuo, el poder, la política y el pensamiento. Después han venido muchas lecturas más. Pero digamos que la equidistancia liberal entre la izquierda y la derecha, que su afán permanentemente crítico, que su capacidad para la crítica y la autocrítica, que su insolencia indisimulada eran el marco que mi talante estaba buscando. Esos dos libros me mostraron que había un lugar fructífero y estimulante entre el fanatismo y la indiferencia.

El trabajo digno




Ícaro sobre el Empire State Building/Lewis Hine, 1931

En la fotografía se observa un cable y colgando de él, un hombre. Debajo, a tal distancia que en la caída cabrían varias muertes, la Nueva York de frenesí moderado por la Depresión. La fotografía es de 1931 y recoge un momento pequeño e infinito de la construcción del Empire State Building. Tiene un título puramente maravilloso: Ícaro sobre el Empire State Building. El título se lo puso Lewis Hine, el fotógrafo estadounidense al que la Fundación Mapfre está dedicando una exposición (hasta el 29 de abril, por si queréis acercaros). Félix de Azúa le dedicó el otro día una entrada a la muestra en su blog. Es una entrada de contenido inteligente y coda pesimista. Yo he visitado la muestra después, y creo que el pesimismo es innecesario.

Aunque lo entiendo. La biografía de Hine no mueve precisamente al alborozo. Nació a finales del XIX en el Medio Oeste norteamericano y dedicó buena parte de su vida a recorrer su país cámara en mano, para documentar primero las condiciones del trabajo infantil y las condiciones, después, de todo trabajo. Fotografió vecindarios obreros, la inmigración en Ellis Island, la labor de socorro de la Cruz Roja en Europa. La mayor parte de su obra, imaginaréis, tampoco es fuente de optimismo. Niños derrengados o tiznados de carbón hasta los pulmones, familias hacinadas en pequeños cuadrados de mugre, miseria jugando a la pelota en un patio de vecinos, las sábanas viejas pero blancas a secar. Cuando murió en 1940, no tenía un dólar. Lo sostengo, empero: la pesadumbre es improcedente.
Patio de juegos en un pueblo industrial/Lewis Hine, 1909

Entregarse a ella sería incomprender el aliento feliz que atraviesa la obra de Hine. Él era un documentalista (atención, historiadores) y la mayor parte de su trabajo lo hizo a sueldo de la Ethical Culture School o del National Child Labor Committee, instituciones dedicadas a combatir la explotación de los niños. Era también, pues, un militante. Y todo militante tiene siempre el optimismo en la mirada. Hine retrataba casi exclusivamente pobreza, dolor, suciedad y cansancio. No hay en sus fotografías, en cambio, rastro de tristeza. Esa niña que se baña en la pila de lavar desvencijada, ese Golfillo de París, el patio de juegos al que me referí antes…en todas sus fotografías cabe el futuro, la mejora, el progreso. Hay un concepto que las atraviesa: desafío social. Reto. Y hay por lo tanto en ellas, también, una confianza, la mejor que se puede tener: la confianza en el hombre.


Mecánico en una bomba de vapor
de una central eléctrica/Lewis Hine, 1920
Otro rasgo de su discurso fotográfico se revela en sus fotografías dedicadas al trabajo adulto. Es el individualismo, un humanismo industrial que me resulta intelectualmente simpático. Es el hombre el corazón de la máquina. Los protagonistas de sus fotografías son héroes de la civilización: toman el mundo entre sus manos y lo hacen suyo con su esfuerzo, su sudor, su lucha. A Azúa le ataca el pesimismo cuando habla del presente. Cree que la máquina ha escapado de control y que el sacrificio no sirve ya de nada. Su tristeza es un poco demasiado melancólica de aquella relación sudorosa entre el hombre y su martillo. Aunque señala algo cierto, que nuestra relación con las máquinas se ha transformado enormemente, no comparto su conclusión negativa. El hombre perderá el control sobre la máquina cuando la máquina deje de ser humana en sus aspiraciones.

Es decir, cuando el iPad no necesite el dedo de su dueño para activarse y ser una ampliación magnífica y bella del universo.

Inventar el sueño


Metros y metros de celuloide arden, se funden y ruedan como líquido hacia unos moldes que los convertirán en…tacones de zapato. Es una imagen de la última película de Martin Scorsese, infantil sólo en el entusiasmo, La invención de Hugo. Es una metáfora potente del ya viejo director, que se refuerza cuando el plano se amplía para que veamos cientos de caminatas. Caminamos sobre sueños. Y es el cine su fábrica, como afirma la vieja máxima. Yo, que tengo ínfulas de escritor, debería oponerme, al menos en secreto, a esta aseveración épica y egoistona del cine como forja única de la ensoñación. ¿Qué hace la literatura, sino tejer sueños también? Por suerte o por desgracia, y quizás por mi desapego de lo gregario, nunca he sido corporativista. Me muevo en el convencimiento, en cierto modo terceroculturista, de que el cine es ¡sólo! una versión extrovertida de la literatura.



La invención de Hugo lo muestra a su manera: está atravesada de esa narratividad que a algunos, amigos de la modernez, les parecerá anticualla pero que es solamente eterna. Planteamiento, nudo, desenlace, sin demasiada distracción evanescente o rupturista. El niño Hugo, que habita en una estación de tren, tiene una orfandad a la espalda y una promesa que cumplir. Consiste en arreglar un autómata, legado por su padre. ¿Qué hace para cumplirla? Moverse en otra metáfora genial: roba piezas de juguetes rotos. Y se las roba, precisamente, a un juguete roto. El sueño no se crea ni se destruye, sólo se transforma o cosa parecida. Como cabía esperar, y sabe dulce a veces esta previsibilidad, Hugo es descubierto en uno de esos robos y se le complica ligeramente el día a día. Digamos que comienza su aventura, como si lo de antes no lo hubiese sido.

A estas alturas, la película ha mostrado ya una verdad. La técnica sólo es verdaderamente poderosa en cine cuando se aplica a una historia grande. Si no, sólo es ruido y maquinaria. También se barrunta uno a esas alturas que ser cazado es lo mejor que podría pasarle a Hugo. Cuando entra en la tienda de juguetes para trabajar por expiar su culpa, la película crece en profundidad y templanza. Las aventuras no tienen por qué ser físicas. Cuando el autómata, por fin reparado, dibuja un fotograma de Meliès, la historia amplía sus márgenes en el suspense. El robot tiene en el corazón imágenes, no versos. Cuando un teatro se cae de aplausos a un Meliès redivivo, la película hace tiempo ya que es una lección magistral sobre el oficio del cinematógrafo. Hace tiempo ya que ha establecido el cine como una pasión de lo narrativo, una entereza del esfuerzo y una invencibilidad de la insatisfacción.

Hablando de pasión, esfuerzo e insatisfacción me he acordado de Cóvino Films. Es probable que nunca hayáis oído hablar de ella. Yo os ilustro. Es una productora joven y aguerrida, creada por dos apasionados, dos esforzados y dos insatisfechos. Sobre todo, insatisfechos de sí mismos, que es la cualidad mejor de un creador. Me he acordado de ellos porque también su trabajo me parece un homenaje al cine. Y es el homenaje más sincero: el que le quita dinero a los ahorros, el que le quita sueño a la almohada y el que le roba horas al ocio extinto. El homenaje de dos que hacen casi lo que quieren y disfrutan sufriendo.

Estos dos pájaros tienen en concurso tres cortos en el Notodofilmfest. Son Letras, una humorada tétrica; La clavícula imperfecta, una válvula de escape aunque ellos no lo reconozcan y Economiqués, una broma con sentido. A éste último le tengo un apego especial, porque me dieron permiso para salir en él haciendo una cosa que me gusta mucho: leer periódicos, aunque no los entienda. Si queréis pasar un buen rato, echadles un ojo.

La sencillez compleja de Guy Delisle


No importa que sean muchos los que piensen y digan en alta voz que el quid de la explosión de calidad y éxito que ha experimentado la novela gráfica en los últimos años sea su intimidad con una idea tan tradicional como falsa: una imagen vale más que mil palabras. Se equivocan todos esos muchos. La clave de su triunfo es su economía creativa, el modo maestro en que palabra e imagen copulan para dar lugar a un lenguaje nuevo. Es decir, no la ausencia de corpus oral, como sostienen los que desprecian las palabras porque su uso les supera, sino una especialísima (y poética en fondo y forma), gestión del mismo. No debe ser cosa fácil propiciar esta coyunda, pues si el dibujo apenas esconde su vocación totalizadora, la letra busca y rebusca los pliegues en cada trazo para potenciar su faz evocativa. No debe de ser fácil, decía, pero se consigue.

Las páginas de Guy Delisle que conozco son escenario de esa consecución. Y digo que conozco porque mi aproximación a la novela gráfica es recentísimo, aunque mi entusiasmo añore mayor bagaje. Delisle nació en Canadá hace cuarenta y seis años y trabaja en la novela gráfica desde hace dieciséis. Las dos obras suyas que he leído son Shenzhen (2006) y Pyonyang (2005). Las dos, publicadas por una editorial bilbaína de nombre Astiberri, cuya apuesta por el género tiene mucho de testarudez campeona, comparten, desde luego, premisas estilísticas. Los dibujos de Delisle son sencillos al extremo: unos pocos trazos sirven para darle forma a un rostro, a una persona, a un edificio o a una vista panorámica. Es un trazo sencillo, de fondos simples y expresividad reconcentrada en unos cuantos gestos de la cara. Algunos le han reprochado el estilo, como si la eficacia no fuese virtud.

En apariencia, Shenzhen y Pyongyang también comparten argumento. El protagonista de las dos historias es el mismo, un trasunto poco sutil del propio Delisle en sus andanzas por el globo, y el punto de partida también es similar: la estancia obligatoria en un lugar por motivos de trabajo. No hay más. En los dos casos idénticamente, la vida cotidiana de un extranjero es el nervio de la acción. Shenzhen cuenta la estancia del protagonista en la ciudad china del mismo nombre, un enclave de capitalismo limitado en el país comunista más grande del mundo. En Pyongyang, la historia se traslada a la capital de Corea del Norte, el país convertido en cárcel por una dictadura comunista inclemente. La sencillez, como siempre, puede mover a engaño. Lo verdaderamente importante en las obras de Delisle no es el argumento, sino el contenido, el tema. Lo que vemos más que lo que nos cuenta.

En este punto sí que la semejanza entre Shenzhen y Pyongyang es contundente. Constituyen un proyecto que comparten. Es un proyecto grande e inteligente, que acoge una reflexión trascendente a partir de lo muy concreto. Pyongyang es una especie de manifiesto naif contra el totalitarismo y Shenzhen una historia sobre la trayectoria desrumbada de la China comunista, pero ambas obras son en realidad un combate contra el exotismo, contra esa idea absurda de idilio en la que tendemos a envolver lo lejano por lejano. La insistencia en lo cotidiano es la coartada perfecta para mostrar las oscuridades de dos sociedades en las que la libertad ha sido relegada, cuando no exterminada. Son, en cierto sentido, un llamamiento a valorar lo que aquí tenemos y allí no, constatado el hecho de que la mayor incomunicación posible entre los hombres se da cuando no se les permite pensar.


El comunismo, ensoñación


Era octubre de 1917 en Rusia, y un fantasma se disponía a recorrer Europa. No era el que Marx y Engels habían denunciado en su Manifiesto comunista, pero tenía mucho que ver con ese texto y su doctrina. Fue en Octubre de 1917 cuando los bolcheviques decidieron apretar el acelerador de la Historia. Los acontecimientos de febrero de ese mismo año no sólo habían culminado con una pequeña apertura democrática, sino que habían dejado el poder en manos de un gobierno no bolchevique. Había llegado el momento de ‘construir el orden socialista’, como gritó Lenin desde el balcón después de que sus huestes tomasen el Palacio de Invierno y certificasen el fracaso de la primera intentona democrática que Rusia había experimentado…en toda su historia.

Lo que vino después es conocido y, si no, existe una pila de buenos libros, tan grande como de malos, por cierto, para trabajar porque lo sea. Lo más difícil de hallar ha sido una historia intelectual del comunismo, quizás por abundancia panfletaria. El fantasma al que me referí al principio es la propia Revolución Bolchevique, cuyo paseo por el continente no fue meramente contemplativo: su promesa cautivó allá adonde fue a millones de intelectos, entregados desde entonces a su apostolado. Como los mortífagos de Voldemort pero, al menos en principio, sin su fama mala. Muchos creyeron ver alzarse de nuevo, en la limes de Europa, la estrella revolucionaria que había brillado en 1789. En El pasado de una ilusión. Ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX, François Furet recorre magistralmente la estela de esa estrella.

Y, como entonces, se desvela una estela de sangre, dolor y poder ilimitados. Furet, que había labrado su renombre como historiador hurgando en la Revolución Francesa, publica su libro sobre la idea comunista en 1995, cuatro años después de que su encarnación cayese hecha pedazos. El hundimiento de la URSS es, para él, la muerte de una idea que llevaba casi ochenta años capitalizando (valga la ironía) ‘el destino de la historia’. El libro de Furet no es sobresaliente sólo por su propósito metodológico, el de explorar históricamente una ideología, sino también por su audacia intelectual y estilística: gracias a una prosa pulcrísima y con las notas justas de metáfora, su historia de la idea comunista se lee como una novela epopéyica sobre la ensoñación. La vivacidad de su pensamiento, mientras tanto, desvela, resalta y ahonda cada resquicio, cada contradicción de la utopía.

Varios asuntos fundamentales en El pasado de una ilusión lo convierten a mi capote en obra fundamental. La disección de la ceguera ideológica que se lleva a cabo en sus páginas, por ejemplo. La URSS fue un régimen homicida que encarceló, torturó, exilió y masacró a millones de personas. A pesar de ello, en su época y también posteriormente, su reputación de potencia aliada de la libertad y el mejor futuro permaneció prácticamente intocada para muchos, que no siempre y no necesariamente eran militantes comunistas. Furet desactiva la coartada que atribuye esa ceguera al hermetismo soviético: se alzaron, aunque pocas, voces críticas. No es que no existiesen datos que permitiesen dudar de la veracidad de la fachada comunista, es que se prefirió ignorar esas pruebas. Fue entonces, por cierto, cuando el comunismo y sucedáneos se hundieron en una fosa séptica político-moral de difícil escapatoria.

Los intelectuales jugaron un papel muy importante en la senda de la idea comunista. Tan expuestos a su encanto como cualquier mente, su labor de evangelización comunista era por el contrario mucho más potente. El relato que Furet hace de los viajes de algunos escritores y pensadores europeos de ese tiempo a la URSS, viajes turísticos en los que no siempre quedaba oculta la verdadera faz atroz del régimen y de los que regresaban cantando las alabanzas del sistema comunista produce todavía hoy, a mí al menos, indignación y bochorno. La rendición de los intelectuales (no otro nombre puede recibir la opción por la ideología en lugar de la inteligencia) resulta especialmente dolorosa, no por la efectividad de su propaganda, sino por la suposición de que eran ellos los mejor preparados para desenmascarar la mentira.

Y era una mentira innegablemente bien trabada. La Unión Soviética fue perita en transformar algunos aspectos cutáneos de la idea a la que daba cuerpo en función de la política que tuviese que adoptar para asegurar su posición de preeminencia en Europa y el mundo. Si el odio cerval al liberalismo está en su código genético, fue relegado a un segundo plano cuando llegó el momento de combatir el nazismo. En ese punto, hacía mucho tiempo ya que la ensoñación no era sólo ensoñación. La idea comunista había encontrado una aliada de excepción en la violencia, por medio de la política internacional de la URSS. A tal punto llegaba su control sobre las mentes y los actos de militantes y simpatizantes, que apenas le resultó costoso convertir en enemigo absoluto de su proyecto al nazismo, con el que había sostenido alianzas fructíferas prácticamente hasta el día de antes de que estallase el hundimiento del mundo.

Esta rivalidad entre nazismo y comunismo signa de indudable modo el siglo XX, pero es en realidad la pelea de dos absolutos que comparten orígenes filosóficos. La energía con la que combaten por la desaparición radical del otro nace de su hermanamiento profundo, de la hoguera que alumbra sus entrañas: utopismo, voluntarismo y, sobre todo, odio al liberalismo. El antifascismo, uno de los mejores artefactos llevados a cabo por la URSS, a juzgar por su eficacia, su extensión y su permanencia, era sólo una propuesta de convivencia en tanto se eliminaba al gemelo odioso hitleriano. Una vez éste hubo fenecido, el desprecio por la(s) democracia(s) liberal(es) pudo volver a ocupar su lugar de honor en el discurso activo y pensativo del comunismo. Hubo quienes fueron conscientes de este juego cínico y levantaron la voz. Fueron tildados de ‘fascistas’. Hubo incluso quienes lo denunciaron desde posiciones ideológicas comunistas. Éstos fueron tildados de ‘herejes’ antes de ser llamados, también, ‘fascistas’.

He salpicado esta entrada con términos de índole religiosa referidos a aspectos de la idea comunista y su trayecto por los tiempos: apostolado, evangelización, hereje. No son, aunque me pegaría bastante, un guiño insolente a los creyentes. Son, sencillamente, algunos de los vocablos mejores para hablar de la tesis central de Furet sobre el comunismo: una religión de la historia. Un credo basado en la promesa de un ‘orden socialista’, con una iglesia infalible y un dogma innegable. La creencia en la necesidad de ‘acelerar la historia’, la conciencia de formar parte de la corriente incombatible de los tiempos es, lo fue entonces, la excusa perfecta para cometer o aceptar todo tipo de atrocidades. Es también esto lo que convierte el libro de Furet en una pieza maestra: nos recuerda, poniendo ante nuestros ojos el más macabro ejemplo, la importancia de no convertir la política en espacio de religiosidad.

Una Superbowl



Éste iba a ser un articulito medido y correcto sobre cómo puede uno vivir en Madrid una Superbowl. Pero no va a poder ser. Porque era la primera Superbowl que yo vivía y porque perdieron los míos. Los míos son los Patriots, y son los míos en definitiva porque sí. Como porque sí se encienden las espitas de esos amoríos locuelos y atribulados que nos revuelven el pecho, las sábanas (a veces) y la memoria.

Perdieron justamente, eso hay que decirlo. El trofeo del más espectacular de los espectáculos fue a parar a manos de un equipo comandado por un quarterback en las antípodas de la belleza pero dotado de pulso firme y mente serena: los Giants supieron, y qué importante es eso, no equivocarse en nada. Y los Patriots apelaron a la fantasía. Demasiado, teniendo en cuenta que la fantasía es dama esquiva y caprichosa y tornadiza. Lo espectacular hubiera sido que el bombazo último de Brady cayera en manos patriotas, pero cayó al césped. Y se acabó la historia cuando estaba todavía en el terreno de la refriega sorda.

Yo vi la Superbowl en el centro de Madrid, con un amigo. Rodeados ambos de norteamericanos exaltados y un punto melancólicos. La cerveza me pone observador, y observé que dan lo mismo la pompa y el jabón, la corneta y el orquestón. Lo que importa de verdad es la emoción. La veta del deporte es la sentimental, por más que entrenen, y corran y midan y rompan techos y récords. Seguramente me gustaría más a mí el deporte, cualquiera, si no estuviese acompañado de esa incómoda superestructura de interés, finanza y comisión.

Quería haberos contado la Superbowl, pero no me sale y no sabría. Gracias a los hombres, ahí está la sabiduría generosa de un Zona Roja, un Rudeza Necesaria o un No Disparen Al Quarterback. Éste post sólo es la tontería emotiva de un novato que lo será siempre, con tal de no perder la ilusión con la que vio su primera Superbowl. Aunque perdiesen los suyos.


The Walking Dead: civilización vagabunda


(Éste artículo contiene, sí, spoilers)

Los zombis, esos gargajos de la muerte, siempre me han producido la sensación para cuya multiplicación están expresamente inventados: repulsión. El género de terror, del que son protagonistas destacados, jamás ha tenido hueco en mis preferencias y siempre he percibido como misteriosa (sospechosa, incluso) la delectación de algunas personas frente a una pantalla de sangre, víscera y sobresalto. La voluntad de sufrir. Por eso es tan extraño que me enganchase a The Walking Dead. Podría pedantemente decir que fue la presencia de Frank Darabont, artífice de la sutilísima Cadena perpetua, la que me atrajo a ella. Pero mentiría cual bellaco. De hecho, todo conspiraba, ay, contra nosotros. A mi disgusto por el género se sumaba la circunstancia, extrañísima en mi vida, os lo aseguro, de que cuando empezó a emitirse en España yo vivía en una casa en la que estaba solo la mayor parte del tiempo. A la conspiración universal se sumaba también el hecho de que arrastraba el peso de 23 asignaturas: sólo la mitad de ellas habría bastado para que alguien notablemente irresponsable se dejase de ocios. Pero mis escalas no son de este mundo.

Esa irresponsabilidad, no tanto activa como existencial, me ha dado por cierto algunas de las mejores cosas de mi vida. Como por ejemplo, H. Pero eso os lo cuento otro día. La irresponsabilidad me llevó al sofá y la lealtad a mi irresponsabilidad me mantuvo en él. Descubrí así una serie de televisión tan desagradable como intrigante, tan tradicional en sus puntos de partida como osada en la manera de desarrollarlas. Un sheriff recibe dos tiros, está un tiempo en coma y, cuando despierta, el mundo que había conocido ha desaparecido. Lo que lo ha sustituido es una suerte de limbo salvaje plagado de no muertos con una inapagable gana de merendar. Literalmente, una salvajada. Este artículo va a contener spoilers, pero no creo haberos descubierto ningún secreto hasta el momento. Tampoco lo haré cuando os diga lo que viene después. El sheriff comienza la búsqueda de su familia (una mujer y un hijo). El héroe emprende el camino, habría dicho el ruso Propp, inconsciente de la dimensión apocalíptica de la prueba. Pero como no quiero entrar en demasiados detalles y ésta no pretende ser una entrada sobre la serie, sino solamente sobre una escena de la serie, me callo aquí. Baste para seguir que el sheriff no es el único vivo atrincherado en su existencia. Son unos cuantos, y acaban formándose grupos entregados, básicamente, a la competencia por los recursos.

La manera en que estos grupos se defienden frente a los zombis le hace a uno preguntarse si ese ‘los muertos que caminan’ del título no tendrá un deje irónico y cabrón. The Walking Dead es la historia de una civilización hundida, resistente, precaria y vagabunda. Y si no lo es, a mí me hace ilusión que lo sea, porque ésa cualidad es lo que me ata a ella. Más allá de las tripas y las escaramuzas, The Walking Dead es una crónica triste sobre la destrucción más absoluta…y la más aguerrida supervivencia. Lo que hace que la serie trascienda el espectáculo del horror y de la sangre es ese fondo reflexivo que, sin gesticulaciones excesivas, orbita sobre asuntos clave. El primero de ellos es, efectivamente, el de la civilización. Y, en cascada, tras él, cosas sobre el miedo y la osadía, la jerarquía y la libertad, el amor y la muerte. Todas estas reflexiones se me cristalizaron en la frente, como habría dicho el poeta, frente a la escena que os traigo.



Observad atentamente esta imagen. No es exactamente el comienzo de la escena, pero nos sirve. Intentad quitar la vista de los cadáveres y fijaos en la parte izquierda de la imagen: hay un señor cano y de rodillas. ¿Por qué está de rodillas? Podría decirse que porque los muertos son suyos. Han salido de su granero, donde él los había metido sin esperar que sus invitados, el grupo del sheriff, lo descubriesen. ¿Por qué no los mataba? Amigos, ésa es la clave. No los mataba porque eran su mujer, su hijo y sus vecinos. Es decir, él, en los zombis no ve enemigos, sino familiares enfermos. El grupo del sheriff, manchado de sangre hasta las cejas, herido de pérdidas, no lo ve así de ningún modo. ¿La piedad o la supervivencia? Fijaos en los que apuntan: lo tienen claro. Fijaos en el sheriff, detrás de los tiradores, con camisa verde: duda. Reflexiona. Es consciente de que aquello no es sólo un tiroteo, sino el inicio de una nueva fase. Incomodísima fase, por cierto. Sigamos.



Eso que sale por la puerta es/era una niña. A vosotros probablemente no os resulte conocida. La estancia en la no muerte, además, ha prostituido un tanto sus rasgos. Pero a los que vimos antes apuntando sí que les resulta conocida. Llevan, de hecho, semanas buscándola. Lo infructuoso de la búsqueda había empezado, por cierto, a producir dos cosas. El cansancio del señor canoso de antes, incómodo con las armas y las bocas de sus invitados. Y las fricciones en el grupo, entre quienes apostaban por abandonar la búsqueda y los que querían continuarla. El que dirigía a los tiradores quería abandonarla. El sheriff no. Una más.



¿Qué ha pasado? ¿Dónde están los que tan firmemente apuntaban antes? ¿Qué hace el sheriff ahí, apuntando con su pistolón a la niña en cuyo rescate siempre confió? Éste es un fotograma maestro, porque condensa las reflexiones de las que os hablaba antes. Esta escena, esta imagen especialmente, es un tratado sobre el liderazgo: su dureza, su responsabilidad y su ingratitud. Pero todavía no está todo dicho.



Rick ha disparado, y su acto cierra con amargura la interesantísima lección sobre la vida en tiempos de muerte, sobre la civilización en vagabundeo por el infierno. Son extremadamente interesantes las consecuencias de su acto. Fijaos en los tiradores, que ya no apuntan. Ni siquiera son capaces de mirar el cadáver. Nadie lo mira, de hecho, salvo su autor, el sheriff. ¿Por qué no miran? Pueden ser muchas cosas. A mí se me ocurre que son conscientes de repente de su incapacidad para el poder. El cuerpo de la niña les pone ante los ojos su incompetencia, en el más profundo sentido de la palabra. En la parte derecha, hay una mujer llorando. Era la madre de la niña. ¿Es optimista su llanto, a pesar de lo desgarrado? Quizás: hasta un zombi tiene quien le llore.