¿Es posible la educación en el abismo?


El asalto a la educación es uno de nuestros relatos contemporáneos. Cual princesa so candado, solloza mientras precipita lentamente su esqueleto hacia el fracaso, o mientras la atenazan neoliberalotes tijerilleros. No es mi intención negar la importancia de la educación, que es a mi capote la argolla con que la sociedad ha de atarse a sí misma para seguir siendo existencialmente próspera. Pero estaría quebrantando el principio de honestidad (ay, la honestidad, cuántas entradas le debo) si os dijese que me trago el cuento hasta las perdices tristes. En todo caso, no iba yo al texto, sino a una parcela mínima del post-texto. La salvación de la educación, como empresa, está generando intentonas múltiples de redefinición. Y esa puede que sea la única partícula buena de su humareda.

Claudio Naranjo
A una de esas intentonas, que tenía por título  ‘Propuestas para aprender a vivir. Una educación para el siglo XXI’ asistí a comienzos de la pasada semana, en el Paraninfo de la Facultad de Filosofía de La Universidad Complutense de Madrid. El filósofo José Antonio Marina y Claudio Naranjo, forjador de una escuela psicoespiritual centrada en el desarrollo personal harían sus propuestas. Lo que me atrajo a ella fue fundamentalmente la presencia de Marina, cuya esfuerzo por construir una ética humanista a través de investigaciones accesibles en su profundidad, sigo desde hace varios años. Al término del diálogo, llevaba conmigo algunas ideas dispersas pero interesantes, un más contundente consenso con varios de los planteamientos de Marina y, también, algunas preocupaciones.

Los organizadores habían pretendido que el diálogo discurriese de manera literalmente ordenada en torno a algunas preguntas lanzadas de cuando en cuando. No funcionó, o al menos no lo hizo del todo. Desde la primera pregunta, ¿Cómo fue su educación? se vio que la estructura iba a ser sometida a tensiones. Naranjo explicó con humor irónico su educación: una isla british en medio de Valparaíso, colegios internos, silencio, castigo y lagunas. Como consecuencia, una idiocia emocional que intentó superar a través de la psicología. La réplica de Marina tuvo ya el punto crítico e irónico que le caracteriza bastante bien. ‘Su educación fue defectuosa pero el resultado es prácticamente óptimo’, señaló. Lo mismo ocurrió, a su juicio, con su generación: educados en el autoritarismo, prepararon, nada, minucias, la Transición.

José Antonio Marina
Pero cometieron un error cuando tuvieron en sus manos la confección de un esquema educativo: quisieron superar el autoritarismo por la permisividad, inconscientes de que ambos modelos tenían principios buenos (también malos) y de que lo ideal hubiera sido, sigue siendo, la conjunción de ambos. Un sistema que valore la responsabilidad tanto como la libertad, el esfuerzo tanto como el disfrute. Los derechos tanto como las obligaciones. En el actual estado de cosas, la palabra ‘obligación’ parece propagar sobre lo que toca un aroma antañón. Por eso, quizás, buena parte de los que escuchaban pusieron cara rara, empezando por Naranjo. A mí me parecía que Marina estaba sencillamente brillando con su propuesta de educación ciudadana. Sólo porque ciudadanía es lo que falta en las Españas.

A partir de ahí, la conversación se entretuvo en una cierta divagación. El aumento de las tasas de afectados por el Síndrome de Déficit de Atención les sirvió a ambos como prueba del fracaso de la educación actual. La diferencia fundamental es que Naranjo, poco a poco, se reveló como un propugnador de su derribo; Marina, por su lado, dijo preferir la remodelación. La ética y la moral, la educación de la virtud, habrán de ser nucleares en esa reconstrucción. Este punto del diálogo fue punto de no retorno: a Naranjo le pareció que esos conceptos cargaban con demasiado aditamento normativista como para resultar útiles. Y Marina dijo lo que le borró cierta parte del calor del público: la norma es instrumento de civilización. Y ésta es objetivable, por lo que no basta, por increíble que parezca, con llamarla barbarie.

En esas estábamos cuando otra pregunta fue lanzada. Era una de esas cuestiones determinantes y definitorias, un poco como las que lanza Edge cada año para contribuir a la mejora de nuestro mundo. Era, desde luego, la pregunta esencial del acto. ¿Qué educación es la que ustedes proponen? Lo que habían dicho hasta entonces había retratado su desacuerdo. Lo que dijeron a partir de entonces retrató además la incompatibilidad de sus principios. Naranjo habló, con pasión despierta, de una educación para el amor. De una educación que desatrofie nuestra capacidad amorosa, que nos desconecte de las competencias productivas y nos conduzca a las competencias existenciales: amor, filía, capacidad de goce. En su propuesta latía el eco de aquellos que han considerado la escuela como una cárcel y también el de aquellos que han tomado por arrogancia la capacidad del hombre para hacerse grande.

Algo de eso debió ver también Marina, que se arrancó con una defensa encendida de la escuela. ¿Por qué? Porque es en ella donde los niños dejan de ser, literalmente, ‘el animal del Pleistoceno’ que son nada más nacer. A través de la educación y en ese sentido debe reformarse la que tenemos, definimos la humanidad que queremos construir. Lo que se transmite a los niños y a los jóvenes no sólo los ancla al mundo como humanos, sino que les entrega los mecanismos para manejar su inteligencia en la construcción del futuro. Les define como hombres, en tanto que el hombre, gracias a su inteligencia, no es sólo lo que es, sino también sus posibilidades. A mí me parece que esta idea habría merecido un aplauso riguroso; no recuerdo si lo tuvo, pero sospecho que no, pues lo recordaría.

Lo que sí ganó la aprobación unánime de la audiencia fue la postrimería del discurso de Naranjo. Uno de esos alegatos catastrofistas tan fashion y tan leves. Estamos en el colapso, vino a decir. Y habría sido suficiente para ganarse mi desacuerdo. Pero dijo más: Ni siquiera vale la pena hacer demasiado por cambiar las cosas, porque todo está tan al filo del abismo que las cosas acabarán cayendo solas. El estruendo del aplauso fue notable, quizás un intento por remedar el estrépito de todo el orbe destruyéndose gozoso. Marina no dijo nada más.

Mirándole allí sentado, frente al aplauso del otro, pensé que quizás la labor de la inteligencia en estos tiempos es decir cosas desagradables. O sea, quedar desaplaudida.

Un momento del diálogo

La moral es un deber y además duele, queridos



Una jauría de conspiradores togados había desangrado a Julio César sólo hacía unos meses. El garante de su testamento, el sanguíneo Marco Antonio, había acabado dispersando a los magnicidas y capitalizando el poder vacante. Marco Tulio Cicerón, cuya relación con César había sido tan problemática como cabía esperar entre dos hombres de tal inteligencia y tal carácter, se llevaba peor todavía con Marco Antonio. Cuando éste se hizo con el poder, Cicerón trató de menoscabarlo, tanto en lo político como en lo intelectual, con las Filípicas. Sus intentos fueron vanos, y no le quedó más viaje que el de la retirada a una de sus casas de campo.

Desde allí, plenamente consciente de que la hora de su asesinato no tardaría en llegar, escribió Sobre los deberes, un tratado moral a modo de epístola dirigida a su hijo. En esta obra, compuesta de tres libros, Cicerón vuelca no sólo toda su sabiduría, sino también toda su intimidad sentimental. La grandeza de Sobre los deberes, considerada por algunos la mejor obra ciceroniana, es a mi juicio la que se deriva de su condición de llanto. En ella, Cicerón clama por el respeto de una serie de principios sociales e individuales que estarían disolviéndose entre las luchas intestinas y la dejadez cívica. Sin esos principios, no hay futuro, ni felicidad, ni grandeza.

La travesía de Cicerón por el tejido de valores y contravalores que constituía la pulpa moral de Roma y que, a su juicio, era corresponsable de su grandeza no deja lugar a dudas sobre el esfuerzo que requiere una moral. La virtud es el deporte más duro, pero es también el más gratificante. La honestidad, la justicia o el valor son los principios con los que el hombre, y por lo tanto la sociedad, debe comprometerse. Pero que sean los principios obligatorios no quiere decir que sean los principios cómodos: su defensa conllevará un coste en sufrimiento y dolor que el hombre debe estar dispuesto a admitir.

Ésa es la responsabilidad cívica definida por Cicerón, la del hombre comprometido con lo valioso a pesar de su coste. Me llaman la atención su firmeza y su severidad. Su implacabilidad en la apuesta por el compromiso doloroso. Quizás es que me ha tocado vivir tiempos adolescentes y no estoy acostumbrado.

P.S. Asistí ayer a un diálogo sobre una educación para el siglo XXI entre Claudio Naranjo y José Antonio Marina. El terapeuta y el filósofo charlaron de educación, valores, valentía, ética, virtud, libertad, amor, futuro y crisis. Por si os interesan algunos de estos temas, os informó de que haré en este Rincón reseña del diálogo en los próximos días.

Arte o industria


El arte británico lleva unos cuantos días erizado a cuenta de unas declaraciones del pintor David Hockney. Eran, son, los días previos a la inauguración de una retrospectiva sobre su obra pictórica en la Royal Academy of Arts de Londres. Un periodista de la BBC le preguntó sobre uno de los carteles de la exposición, en el que puede leerse “Todas las obras fueron hechas personalmente por el artista”: ¿Es un dardo contra Damien Hirst? Y Hockney flemáticamente asintió: “Es un insulto a los artesanos”.

El incendio estaba en marcha. Hirst ha dominado el panorama artístico británico desde finales de los ochenta y cuenta con el mérito de ser el artista vivo que más cara ha colocado su obra en el mercado. De sus manos, por decirlo de alguna manera, salió esta calavera diamantina que se vendió por unos 74 millones de euros. Hirst no ha participado, que se sepa, en el debate. No se ha dado por aludido, aunque las palabras de Hockney son una clara crítica a su costumbre reconocida de dejar que ayudantes trabajen por él. ‘Yo me impaciento’, declaró. No está claro el porcentaje de obras que pertenecen estrictamente a sus manos.

En la polémica abierta por Hockney, de la que luego se retractó, late desde luego una competencia estrictamente profesional. Son los dos popes actuales del arte británico, y Londres se dispone a acoger, en los próximos meses, una muestra de cada uno de ellos. Ni siquiera Londres es lo suficientemente grande para librarse de estas miserias. Sin embargo, en el debate late algo mucho más importante: una diferente concepción del arte, que no se limita solamente a aspectos estilísticos.

El regodeo de Hirst en la contratación de asistentes que terminan o ejecutan su obra por él es la cola de nube, a mi parecer, de una concepción industrializada del arte, en la que la obra se valora en tanto que producto y se le aplican, por tanto, sus mismos procedimientos constructivos. No resulta ajena esta idea de arte industrializado a la escuela ‘Young British Artists’, de la que Hirst es el más prominente miembro. Nacida en 1988, aunque el término se acuñase después, la YBA agrupó a varios artistas obsesionados, entre otras cosas, con el tema de la muerte, con la cobertura mediática y con la promoción… por la promoción.

Sus propuestas están en la mayor parte de los casos enfrentadas a las de Hockney, más viejo, más individualista y más clásico de formación. He de reconocer que mi sensibilidad artística está de su lado: su idea del arte, aunque no es ajena a la comercialización o el gran formato, se articula sobre una idea poética (en el sentido más estrictamente griego del término) que da mucho más valor al trabajo ideológico en conexión con la ejecución física. Me parece una concepción más compleja y más estimulante, esta que afirma que la creación no es ni solamente la idea, ni solamente la ejecución. Ni, por supuesto, solamente la venta.

Con todo, mi apoyo es uno de los pocos que Hockney ha logrado ganarse con sus palabras. Varias han sido las voces que se han alzado para criticar sus palabras y, de paso, la idea de arte que les da aliento. El arte contemporáneo no puede prescindir de los asistentes, vienen a decir, y negar su necesariedad es negar el último siglo de arte. Podríamos acordar que ese lamento pusilánime tenga razón y los asistentes sean imprescindibles: no otra cosa sino muchas manos hacen falta allí donde las ideas son cada vez más lánguidas.

Mías serán hasta tus lágrimas


Hasta hace unos días, en Corea del Norte imperaba un señor de frente lisa y pelo retrasado, un anciano de rostro anodino y asesino comportamiento. Se llamaba Kim Jong Il. Su muerte e inhumación, de las que yo insolentemente me alegro, tuvieron múltiples y variadas consecuencias. La primera, y la que me interesa ahora mismo, fue mediática: los televisores de todo el mundo colorearon las imágenes de millones de norcoreanos sollozando desconsolados por la muerte de su Querido Líder. No recuerdo, y me alegro de no hacerlo, despojos tan llorados. Por llorarle, le lloró hasta un chufla uniformado de Tarragona.

En todas esas crónicas, ideadas en el barro de hechos y sospechas que genera todo búnker, destacaba la idea de que los norcoreanos lloraban tanto para esquivar la trena. Pena de cárcel y tortura para todo aquel que no llorase lo suficiente, que no se tamborease el pecho, que no mostrase su humilde y desprotegida y quebrada alma devota. No me cabe duda de que es cierto. Así son los tiranos: muestran incluso muertos su infinito y maloliente afán de protagonismo. Pero dudo que ésa sea toda la verdad e incluso dudo que ésa sea la parte importante de la verdad.

Lo duro y valioso de esas imágenes es que mostraban un llanto verdadero. Lo triste, lo oscuro y lo profundamente doloroso de esas lágrimas es que la mayor parte de ellas eran sinceras. Supongo que esa convicción es la que me movía a la repugnancia al ver el desconsuelo norcoreano. Esa histeria colectiva y acongojada era una de las más puras demostraciones de que el totalitarismo sigue vivo que he recibido en mi vida. Kim Jong Il destiló ese elixir de comunismo y dominación que tantas tumbas ha cavado en la Historia y construyó en Corea del Norte una pesadilla inescapable y rigurosa de miseria y terror.

El llanto (espasmódico, irrefrenable, inescondible) por el artífice de una de las más potentes aventuras antihumanas contemporáneas, como el llanto por todos aquellos que han precedido al norcoreano en esta empresa lúgubre y letal, revela la esencia del totalitarismo. O, más bien, la consecución de uno de sus objetivos nucleares: la dominación absoluta. Si el totalitarismo está en mi diccionario como una de las más tupidas tinieblas humanas no es sólo porque se dedique, con homicida delectación, a destruir todo el edificio de instituciones, derechos, obligaciones y balances que le dan rostro a la libertad humana.

Es, también y sobre todo, porque aspira a derribar la ‘ciudadela interior’ que el gran Isaiah Berlin señaló como el único lugar de supervivencia de la libertad cuando ésta es atacada en todos los frentes y sin descanso. El totalitarismo aspira así a la aniquilación de los hombres, porque aspira a privarlos de su esencial naturaleza, no sólo de su capacidad de obrar, sino de la capacidad para pensar en obrar. Es tan repugnante que proyecta el asesinato del futuro. Es tan radicalmente contrario a la humanidad que tiene que robar hasta las lágrimas que se le tributan.


Conducir más allá del borde del precipicio



El tiempo y el visionado de películas han ido convenciéndome de que la virtud más necesaria para triunfar en el hampa es mantener la cabeza fría. Ser un cabrón y parecer un bendito, básicamente. Tener la habilidad preciosa de asesinar serenamente. Si eres un gordo pretencioso, de pistolón ostentoso y mafiosas maneras, estás muerto. Siempre habrá uno, más discreto, más silencioso, más callado y mucho más letal. Ése será el que te dé matarile, enterándote o no, según lo quiera él o sus mandones. Ahí tenéis a Michael Corleone, tan calmosamente maligno. O a Tony Soprano, gordo, por cierto: psicótico entrañable y mafioso malnacido.

Lo digo porque anoche asistí, gracias al Club Renoir, al preestreno de Drive, la película dirigida por Nicolas Winding Fern, que ganó el Premio al Mejor Director en el pasado Festival de Cannes. Y esta película sobresaliente y oscura como aceite de motor me confirmó la idea inicial: la carita de Ryan Gosling, que está entre la del tonto del pueblo y la del primo correctito que todos detestamos, no parece la más apropiada para decir “O cierras la boca o te hundo los dientes y te la cierro yo”. Pero lo dice, y lo dice tan bien (o sea, tan fría, tan borde, tan certeramente homicida) que el aludido, un tío que ha dedicado sus horas a robar bancos, que ha perdido a un hermano en una persecución y se ha olvidado de llorarle, hace mutis y vuelve a su taburete.

Ésa es la esencia quietamente brutal de Drive, a la que sólo le sobra el violeta cutre de los créditos. Un conductor especialista de vida vacía y corazón mudo que, durante cinco minutos cada noche, alquila sus habilidades a cualquier integrante de la panoplia criminal de Los Ángeles. Su manejo sereno, su ceño en silencio fruncido y su firmeza profesional le convierten en el mejor. Hasta que una mujer y un niño de padre encarcelado se le cruzan en el descansillo. El corazón, ay, empieza a cantarle cositas bellas y sin casi pestañear se ve enredado en una maraña de mierda y sangre que, en cada recoveco, esconde un recoveco más. Las cosas que se hacen por amor, podría ser un mensaje. Pero también podría ser el contrario: las cosas que el amor le hace a las vidas. Y esa dualidad irónica y distante es la que afila en “Drive” la faz de película grande.

La película, claro, tiene persecuciones, disparos y todas esas cosas. Pero yo no sé de petardos nitengointeréslosiento. La película es rítmica en el sentido pleno y puro de la palabra. Es decir, que no tiene un ritmo único sino varios y bien gestionados. También hay temple, señores, en el cinematógrafo. Ese dominio de los ritmos, acudid al referente que queráis, es el secreto de la acción buena. Por eso últimamente se rueda tanta acción mala. Pero ese señorío de los tiempos no explica por sí sólo la excelencia metálica y profunda de “Drive”; hace falta mirar a una historia (guión de Hossein Amini sobre una novela de James Sallis) tan desnuda como negra, en la literaria acepción del término. Estoy seguro de que a Chandler, al que le vengo debiendo una entrada en el Rincón, le habría gustado esta obra de pesimismo ilusionado: puede que las buenas intenciones no ayuden a sobrevivir, pero a veces son la única manera de vivir.

Memoria de Valle-Inclán


Cuando una noche de insomnio cualquiera, uno descubre que el remedio para liberarse de esa especie de angulosidad que le incomoda en la mente y no le deja cerrar los ojos es ponerse a escribir, suele llevar consigo una nómina, tan larga o corta como lo sea su voracidad lectora, de escritores. En la mía, no muy amplia pero de una irreductible lealtad, Valle-Inclán ha ostentado siempre, como mínimo, una capitanía. Son muchos y variados los criterios que uno sigue para confeccionar ese paraíso referencial que le ayudará en sus búsquedas narrativas: Valle-Inclán entró en mi background antes por su aura novelera que por su escritura.

Era un gallego de eremítico perfil y escarpado talante. Hombre de prole superpoblada y conversación en filo. Fue corresponsal en la Primera Guerra Mundial, viajó a México y perdió un brazo en Madrid, dicen que discutiendo a bastonazos la legitimidad de un duelo. Tenía todo lo exigible para convertirse en uno de mis héroes. Y en eso se convirtió efectivamente. Un poco después leí Luces de bohemia y su lírica exploración de lo maldito transformó para siempre mi escala de heroicidades. El periplo de ese escritor ciego y miserable que es Max Estrella no sólo era una radiografía de España, sino un manifiesto de estilo. Dicen que inaugura y quintaesencia el ‘esperpento’. No lo sé. Sí sé que Luces…es una alquimia irrepetible de tierno y oscuro lirismo.

Evidentemente, no pude quedarme ahí. Corrí a la biblioteca y rebusqué hasta encontrar unas Obras completas. Eran dos volúmenes grisamarillos de Espasa, sólidamente contundentes. 5.000 páginas del ala. Dejé a un lado la poesía. Era verano. El último verano que viví con la suave libertad de los niños. Lo dediqué entero a Valle-Inclán y cuando levanté mis ojos de su prosa y su teatro, dos meses y medio después, mi escritura había quedado transformada para siempre. Encontré leyendo a Valle-Inclán esa veta creativa en la que mi inquietud estilística podía encontrar mayor acomodo. Supe que mi voluntad y mi manera de trabajar con el castellano tenían un refugio en aquella ‘casa’ que Umbral (otro de mis corazones) definió como “aquella que consiste en contar las cosas como sabemos que no han sido”.

Femeninas y Epitalamio, tan bellas como juvenilmente imperfectas, son el germen de la fronda valle-inclanesca que empieza a consolidarse en Jardín Umbrío, ese magnífico abanico de relatos que veo últimamente en las manos de un amigo, tratado con una indiferencia inconsciente. Flor de santidad le da a la ruralidad literaria un nuevo nervio de luz y profundidad. Pero nada a la altura de las Sonatas como empresa narrativa y edificio estilístico. Ese Marqués de Bradomín crepuscular y dandy es uno de los mejores personajes creados en la historia de la literatura española, y uno de los personajes mejor creados. Su andanza sensual y palaciega la convierte Valle-Inclán en una inmortal cima de belleza. En las Sonatas vibra tan fuerte que hasta zumba ese compromiso artístico que aspira a que la forma y el fondo no se contradigan.

Ese mismo planteamiento es el que preside las que, para mí, son las otras dos grandes obras de Valle. La trilogía sobre la Guerra Carlista y Tirano Banderas. En la primera, tres libros fantásticos en el más puro sentido de la palabra, en los que la prosa se embarra y se oscurece, se torna montaraz pero no pierde su potencia. El verbo y el adjetivo siguen disparando belleza en cada frase. Tirano Banderas representa, afirman, uno de los mejores ejemplos de ‘literatura del dictador’. Para mí, la exploración que en esa obra hace Valle-Inclán de la carne de la tiranía termina de coronarle en la genialidad.

Este año que acaba se han cumplido 75 años de la muerte de Valle-Inclán. Como no existe mejor homenaje a un escritor que leer su obra, así he querido contribuir a su memoria. Perdonad que me haya mezclado con el texto, pero tenía que hacerlo.

La voluntad y el escrúpulo



Los que conocen (y sufren) mi carácter pendenciero, saben que una de mis grescas predilectas es la de combatir la idea, tan arraigada como inane, de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Supongo que me llevan al combate una cierta confianza arrogante en los hombres y el convencimiento de que hemos mejorado mucho en todo. Lo políticamente correcto, supongo, hubiese sido decir ‘prácticamente en todo’, pero qué os voy a decir, en fin, de mi aprecio por ese tipo de corrección. Sin embargo, tengo que haceros hoy una confesión. Y es que la obra de algunos clásicos hace que flaquee mi convicción de que nuestra senda es progresiva…

Uno de esos es Shakespeare. Nadie ha portado un candil tan luminoso en su recorrido por el laberinto humano. Nadie como él ha manejado la palabra en bisturí. Nadie ha construido tanta universalidad. Hace poco me acerqué con H. a los Teatros del Canal: era el estreno del “Macbeth” de Helena Pimenta y Ur Teatro, un osado maridaje de lo viejo y lo nuevo que tiene como resultado un inteligente tempo, una exploración lúcida y una potencia entre épica y melancólica que puramente respeta el texto y puramente lo ensancha. Os recomiendo la obra, y aquí os dejo una crítica más en profundidad por si no os fiáis de mí.

Macbeth es la mejor intriga política que se ha escrito jamás. Y es así porque se construye, opino yo, sobre la más acertada definición de ‘política’ que pueda aventurarse: el escenario predilecto de la complejidad del hombre. Comprendo que penséis que estoy ligeramente obsesionado con esta idea, porque es verdad que lo estoy. Pero Macbeth, como Hamlet o como Ricardo III, no hacen sino confirmar mi tesis. Si la política atorbellina tanta pasión y tanto asco es porque no es más que pura pulpa nuestra. La historia de ese general victorioso entregado a la tarea fascinante de devorarse mientras cree engrandecerse es tan inmoderadamente honda que le deja a uno la mirada entristecida.

Macbeth nos pone sin biombo ante la fatal estela del poder desmesurado. Certifica la podredumbre de todo totalitarismo, no mostrando su acción (aunque también), sino su pellejo. Mostrando la cochambre moral y sanguinolenta que lo construye y lo vertebra. Macbeth, en forma de un MacDuff, enseña también el precio de muerte que tiene sostener la integridad. Y, por lo tanto, su valor y su mérito. La llanísima facilidad con que un sistema puede ser desmoronado por una voluntad desbridada. Pero, también, la firme y exhaustiva y desagradecida lucha de quienes defienden el escrúpulo.


Chocan dos trenes sin faro


El pasado verano, en Berlín y de camino a un museo contemporáneo, mantuve con un amigo una conversación sobre la problemática relación que mantenemos en España con la Guerra Civil de 1936, sobre lo difícil que nos resulta gestionar su memoria plural y dolorosa. Quizás fue una de esas conversaciones intrascendentes, que nacen en los ratos muertos con más ambición que posibilidades de sobrevivir, pero a mí no se me ha olvidado. Era una conversación oportuna, no sólo porque por aquellos días se cumplían setenta y cinco años del estallido, sino porque estábamos en Berlín, tan rigurosamente ejemplar en el intimaje con un pasado de sangre e ignominia. A los dos nos parecía que Berlín, transida de contemporaneidad por todas partes, había sabido construirse en concordia relativa con su ajetreo reciente y muy reciente. Mi amigo, si no recuerdo mal, confiaba en la exportabilidad del modelo berlinés a la guerra de España. Yo, aún de acuerdo con su anhelo y su objetivo, observaba lagunas en el plan. Y esas lagunas me ponían triste.



Recuperé parte de mi proverbial (ja) felicidad unos días después, ya en Madrid. Fue al empezar y terminar de leer Por qué el 18 de julio…Y después, de Julio Aróstegui. Es un libro grande y rojo, editado por Flor del Viento en 2006, en el setenta aniversario de la guerra. El autor Aróstegui tiene una trayectoria tan larga que a mí, hostil casi siempre a la pormenorización, me aburriría contaros. Baste decir que es Catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid y que dirige también la Cátedra Extraordinaria para la Memoria Histórica del siglo XX. Tiene tanto prestigio como merece su inteligencia y su trabajo. Tiene también fama de obsesivo espeleólogo de fuentes, y ésa es virtud de mucha alabanza entre los historiadores. Mucho de ese fervor documentativo y fontal impregna Por qué el 18 de julio…Y después, que aparece plagado de citas, referencias, llamados y demás artillería. El libro no es una historia de la Guerra Civil ni pretende serlo, aunque eso fuese quizás lo más sencillo. Por qué el 18 de julio…es una exploración de las causas que provocaron la sublevación militar y la guerra posteriormente.

Esta pretensión de explorar las causas, que puede tener en el reverso una amplia y rica discusión historiográfica, le prometía buenos ratos a mi optimismo esquivo. Y así fue. Nunca me ha interesado especialmente la Guerra Civil, quizás por algo así como una saturación prenatal; pero me consta que frecuentan este Rincón gentes que le han dedicado esfuerzo, tiempo e inteligencia. Ellos sabrán comentar con más exactitud, y claramente les invito, qué de bueno y qué de malo tiene el libro de Aróstegui. Yo me quedo, digan lo que digan, con la interpretación que me devolvió una pizca de esperanza. Podría quedarme con una Introducción inteligente, desmitificadora y valiente. Pero me quedo con esta tesis vertebral: la guerra civil fue la colisión de dos incapacidades. Se produjo porque ninguno de los dos bandos tuvo lo necesario para imponerse al otro. Fue algo así como la colisión de madrugada entre dos trenes sin faro y sin freno. Ni los sublevados fueron capaces de generalizar e imponer su rebeldía ni la República fue capaz de salvaguardar sur murallas y su legalidad.

No es sólo que la interpretación, además de parecer históricamente acertada, posea una especie de faz literaria que me la hace, ay, irresistible. Es, también, que está cargada de futuro. Sobre la certeza desapasionada de que el mal es tan poco exigente con su morada que puede habitar en cualquier sitio, puede adoptarse una mirada lúcida sobre el pasado, por más amargo que éste sea. Quizás ésta sea la capital tarea de la Historia: trabajar en la reconciliación de los hombres con su pasado…de hombres.

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P.S. Me he propuesto darle a este Rincón una mayor periodicidad. Dejar que entre en él más vida, como diría Jabois. No es una promesa, pero sí una amenaza: trataré de que haya más entradas y trataré, como siempre, de que sean mejores. Pero también se me ocurre un juego, que puede resultar interesante: si crees que hay un tema que debería ser tratado en el Rincón Insolente, no dudes en proponérmelo. Puedes hacerlo aquí, en cualquiera de los idiomas del orbe. Ya me encargaré yo de malentenderte.

Quiá: El mundo se creó en tres días


El mundo lo creó Arcadi Espada. En tres días y en dos habitaciones. Pim, pam, vualá: el mundo. Desde hace un tiempo, Espada dirige Ibercrea, la entente de varias entidades de gestión de derechos de propiedad intelectual. Tras la caída de Factual, que viví con la peor de las amarguras, y tras ser despedido de la Pompeu Fabra después de casi dos décadas de magisterio, ésta de Ibercrea puede ser empresa que afonde su faz institucional. No sé si le irá bien a su prosa, y, sobre todo, a su poesía, pero no importa eso ahora. Arcadi no es el tema. O sí. Porque netamente arcadiana era la médula de “La creación del mundo”, un ciclo de conferencias que, teniendo en cuenta los estragos preelectorales, probablemente fue durante tres días foco activo y solitario de inteligencia en España.

Lo sé porque estuve allí, con mi sueño, mi sed y mi tablet. Porque estuve allí sé, blasfemo de mí, que el mundo puede crearse en tres días y que Dios, por eso, no es sino un procrastinador impenitente y laxo, incapaz incluso de lograr que todos nos le creamos. “La creación del mundo” mostraba una clarísima estructura tripartita. En lo temprano del día, la teoría afilada y angloparlante que ha de vertebrar la acción toda. Apurado el café, algo más prosaico y batallante: la discusión de una Ley de Propiedad Intelectual para los españoles. Escarpada sima, como barruntaréis. Y por la tarde, la pedagogía por el ejemplo. ¿Que cómo se crea? Así. Y en el estrado un Savater, un Adriá o un Boadella, entre otros varios. Todos ejemplo de la más geniuda y vigorizante creatividad.


Inicio de la conferencia de Patricia Churchland

Inauguró la obra Patricia Churchland, neurofilósofa que trabaja en la universidad de San Diego. Sostiene, con entereza y aguerrida lucidez, que la filosofía no puede caminar a ninguna parte si ignora su tren inferior: la neurociencia. Realizó una travesía por las funciones creativas del cerebro que tuvo la hondura precisa en un discurso que aspira a crear el mundo transformándolo, arrojando luz sobre la inevitable cópula entre la neurona y la ética. Por esa línea transitó al día siguiente la conferencia de Julian Baggini, empeñado en, como diría Savater más tarde, meter la filosofía, con su aparejo de dudas, en la cabeza de la gente sedienta de seguridades. Baggini habló de la construcción de valores como la principal creatividad humana, citó a la Thatcher, indicó la veta totalitaria de algunos vocingleros de la libertad y dejó tras de sí un aura de esperanza responsable. Stephen Vizinczey, después de él, también defendió la esperanza. Aunque su charla combinó recuerdos amargos con llamamientos legislativos, su mano aferrada en firme a la literatura exigente es una postura esperanzada: pueden los hombres aprender a leer. El viernes se habló de periodismo, tecnología y sociedad. Pero yo me ausenté, y lo siento.

Las mesas redondas para debatir la ley intelectual que los españoles merecen no se fundaron sobre la nada. Eran fruto del trabajo adelantado en reuniones anteriores. Quizás por eso tenían los argumentos esa nítida definición tan difícil de alcanzar cuando es la primera vez que se los pare. Por eso, o por la necesidad. Representantes políticos y representantes de los creadores intercambiaron cansancios y esperanzas. Que no haya una Ley todavía para suplir la obsolescencia evidente de la presente; que España siga siendo ese paisaje júnglico en el que cada quien se busca las bananas como quiere. La insistencia en que es posible que la sociedad disfrute la cultura sin desterrar a la miseria a los que la crean; no sólo posible, sino necesario, para que sigan creándola. Alguna condena hubo a ese cáncer sistémico que es creer que ‘todo es gratis’, en lo virtual y en lo otro. Lo que es peor todavía: creer que nada vale aquello por lo que nada pago. Estas modernas estupideces.


Ginés Morata, explicando cómo se hace el ala de una mosca

Por la tarde tocaba arremangarse. Lo hizo el biólogo Ginés Morata para explicar la biología molecular en ritmo alegre y talante rigurosamente divertido. Lo hizo Sami Abid, inventor tunecino de ingenio encendido y templadísima visión empresarial. Lo hizo, magistralmente, Sabino Méndez, perdido y fascinado entre los pliegues del sonido para forjar canciones hímnicas y memorables. David Trueba quiso explicar cómo se hace cine con palabras, y mostró virtudes varias mientras lo hacía: no la menos importante fue citar, ilustrativamente, a Azcona y Berlanga. Albert Boadella tenía por tarea explicar la creación del teatro y el catalán exiliado por inteligente puso sobre la tarima su heterodoxia, su rebeldía y también su artesanía dramatúrgica. Fernando Savater comparó la filosofía con la Dama de la Guadaña, celebró su tendencia a crear dudas y puso su tiempo, sea eso lo que quiera que sea, en manos del respetable, en casi una hora de conversación. Ferrán Adriá, juguetón con una naranja, me recordó aquella definición genial que diera Umbral de Einstein: ‘Un genio en calzoncillos’. La humildad del cocinero, su emoción inexplicable, la profundísima revolución que esconde su verbo atropellado y su afán batallador para lograr que a España se le reconozca, de una vez y para siempre, la autoría de un salto cualitativo.


Ferrán Adriá.

Al ir a entrar en una de estas ‘Cómo se hace’ escuché una idea: “Pareciera, por lo que han dicho estos hombres estos días, que todo es caos”. No estaba de acuerdo, y me callé. Pero lo digo aquí: todo lo contrario. Lo que se saca en claro de “La creación del mundo” es que puede que haya marasmo en el comienzo, pero la aventura de la humanidad es su esforzado impulso por superarlo poco a poco. Os cuento todo esto para que estéis atentos de esta página: dentro de unos días, podréis asistir a “La creación del mundo”. No creo que el diferido le reste brillo al asunto.

7.000 mil millones de problemas, dicen


El lunes pasado, abrió los ojos por primera vez al mundo la niña Danica May Camacho. Nació en un hospital público de Manila y fue definida por la ONU, tan azarosamente como cae una hoja sobre el asfalto, como “la niña 7.000 millones”. La discrecionalidad con que el mamut internacional llevó a cabo su decisión desencadenó una competición, seguramente edificante en otro orden moral: países sacudiendo del tobillo a sus neonatos, como piezas de caza. Rusia gritaba ‘¡Nuestro Vladimir es el 7.000 millones!’, mientras en La India elegían cinco niñas y en República Dominicana seleccionaban a Charleny Mota, nacida de una adolescente de 16 años que recibirá piso y empleo. Las televisiones, por supuesto, se sumaron a la fiesta y la noticia del nacimiento del ser humano 7.000 millones les llegó a muchos televidentes en forma de gymkana natalicia.

Asistí estupefacto al espectáculo. Abrevé en los periódicos, y en ellos encontré algunas razones para quebrar ese estupor; pero hallé otras que me movieron al disentimiento. Todos los artículos rendidos al asunto desprendían un cierto aroma ramplón y tembloroso. ‘¡7.000 mil millones, oh my god!’, parecían musitar bajo la sábana. Qué digo musitar: todos gritaban ‘Somos demasiados’. La cifra es imponente, desde luego. Y lo es más cuanto más se avanza en las proyecciones, a pesar del preservativo racional que éstas merecen. Pero no me parece que deban mover al miedo, sino al orgullo. Somos una especie (yo me siento humano en los ratos en que no me siento marciano) capaz de triunfar no sólo sobre las demás, sino sobre sí misma. Capaz de triunfar sobre la muerte. Danica, Charleny o Vladimir son la tierna constatación de ese triunfo fundamental: las huestes de la vida crecen más que las de la muerte. Y yo me alegro.

Geométrico: 1, 2, 4, 8, 16...
Aritmético: 1, 2, 3, 4, 5...

Pero no es el desprecio a esta epopeya humana por la supervivencia lo que imprime la paura a los discursos. Es, precisamente, el cariz victorioso que esta epopeya no deja de cobrar. Lo que mueve al pánico es el futuro, la desconfianza antiempírica en la capacidad de los humanos para seguir haciendo lo que han hecho hasta ahora: asegurar su supervivencia y hasta hacer gastronomía. Todos estos discursos del ‘terror demográfico’ tienen un gurú antañón y pesimista: Robert Malthus, con su teoría sobre el callejón sin salida del crecimiento poblacional geométrico y el crecimiento productivo aritmético. Muchos han venido después del inglés decimonónico, y todos han pretendido ignorar la refutación práctica de su doctrina que los humanos hemos llevado a cabo discontinua pero implacablemente. La nuez de esa doctrina fallida se halla hoy dispersa en discursos ecologistas de pelaje vario pero que comparten dos elementos: el anticapitalismo y la economía del decrecimiento.

La preocupación fundamental de estas corrientes es fácilmente localizable: desconfían de la capacidad del planeta para alimentar tantos habitantes. Y apuestan por la reducción de las sociedades (en todo término, también demográfico) y por el derribo del capitalismo. El miedo que balbucea en los artículos de que os hablo es deudor, consciente o inconsciente, en todo caso, adolescente, de este postulado doble. Y es deudor también de su cortocircuito ideológico-práctico. El que resulta de proponer como solución a un problema mal diagnosticado la destrucción del sistema que más éxito ha tenido en la búsqueda de recetas para hacerle frente a ese problema. Del cortocircuito ético sobre el que descansa la economía del decrecimiento mejor hablamos otro día, que ahora tengo que ir a cazar mi cena.